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lunes, 1 de junio de 2020

María, Madre de la Iglesia


María, Madre de la Iglesia, ya es fiesta oficial! 🇻🇦 DECRETO ...

          María es Madre de la Iglesia por dos motivos: porque es Madre de Cristo Dios, que es Cabeza de la Iglesia y como toda madre, si es Madre de la Cabeza que es Cristo, es Madre también del Cuerpo y el Cuerpo Místico de Cristo somos todos los bautizados; es Madre de la Iglesia en segundo lugar porque el mismo Cristo Dios en Persona le encomendó la maternidad de todos los hombres que, por la gracia de Dios, habrían entrado a formar parte de la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesús, por medio del Bautismo. Entonces, la Virgen es Madre de Dios, al dar a luz a la Persona del Hijo de Dios, Cristo Jesús, y es Madre de los hijos de Dios, al aceptar la maternidad divina al pie de la Cruz. 
          En consecuencia, si somos bautizados, somos hijos de Dios y somos hijos de la Virgen, engendrados en el seno del Padre por la gracia y engendrados en el Corazón Inmaculado de María, por el Amor del Espíritu Santo. Y si somos hijos de Dios, hijos de la Virgen e hijos de la Iglesia, debemos comportarnos como lo que somos: hijos de la luz e hijos de la gracia; no podemos comportarnos como hijos de la oscuridad y de las tinieblas, porque esto sería una contradicción en sí misma. Si somos hijos de la Virgen es porque somos hijos de Dios y de su Luz Eterna y que nos comportemos como tales, es lo que el mundo espera de nosotros, los católicos. 
        Al conmemorar entonces a María como Madre de la Iglesia, recordemos que nosotros somos los hijos de esta Madre Purísima y hagamos el propósito de vivir de modo tal que corresponda a nuestra dignidad de hijos de la gracia.

martes, 17 de diciembre de 2019

La liturgia de la Eucaristía en unión con María



         El Manual del Legionario nos enseña a no acudir a la Santa Misa si no es con María y a unirnos a Ella en este Santo Sacrificio. Afirma el Manual del Legionario[1] que la tarea de la Redención no la comenzó Nuestro Señor Jesucristo sin “el consentimiento de María”, el cual fue “solemnemente requerido y libremente otorgado”. Y así como no la comenzó sin María a la Redención, tampoco la finalizó sin Ella, ya que Ella estuvo al pie de la cruz en el Calvario. Continúa el Manual, afirmando la Corredención de María, al unirse mística y espiritualmente al sacrificio redentor de su Hijo: “De esta unión de sufrimientos entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y medianera de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre”. El Manual afirma que así como la Virgen permaneció al pie de la Cruz, así permanece en cada Santa Misa: “En cada Misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la cruz. Está allí, aplastando la cabeza de la serpiente”.
         Junto a María, estuvieron los representantes de cierta legión –el centurión y su cohorte- y aunque ellos crucificaban al Señor de la gloria, también sobre ellos descendió la gracia a raudales. Y al contemplarlo sin vida, los legionarios romanos proclamaron al Único y Verdadero Hijo de Dios crucificado. Estos rudos legionarios, que crucificaban sin saberlo al Señor de la gloria, fueron sin embargo los primeros –luego de Juan- a quien la Virgen recibió como hijos adoptivos de Dios. Si esto sucedió con los legionarios romanos, lo mismo sucede con los legionarios de la Legión de María, cuando estos participan de la misa cada día, al unir sus intenciones y corazones a las intenciones y al Corazón Inmaculado de María, con lo cual se unirán a su vez, por medio de María, al sublime Sacrificio del Calvario.
         Los legionarios, al ver con los ojos de la fe levantado en alto al Señor de la gloria, se unirán a Él para formar una sola Víctima y luego comerán de la Carne de la Víctima inmolada, para participar de los frutos del divino Sacrificio en su plenitud.
         Los legionarios que participen de la Misa han de procurar “comprender la parte tan esencial que tuvo María, la nueva Eva, en estos sagrados misterios: cuando su Hijo estaba consumando la redención de la Humanidad en el ara de la cruz, Ella estaba a su lado sufriendo y redimiendo con Él, por eso con toda razón se puede llamar Corredentora”. Y, unidos a Ella y por medio de Ella a  Cristo, los legionarios se convierten en corredentores de la Humanidad, cada vez que asisten a la Santa Misa.



[1] Cfr. Cap. VIII, 3.

jueves, 7 de noviembre de 2019

María, Mediadora de todas las gracias



Dios Uno y Trino es la Gracia Increada y el Creador de toda gracia participada. En la gracia y por la gracia se nos concede la participación en la vida de Dios Trinidad, por lo que no hay mayor don para el hombre en esta vida, que la gracia santificante. Si un hombre recibiera en herencia todos los reinos de la tierra con sus riquezas inmensas, todas ellas no valdrían lo que la más pequeña gracia, porque el valor de la gracia supera a los bienes de la tierra más que la distancia que hay entre cielos y tierra. Por eso, quien recibe una gracia, se puede considerar como el más afortunado de todos los hombres, incluso de los hombres más poderosos y ricos de la tierra. Un mendigo, que reciba una gracia, por ínfima que sea, es más afortunado que los hombres más ricos del planeta, porque la gracia nos hace participar de la vida de Dios Trinidad, en tanto que los bienes materiales no. Es en Dios Uno y Trino en donde se encuentra, por lo tanto, aquello que nos hace dichosos en esta vida, como anticipo de la dicha de la vida eterna: la gracia santificante.
Ahora bien, Dios es bondadoso y quiere darnos su gracia; sin embargo, si nosotros acudimos por nosotros mismos a pedir las gracias, con toda seguridad seremos rechazados, a causa de nuestra indignidad, tal como nos enseñan los santos. Sin embargo Dios, en su infinita bondad, arregló las cosas de tal manera que las gracias llegaran a nosotros, aun a pesar de nuestra indignidad. ¿Qué hizo Dios? Lo que hizo fue crear a la creatura más hermosa y bondadosa de todas, dejarla a salvo del pecado original, en mérito a la Pasión de Jesús, y nombrarla como Madre de todos los hombres: esa creatura, para la cual no hay alabanza suficientemente digna y grande, es la Virgen María, a la cual Dios Hijo nos la dio como Madre nuestra antes de morir en la Cruz, cuando le dijo al Evangelista Juan: “Hijo, he ahí a tu Madre”. Y como en Juan estábamos representados todos los hombres, no solo Juan la tuvo por Madre, sino todos nosotros, todos los hombres pecadores. Y puesto que la Virgen Santísima, Nuestra Madre del Cielo, estuvo unida a su Hijo Jesús durante toda su Pasión, convirtiéndose en Corredentora al unirse místicamente a su misterio pascual de muerte y resurrección, es también, por designio divino, la Mediadora de todas las gracias, necesarias para nuestra eterna salvación. Y esto de manera tal que no hay gracia, por pequeña o grande que sea, que no provenga de Dios Uno y Trino y no pase por María Santísima. En otras palabras: cualquier gracia, por pequeña o grande que sea, proviene de Dios como de su Fuente, pero pasa por el Inmaculado Corazón de María como su canal, para poder llegar hasta nosotros. Esto quiere decir que cualquier gracia que necesitemos, del orden que sea, pasa indefectiblemente por María, Mediadora de todas las gracias. A Ella, que es Nuestra Madre amantísima del Cielo, nos dirigimos entonces para pedirle todas las gracias que necesitamos para nuestra eterna salvación, para la salvación de nuestros seres queridos y para la salvación del mundo entero.

martes, 18 de diciembre de 2018

Entregando todo a María nada de lo bueno se pierde y toda gracia se gana



         Una de las objeciones que con frecuencia se plantean las almas buenas que se consagran a María por la Verdadera Devoción, es que, al final de sus días, cuando deban comparecer ante el Justo Juez, en el día de sus muertes, tendrán sus manos vacías de obras de misericordia y de toda clase de obras buenas porque, como sabemos, una de las condiciones esenciales de la consagración es entregar a María absolutamente todas nuestras obras buenas y de misericordia, sin pretender en absoluto que nos sean atribuidos a nosotros los méritos que de ellas se derivan. En pocas palabras, la objeción es que, si le entrego a María todo lo que tengo en obras de misericordia, en el día de mi Juicio Particular, me presentaré ante Cristo, Justo y Supremo Juez, como alguien que no ha hecho nada para ganar el Reino de los cielos.
         El Manual del Legionario[1] viene en nuestra ayuda, para superar esta duda que, en el fondo, no tiene bien asidero, cuando se considera bien en qué consiste la consagración a María.
         Ante todo, dice el Manual, no debemos ni siquiera plantearnos esta posibilidad, es decir, “querer probar que en esta consagración no hay pérdida alguna”, o sea, hacer cálculos acerca de qué es lo que “pierdo” cuando le ofrezco a la Virgen todo lo que tengo y lo que soy. Esta actitud, dice el Manual, “secaría de raíz el ofrecimiento y le robaría su carácter de sacrificio, en que su funda su principal valor”[2]. Es decir, si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, lo hacemos con espíritu de sacrificio y el sacrificio implica darlo todo sin esperar nada a cambio; si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, y al mismo tiempo estamos haciendo cálculos acerca de cuánto es lo que perdemos y ganamos, entonces eso no es un sacrificio verdadero.
         Para que nos demos una idea acerca del valor de la consagración y cómo, a pesar de darle todo a la Virgen, nunca nos quedamos con las manos vacías, el Manual del Legionario trae a la memoria el episodio de la multiplicación milagrosa de panes y peces, aunque sin detenerse en la consideración del milagro en sí, sino en las cavilaciones que podría hacer el muchachito que aportó los panes y los peces. Dice así el Manual[3]: “Supongamos que aquel joven, que se desprendió de sus provisiones, hubiese contestado: “¿Qué valen mis cinco panes y dos pececillos, para hartar a tan gran gentío? Además, los necesito para los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los puedo ceder”. Es decir, si el muchacho hubiera pensado como el consagrado que da con reticencias a la Virgen, jamás hubiera dado sus panes y peces y nunca se habría producido el milagro con el que comieron no solo los suyos, sino más de diez mil personas. Continúa el Manual: “Mas no se portó así: dio lo poco que tenía, y resultó que tanto él como todos los de su familia –y sus amigos, conocidos, vecinos y también gente que no conocía- allí presentes recibieron, en el milagroso banquete, más –muchísimo más- de lo que él había dado. Y, si hubiese querido reclamar los doce cestos llenos que sobraron –a los que, en cierto modo, tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado”.
         Continúa el Manual: “Así se conducen siempre Jesús y María con el alma generosa que da cuanto tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican y reparten la más pequeña dádiva hasta enriquecer con ella multitudes enteras; y las mismas intenciones y necesidades propias que parecía que iban a quedar descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas partes dejan señales de la generosidad divina”. En definitiva, como dice la Escritura, “Dios no se deja ganar en generosidad” y si nosotros somos generosos con la Virgen, dándole todo lo que somos y tenemos en la consagración, jamás nos dejará la Virgen presentarnos ante el Sumo Juez con las manos vacías, pues nos dará inimaginablemente más de lo escaso que seamos capaces de darle.
         Finaliza el Manual, animándonos a consagrarnos y a darle a la Virgen todo lo que somos y tenemos, sin temor a quedarnos con nada; por el contrario, sabiendo que recibiremos infinitamente más de lo que demos: “Vayamos, pues, a María con nuestros pobres panes y pececillos; pongámoslos en sus manos, para que Jesús y Ella los multipliquen, y alimenten con ellos a tantos millones de almas como pasan hambre –espiritual- en el desierto de este mundo”.
         En cuanto tal, “la consagración no exige ningún cambio en cuanto a la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede seguir empleando el tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la voluntad de María”. Entreguemos en manos de la Virgen nuestros panes y pececillos, es decir, nuestras obras buenas de misericordia y Ella se encargará, con su Hijo Jesús, de alimentar espiritualmente a cientos de miles de almas y, cuando llegue el momento de presentarnos ante el Supremo Juez, nos concederá la gracia de atribuirnos esa obra de misericordia.



[1] Cfr. VI, 5.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

jueves, 24 de mayo de 2018

María, Auxiliadora de los cristianos



La advocación de María como Auxilio de los cristianos es prácticamente tan antigua como la Iglesia misma y los milagros obrados desde el inicio bajo esa advocación continuaron y continúan hasta el p. En efecto, el primero en llamar a la Virgen María con el título de “Auxiliadora” fue San Juan Crisóstomo, en Constantinopla en al año 345, en donde él dice: “Tú, María, eres auxilio potentísimo de Dios”[1].
Más tarde, en el año 532, San Sabas narra que en oriente había una imagen de la Virgen que era llamada “Auxiliadora de los enfermos”, porque junto a ella se obraban muchas curaciones.
San Juan Damasceno en el año 749 fue el primero en propagar la jaculatoria: “María Auxiliadora, rogad por nosotros”. Y afirma: la Virgen es “auxiliadora para evitar males y peligros y auxiliadora para conseguir la salvación”. Un doble título de Auxiliadora para los cristianos: con su auxilio, impedirá que caigan en el Infierno y los ayudará a conseguir el Cielo.
En Ucrania, Rusia, se celebra la fiesta de María Auxiliadora el 1 de octubre desde el año 1030, puesto que en ese año y bajo esta advocación, libró a la ciudad de la invasión de una feroz tribu de bárbaros paganos. Desde entonces en Ucrania se celebra cada año la fiesta de María Auxiliadora el primer día de octubre.
Luego del grandioso triunfo de las fuerzas cristianas sobre los musulmanes en la batalla de Lepanto en el año 1572, el Papa San Pío V ordenó que en todo el mundo católico se rezara en las letanías la advocación “María Auxiliadora, rogad por nosotros”, porque a Ella fue que se le adjudicó el triunfo del ejército cristiano contra el formidable ejército mahometano compuesto por 282 barcos y 88.000 soldados.
En el año 1600 los católicos del sur de Alemania hicieron una promesa a la Virgen de honrarla con el título de “Auxiliadora” si los libraba de la invasión de los protestantes y hacía que se terminara la terrible Guerra de los Treinta años. Al poco tiempo, la Madre de Dios les concedió ambos favores y en acción de gracias, en muy poco tiempo, había ya más de setenta capillas con el título de María Auxiliadora de los cristianos.
En 1683 los católicos al obtener inmensa victoria en Viena contra los enemigos de la religión, fundaron la asociación de María Auxiliadora, la cual existe hoy en más de 60 países.
En 1814, el Papa Pío VII, prisionero del general Napoleón, prometió a la Virgen que el día que llegara a Roma, en libertad, lo declararía fiesta de María Auxiliadora. Inesperadamente el pontífice quedó libre, y llegó a Roma el 24 de mayo. Desde entonces quedó declarado el 24 de mayo como día de María Auxiliadora.
Luego, es la Virgen en persona quien quiere ser llamada “María Auxiliadora”: en el año 1860 la Santísima Virgen se aparece a San Juan Bosco y le dice que quiere ser honrada con el título de “Auxiliadora”, indicándole además el sitio para que le construya en Turín, Italia, un templo.
La obra del templo comenzó con solo tres monedas de veinte centavos cada una, pero fueron tantos y tan grande los milagros que María Auxiliadora empezó a obtener a favor de sus devotos, que en sólo cuatro años estuvo terminada la Gran Basílica. San Juan Bosco afirmaba: “Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima Virgen”. Fue desde aquel Santuario que la devoción a María bajo el título de Auxiliadora de los Cristianos comenzó a extenderse por el mundo.
En el año 1862, ante el auge del ateísmo, del secularismo y del satanismo, San Juan Bosco afirma: “La Virgen quiere que la honremos con el título de Auxiliadora: los tiempos que corren son tan aciagos que tenemos necesidad de que la Virgen nos ayude a conservar y a defender la fe cristiana”.
Por último, debemos decir que el nombre de María Auxiliadora no es un nombre puesto al azar: la Virgen es “Auxiliadora de los cristianos” porque así como una madre auxilia a sus hijos que están en peligro, y así como la Virgen auxilió a su Hijo Jesucristo durante toda su vida pero sobre todo en el momento de máximo peligro para su vida, la Pasión y el Camino Real de la Cruz, así la Virgen nos auxilia a nosotros, sus hijos, que por el bautismo sacramental hemos sido convertidos en hijos adoptivos de Dios y que por lo tanto somos “otros cristos” y que estamos en peligro de condenación eterna mientras vivimos en este “valle de lágrimas”, rodeados de “tinieblas y sombras de muerte”. El título sería: “María, Auxiliadora de sus hijos, otros cristos”, y nos auxilia como a Cristo, su Hijo, para que con su ayuda seamos capaces de llevar la cruz que nos conduce al Calvario, en donde debe morir el hombre viejo, dominado por las pasiones y la concupiscencia, para dar nacimiento al hombre nuevo, al hombre nacido de la Sangre y el Agua, esto es, de la gracia santificante que brotó del Corazón traspasado de Jesús.

sábado, 18 de noviembre de 2017

María, Medianera de todas las gracias en las palabras de los santos


         ¿Por qué la Virgen lleva el título de “Medianera de todas las gracias”? Nos lo explican los santos de la Iglesia Católica.
         El Papa Pío X[1] dice así: “La Santísima Virgen es Dispensadora universal de todas las gracias, tanto por su divina Maternidad, que las obtiene de su Hijo, como por su Maternidad espiritual, que las distribuye entre sus otros hijos, los hombres. Para el Papa Pío X, la Virgen es Mediadora de todas las gracias porque es doblemente Madre: al ser Madre de Dios Hijo, y al ser su Hijo la Gracia Increada, obtiene de su Hijo todas las gracias necesarias para la salvación de los hombres; al ser espiritualmente Madre de todos los hombres, distribuye estas gracias entre ellos, así como una madre amorosa distribuye entre sus hijos el alimento y la ternura materna. Por esta razón, dice el Papa, la Virgen está “subordinada a Cristo” por voluntad divina, hecho que la convierte en Corredentora –distribuye las gracias que su Hijo mereció para nosotros en la Cruz- y Dispensadora “con alcance universal y para siempre”: “Esto lo hace subordinada a Cristo, pero de manera inmediata. Y ello por una específica y singular determinación de la voluntad de Dios, que ha querido otorgar a María esta doble función: ser Corredentora y Dispensadora, con alcance universal y para siempre”.
         San Bernardo[2] afirma que María es nuestra Mediadora porque, con Ella, viene Jesús, que es la Divina Misericordia encarnada. Es decir, cuando la Virgen entra en una casa, entra con Ella su Hijo –donde está la Madre está el Hijo y donde está el Hijo está la Madre-, significando “casa”, en este caso, no tanto el edificio material, sino el cuerpo y el alma del cristiano, convertidos en “templo del Espíritu Santo” por la gracia santificante: “María es nuestra mediadora, por ella recibimos, ¡oh Dios mío! tu misericordia, por ella recibimos al Señor Jesús en nuestras casas. Porque cada uno de nosotros tiene su casa y su castillo, y la Sabiduría llama a las puertas de cada uno; si alguna la abre, entrará y cenará con él”. Dice San Bernardo que si alguien abre las puertas de su alma a la Virgen, recibirá con Ella a la Divina Sabiduría, que es Jesús, y así se cumplirán las palabras del Apocalipsis, esto es, que “Dios cenará con el alma y el alma con Dios”  (cfr. Ap 3, 20). María es Mediadora de todas las gracias, en palabras de San Bernardo, porque con Ella viene Aquél que es la Gracia Increada, Cristo Jesús.
         El mismo santo[3] sostiene que veneramos a María con todo el amor del que somos capaces, porque eso es lo que Dios quiere, ya que eligió a María para que fuera Ella por quien “recibiéramos todo”: “Con todo lo íntimo de nuestra alma, con todos los afectos de nuestro corazón y con todos los sentimientos y deseos de nuestra voluntad, veneremos a María, porque ésta es la voluntad de aquel Señor que quiso que todo lo recibiéramos por María. Esta es su voluntad para bien nuestro”. Al amar y venerar a la Virgen, cumplimos la voluntad de Dios, y así nos llegan las gracias espirituales provenientes de la Divina Bondad: “Mirando en todo y siempre al bien de los necesitados, consuela nuestro temor, excita nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, disipa nuestra desconfianza y anima nuestra pusilanimidad”.
         También sostiene San Bernardo[4] que Dios podría infundirnos su gracia sin la Virgen, pero fue su voluntad divina la que quiso que María fuera “el acueducto” por el cual nos llegaran todas las gracias: “No le faltaba a Dios, ciertamente, poder para infundirnos la gracia sin valerse de este acueducto, sí Él hubiera querido, pero quiso proveerse de ella por este conducto”. Si pensamos el alma como un jardín cerrado que subsiste por un manantial de agua cristalina que le provee del agua que necesita para no morir, y esta agua viene desde el manantial por un acueducto, el manantial de agua es el Corazón de Jesús, Fuente inagotable y la Gracia Increada en sí misma, y el acueducto es la Virgen.
         Por María nos vienen todas las gracias y también por Ella nos viene la gracia de ofrecer a Dios lo poco bueno que podamos hacer -siempre con la ayuda de Dios-; por esta razón, debemos ofrecer al Señor nuestras oraciones, sacrificios y obras buenas, no por nosotros mismos, sino por manos de María, y este deseo es ya una gracia que nos viene por María: “Aquello poco que desees ofrecer, procura depositarlo en manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor, sin sufrir de Él repulsa”[5].
         Jesús es el Mediador ante el Padre, pero la Virgen es la Mediadora ante Jesús, Dios Hijo, y la Única digna que puede desempeñar tan grande oficio es la Virgen[6]: “Ya no parecerá estar de más la mujer bendita entre todas las mujeres, pues se ve claramente el papel que desempeña en la obra de nuestra reconciliación, porque necesitamos un mediador cerca de este Mediador, y nadie puede desempeñar tan provechosamente este oficio como María.
         Dios, que es la Divina Misericordia, es el tesoro del alma y la Virgen, Madre de la Divina Misericordia, es el tesoro de Dios, además de ser la tesorera “de todas las misericordias que Dios nos quiere dispensar”, según San Alfonso[7]: “María es el tesoro de Dios y la tesorera de todas las misericordias que nos quiere dispensar”.
         No hay gracia que no sea concedida por medio de María, por lo que siempre que necesitemos una gracia, por grande o pequeña que sea, no debemos dejar de recurrir a María Santísima, dice el Santo Cura de Ars[8]: “Siempre que tengamos que pedir una gracia a Dios, dirijámonos a la Virgen Santa, y con seguridad seremos escuchados”.
         Por último, San Josemaría Escrivá[9], trae a la memoria el recuerdo de aquellas madres amorosas que se alegran por las muestras de amor de sus hijos, por pequeñas que sean estas muestras: si esto sucede con las madres de la tierra, ¡cuánto más con la Madre de Dios y Madre nuestra!: “Las madres no contabilizan los detalles de cariño que sus hijos les demuestran; no pesan ni miden con criterios mezquinos. Una pequeña muestra de amor la saborean como miel, y se vuelcan concediendo mucho más de lo que reciben. Si así reaccionan las madres buenas de la tierra, imaginaos lo que podremos esperar de nuestra Madre Santa María”.
         He aquí entonces, las razones por las cuales la Virgen es Mediadora de todas las gracias, en las palabras de los santos.



[1] Encíclica Ad diem illum laetissimum, 4 de febrero de 1904.
[2] Cfr. Homilía en la Asunción de la Beatísima Virgen María, 2, 2.
[3] Cfr. San Bernardo, Homilía en la Natividad de la Beatísima Virgen María, 7.
[4] Cfr. Homilía en la Natividad de la Beatísima Virgen María, 17.
[5] Cfr. San Bernardo, Homilía en la Natividad de la Beatísima Virgen María, 18.
[6] Cfr. San Bernardo, Homilía para el Domingo infraoctava de la Asunción, 2.
[7] Cfr. San Alfonso María de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento, 25.
[8] Sermón sobre la pureza.
[9] Amigos de Dios, 280.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Las características de la devoción legionaria: Dios y María


         El Manual del Legionario afirma que el legionario encuentra en la devoción a la Virgen, llamada “portento inefable del Altísimo”, su más firme apoyo, “después de Dios”[1]. Es decir, para el Legionario, luego de Dios Uno y Trino, es la Madre de Dios, María Santísima, la que le proporciona auxilio y sostén en todo momento.
         Afirma el Manual que María, comparada con Dios, es nada, porque es una creatura suya y esto a pesar de que, desde el momento mismo en que la creó, Dios la colmó de dones como a ninguna otra creatura: “Dios la sacó da la nada y aunque ya en ese momento inicial la ensalzó hasta una altura de gracia inmensa e inconcebible, respecto de su Hacedor es como la nada”[2].
         Ahora bien, siendo su creatura predilecta, Dios obró “grandes cosas en María”: la asoció desde la eternidad con el Redentor, Jesucristo, para que siendo Virgen fuera al mismo tiempo su Madre y para que fuera también madre de todos los que estuvieran, en el tiempo, unidos a Jesucristo. Dios eligió a María, porque sabía que Ella, en su pureza, amor y humildad, habría de corresponder fielmente a la misión que Él le habría de encargar –esto es, ser Virgen y Madre de Dios, y Madre de todos los hombres-, y la eligió también porque de este modo –por medio de María- “acrecentaba la gloria que habíamos de darle también todos nosotros”; es decir, eligiendo a María, Dios sabía que sería Él glorificado mucho más por nosotros, a través de la Virgen, que por nosotros mismos. Esta doctrina es contraria al pensamiento de los falsos devotos de María, que afirman equivocadamente que, al honrar a la Madre, se menoscaba al Hijo. Dice así el Manual: “Es imposible que ninguna oración o servicio de amor con que obsequiemos a María como a Madre nuestra y Auxiliadora de nuestra salvación pueda redundar en menoscabo de Aquél que quiso crearla así”. Es decir, es erróneo pensar que, honrando a la Madre de Dios, se menoscaba a Dios, porque fue Dios quien quiso que María fuera Virgen y Madre de Dios, para recibir, a través de Ella, nuestra acción de gracias, alabanzas y adoración.
         Todavía más, si para Dios es mayor gloria que las alabanzas pasen a Él a través de María, para nosotros, es mucho más seguro y fácil que nuestras alabanzas, acciones de gracias y adoraciones lleguen a Dios, cuando se las encomendamos a María, que cuando no recurrimos a Ella: “Cuanto le ofrezcamos a Ella, llega a Dios íntegro y seguro. Es más: nuestra ofrenda, al pasar por manos de María, no sólo no sufre mengua, sino que aumenta su valor”. Es decir, no solo llegan a Dios nuestras alabanzas, de modo más rápido, fácil y seguro, cuando lo hacemos a través de María, sino que incluso ¡llegan a Él aumentadas en su valor!, según lo afirma el Manual. La razón es que María “no es simple mensajera”, sino que “ha sido constituida por Dios como elemento vital en la economía de su gracia” –es Mediadora de todas las gracias-; “de suerte que su intervención le procura a Él una gloria mayor, y, a nosotros, más copiosas gracias”. Acudiendo a María, Dios recibe más gloria de parte nuestra, y nosotros recibimos de Dios gracias más abundantes todavía de las que pedimos e imaginamos.
         Esto es así porque Dios hizo que María fuera, además de nuestra celestial Abogada y la celestial Transmisora de nuestros pedidos, “la Medianera de todas las gracias”, la que nos comunica las gracias que provienen de su Hijo Jesús, “Aquél que es la causa y fuente de nuestros favores, la Segunda Persona Divina hecha hombre, nuestra verdadera Vid y única Salvación”, su Hijo Jesús.
        



[1] Cfr. Manual del Legionario, Cap. V, 1.
[2] Cfr. ibidem.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Un Legionario sin apostolado no es auténtico devoto de María


         Así como no podemos elegir de Cristo sólo lo que nos agrade, por ejemplo, la alegría del Tabor, la gloria de la Resurrección, la Exaltación a los cielos, y al mismo tiempo descartar lo que nos desagrade, como por ejemplo, la humillación de la Pasión, el dolor de la cruz, la ignominia sufrida hasta su muerte el Viernes Santo, porque de esa manera nos estaríamos inventando un cristo falso, un cristo hecho a nuestra medida, que nos satisface, que es todo alegría y ausencia de cruz, así también sucede con Nuestra Señora: tampoco podemos elegir lo que nos agrade –la alegría de la Anunciación, por ejemplo, pero sin considerar ni querer tomar parte en sus dolores[1], porque de esa manera nos estaríamos también inventando una virgen falsa, hecha a nuestra medida, pero que no corresponde a la realidad. Si queremos llevarla a nuestra casa, como el apóstol Juan -es decir, a nuestro corazón y a nuestra vida cotidiana-, debemos aceptar a María Santísima en su totalidad, y no parcialmente, lo que más nos agrade. No basta con tomar a María como modelo de virtudes; tampoco basta con rezarle y rezar a Dios agradeciendo por las maravillas que obró en María; para que nuestra devoción a María sea auténtica –y la primera devoción es considerarla como Madre de Dios y Madre nuestra, es decir, comportarnos con Ella como sus hijos pequeños-, lo que debemos hacer es unirnos a María en comunión de vida y amor, y es así como María nos comunicará la gracia de su Hijo Jesús. Así como un hijo, que ama a su madre, no se contenta con tomarla como modelo y con decirle cosas lindas, sino que se alegra con su alegría y se duele con sus dolores, así sucede con nosotros, con relación a María: debemos unirnos a Ella, para que Ella nos haga partícipes de su vida, de sus dolores y de sus alegrías. La función esencial de María es la maternidad, tarea encargada por Nuestro Señor antes de morir, cuando dijo a Juan: “He aquí a tu Madre”, y por lo tanto, la verdadera devoción a María implica necesariamente el servicio de los hombres[2], porque todos los hombres están llamados a ser hijos y porque la Virgen está llamada a ser Madre de todos los hombres, los que nacen a la vida de hijos de Dios por el bautismo, y para esto se necesita ser apostolado, porque los hombres necesitan saber –tienen derecho a saberlo- que Dios los quiere adoptar como hijos por el bautismo, para que pasen a ser hijos suyos adoptivos e hijos de la Virgen. La maternidad es una función esencial de María y el Legionario, como hijo de María, debe hacer apostolado para que los hombres sean hijos de Dios, y si ya lo son, para que se comporten como tales, porque muchos han recibido el bautismo, son hijos adoptivos de Dios, pero se comportan como paganos. Así como no se puede concebir a María sin la maternidad espiritual de todos los hombres, así tampoco se puede concebir al cristiano sin apostolado que es, en cierto modo, la participación a esta función maternal de María. Por consiguiente, la Legión descansa no sobre María y el apostolado, sino sobre María como principio y fuente del apostolado y de toda la vida cristiana[3].
         Ahora, no hay que pensar, dice el Manual del Legionario, que el apostolado caerán como lenguas de fuego desde el cielo, sobre los Legionarios que ociosamente estén cruzados de brazos. Lo que el Legionario debe hacer es evaluar acerca de las probabilidades concretas que tiene de hacer apostolado, encomendarse a la Virgen y pedirle que sea Ella quien, a través nuestro, actúe. La Virgen necesita de nuestra ayuda, y esto no porque la Virgen no sea Poderosa –recordemos que Ella es la Mujer del Apocalipsis, que aplasta la cabeza de la Serpiente con su talón, y esto porque la Trinidad le participa de su omnipotencia divina-, sino porque la Divina Providencia ha querido contar con nuestra cooperación humana. María posee un tesoro inagotable de gracias, pero necesita de nuestra ayuda para distribuirlas. Es como si el gerente de un banco quisiera hacer llegar sumas formidables de dinero a indigentes, pero necesita de la colaboración de los cadetes. Esos cadetes somos nosotros, que debemos unirnos a María en comunión de vida y amor para nuestro apostolado sea fructífero en gracias de conversión.



[1] Cfr. Manual del Legionario, 30ss.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

sábado, 3 de octubre de 2015

La liturgia de la Eucaristía en unión con María


         Dice el Manual del Legionario[1] que “Así como Jesús no comenzó su redención sin el consentimiento de María, así finaliza su redención en el Calvario sin su presencia –estuvo al pie de la cruz- y consentimiento” –la Virgen quería ofrecer a su Hijo en la cruz por nuestra salvación-.
         Continúa el Manual diciendo que “Así la Virgen se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y dispensadora de todas las gracias que Dios obtuvo con su muerte y con su sangre”[2].
         La Virgen permaneció al pie de la cruz y en cada misa ofrece al Salvador como en la cruz, permaneciendo en el altar así como permaneció en la cruz. De esta manera, “coopera con su Hijo, aplastando la cabeza de la serpiente”.
         El Manual nos enseña que debemos asistir a la Santa Misa pensando en lo que es, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, pero también debemos ser conscientes de que la Virgen está también presente. En cada misa, la Virgen toma parte de la misma, porque está presente con su cuerpo y su alma glorificados, así como estuvo presente con su cuerpo y su alma martirizados y sufrientes al pie de la cruz.
         Entonces, en cada misa oída con devoción, no solo debemos estar atentos a Cristo, que entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, sino que también debemos prestar amorosa y filial atención a la Virgen, que está al pie del altar, ofreciendo a su Hijo Jesús en la Eucaristía[3].
         Ahora bien, el Manual nos dice que “junto a María estaban los representantes de la legión, que crucificaron al Hijo de Dios, sin saber lo que hacían”, y esto es lo que hacemos nosotros, cuando crucificamos a Jesús con nuestros pecados. Pero a pesar de esto, la gracia de Dios descendió a raudales porque los legionarios se convirtieron, comenzando por San Longinos, que traspasó su Corazón y al caer sobre su rostro la Sangre y Agua del Cordero, que contenía al Espíritu Santo, exclamó: “Éste era el Hijo de Dios”. De la misma manera, como San Longinos, los legionarios debemos contemplar a Cristo que desde la Eucaristía derrama abundantes gracias de conversión –así como fue levantado el Hijo del hombre en la cruz, para que todos los que crean en Él tengan vida eterna, así también nosotros, al contemplar la elevación de la Hostia y creer en su Presencia Eucaristía, también tenemos vida eterna-. Por último, dice el Manual, “los legionarios ofrecerán el Santo Sacrificio de la Misa y se alimentarán con el Cuerpo Eucarístico de Jesús”. Por eso es que no se entiende un legionario que no perdona, un legionario soberbio, un legionario sin misericordia, porque todo eso lo recibió en la Sagrada Eucaristía y si no lo transmite a sus hermanos, entonces no está viviendo su ser legionario. Al salir de Misa, María seguirá con sus legionarios y los hará participantes y corresponsables con Ella de la distribución de las gracias; de la misma manera, como ellos fueron luego cristianos que evangelizaron a los demás, así debemos hacer nosotros, dando a los demás el Amor Misericordioso recibido en la Santa Eucaristía.
        



[1] Cfr. El Legionario y la Eucaristía, 3, 49.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibídem, 50.

jueves, 18 de diciembre de 2014

María, presente en el sacrificio del altar


María al pie de la cruz
(Meister des Pähler Altars)

Sobre el Gólgota, sobre el Monte Calvario, se encuentra Jesús Crucificado, coronado de espinas, derramando su Sangre a través de las heridas de las manos y de los pies, perforados por los clavos de hierro. Jesús en la cruz sufre dolores inmensos, insoportables, en el cuerpo pero también en el espíritu, ya que el dolor más grande era por aquellos que habrían de condenarse porque iban a rechazar su sacrificio. Por su sufrimiento en el cuerpo y en el espíritu, Jesús en la cruz es el Señor de los Dolores. Y al pie de la cruz, está María, la Virgen Madre, Señora de los Dolores.
¿Qué hace María al pie de la cruz? Consuela, con su Presencia maternal, a su Hijo que sufre. Ella alivia la amargura y el dolor de su Hijo, con su Presencia maternal trae al Corazón de su Hijo que cuelga de la cruz en medio de terribles dolores, un poco de paz, y así Jesucristo, en medio de sus inmensos dolores, en algo se ve aliviado. La Madre consuela al Hijo con su Presencia de Amor.
Sin embargo, María al pie de la cruz no sólo consuela a su Hijo, el único consuelo en medio de ese mar de dolor que es la cruz, sino que participa de los dolores de su Hijo. La Madre comparte los dolores de su Hijo; los siente dentro suyo, como si fueran propios. Aún cuando una madre, en el exceso de amor de su hijo, por el amor que siente por su hijo, quisiera, para aliviarle sus dolores, tomar sobre sí esos dolores de su hijo, aunque lo deseara, no podría experimentarlos en sí.
En cambio María, por su unión mística con Jesús, comparte y participa de esos dolores, y los hace suyos y propios, de tal manera que se puede decir que María sufrió los mismos dolores, en su misma intensidad, que su Hijo. No en el cuerpo, pero sí en el espíritu, como si a Ella la hubieran coronado de espinas, flagelado, atravesado las manos y los pies con clavos de hierro, como a Jesús en la cruz.
Y así como Jesús es Redentor de la humanidad por sus dolores, así la Virgen es Corredentora por haber participado de esos mismos dolores. La Virgen nos salva a través de sus dolores, por eso es llamada Corredentora, Salvadora de la humanidad y de cada uno de nosotros.
Pero no sólo nos salva, sino que además, por haber participado al pie de la cruz del sacrificio supremo de su Hijo, sacrificio por el cual nos mereció la gracia de la filiación, María se vuelve, al pie de la cruz, Madre nuestra. Así como imploró el descenso del Espíritu Santo sobre su seno para que diera vida a su Hijo Niño, así implora, al pie de la cruz, el Espíritu de su Hijo, para que nos dé a nosotros su Espíritu, el Espíritu que nos hace ser hijos de Dios. En la cruz, donde Jesús muere derramando su Sangre para darnos su vida, nos hace el don de su Madre, por eso María es la Madre de todos aquellos que nacen a la vida nueva y eterna por medio de la Sangre de Jesús derramada en la cruz. Por eso María es Madre de Dios Hijo y Madre nuestra, que somos, al pie de la cruz, hijos de Dios, nacidos del dolor de María.
También es medianera de todas las gracias, porque así como Cristo con su sacrificio en la cruz se hizo intercesor y mediador por nosotros en el cielo, así María, por acompañar a su Hijo en el sacrificio del Gólgota en la tierra, se hizo medianera e intercesora de todas las gracias en el cielo. Por haber participado al pie de la cruz, por haber participado del sacrificio de su Hijo, María se volvió la depositaria y tesorera de los méritos de la redención para toda la humanidad y para todos los tiempos[1].
Y si como enseña la Iglesia, la Misa es la renovación sacramental, en el misterio de la liturgia, del mismo sacrificio de la cruz, si Cristo en la cruz se hace Presente en cada misa, también la Madre, que está al pie de la cruz, se hace Presente en Persona en cada misa. Así lo dice el Santo Padre Juan Pablo II: “...cuando celebramos la Eucaristía, nos encontramos cada día sobre el Gólgota, y por eso está junto a nosotros, en el Gólgota, la Virgen María”[2]. En cada Eucaristía, nos encontramos sobre el Gólgota, delante de Jesús, a los pies de la cruz. Pero también, por eso mismo, nos encontramos a los pies de María, nuestra Madre, porque si el Hijo está en el Gólgota, allí también está la Madre Y está la Madre, como el Hijo, no en sentido figurado, sino en persona, con su persona, invisible, misteriosa, real. Como el Hijo.
A María, Madre nuestra, debemos pedirle la gracia de saber amar a Jesús como Ella lo ama, y saber amar al prójimo como Cristo lo ama desde la cruz.




[1] It is further indicated by the fact that, by her cooperation in the sacrifice of the redemption, Mary conjointly obtained all graces. For it is evident that her heavenly intercession must be to Christ’s interpellation in heaven as her sacrificial activity on earth was to that of Christ. So also the scope of her intercession must answer to that of her earthly activity, as Christ’s interpellation to His sacrificial activity. By her cooperation in Christ’s sacrifice, Mary became the depositary of the merits of the redemption for all mankind and for all times. In the first place she cooperated in imploring the Holy Ghost to hasten His descent upon the infant Church. Likewise, her continuous cooperation must hold as a normal condition for all future fruits of Christ’s merits and for the action of the Holy Ghost. Cfr. Matthias Joseph Scheeben.

[2] “E in particolare, quando celebrando l’Eucaristia ci troviamo ogni giorno sul Golgota, bisogna che vicino a noi sia colei che mediante la fede eroica ha portato all’apice la sua unione col Figlio, proprio là sul Golgota”. Juan Pablo II, Lettera ai sacerdoti in occasione del Giovedì Santo, Città del Vaticano, Roma, 25/03/1988, XI/1 (1988) 721-743.

María, modelo perfecto de maternidad


María es un modelo insuperable de maternidad, porque María cuida con inigualable amor de madre y con cuidado amoroso a su Hijo Jesús,
María cuida con amor de Madre a su Hijo, que es Hijo suyo, pero que a la vez es su Dios, porque el Hijo de María es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. Es un misterio imposible de comprender, que María acepta por amor y con amor. Y se dedica a la atención y al cuidado de este Niño que es su propio Dios y que a la vez es su propio Hijo.
Lo cuida como toda madre cuida a su hijo primogénito, recién nacido: acunándolo, besándolo, amamantándolo, alimentándolo, cambiándolo, protegiéndolo. Y, en el caso de su Niño, puesto que es Dios, además, adorándolo.
A medida que crece, acompañándolo en su crecimiento, en sus primeros pasos, en sus primeras palabras. Cuando es un niño más grande, haciendo lo que toda madre hace: el pan, la manteca, la miel, el azúcar, para el desayuno y la merienda; pescado, queso, verduras y frutas, para el almuerzo y la cena.
María se desempeña con amor de Madre cuidando a su Hijo Jesús, como si fuera un niño más entre otros, pero la particularidad es que no se trata de un niño más: es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios. Por haber asumido una naturaleza humana, por haberse encarnado en un cuerpo y en un alma humanas, este niño necesita todo lo que necesita cualquier niño humano, pero, a la vez, es Dios Hijo en Persona. María, que cuida de su niño, sabe de este misterio del cual Ella es protagonista, y contempla, con amor de madre y con asombro, el misterio que tiene delante suyo, el misterio del Niño-Dios, de Dios, que es su Hijo, pero que a la vez es el Hijo eterno del Padre.
María cuida con amor de Madre a su Hijo que es a la vez su Dios, pero es modelo insuperable de     maternidad porque también cuida a sus hijos adoptivos, adoptados al pie de la cruz, todos los hombres de todos los tiempos, incluidos nosotros. Es lo que le dice al indio San Juan Diego -cuando se aparece como la Virgen de Guadalupe- y, por medio de él,  nos lo dice a todos nosotros: “Juan Diego, mi hijo más pequeño, no te altere ningún acontecimiento penoso; ¿no estoy Yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás acaso entre mis brazos? ¿Tienes necesidad de algo más?”

María es Madre de Dios Hijo, y es Madre nuestra, que somos sus hijos adoptivos. Así como cuidó a su Hijo Jesús desde que nació y así como lo acompañó hasta la cruz, y así como lo adora ahora en el cielo por la eternidad, es decir, así como estuvo acompañando a su Hijo Jesús a lo largo de su vida terrena, así nos acompaña, aunque no la veamos ni la sintamos, como Madre llena de amor y de ternura, a lo largo de nuestra vida terrena, llevándonos entre sus brazos, hasta el momento de ser presentados ante Dios Padre.

María, ideal y fundamento de nuestra fe en Cristo Eucaristía



Por haber sido la Única entre las creaturas humanas en recibir en su seno virginal a la Palabra de Dios Encarnada, por haber acogido en su interior y haber revestido de su carne al Verbo de Dios, por haber abierto su corazón y su alma y haberlos transformado en sede y tabernáculo para el Unigénito del Padre, para que este tomase forma humana de su forma humana, María es el ideal más hermoso y elevado y a la vez el fundamento de nuestra fe en la Encarnación y en Cristo Eucaristía, prolongación y continuación de la Encarnación.
María es el ideal más precioso y elevado tanto de la alianza de la naturaleza humana con la gracia divina, como de la razón con la fe[1]. Por eso se puede hacer una comparación entre la recepción de la Palabra Encarnada en el seno de María y la recepción de la divina Revelación y la fe en la Eucaristía, en la razón humana.
María, esposada con el Espíritu Santo, concibió por obra de este Espíritu Santo a la Persona del Verbo Eterno y dio al Verbo de su misma substancia para formar el cuerpo y la carne del Verbo para que fuera el “Verbo Encarnado” y fuese presentado al mundo en manera visible; del mismo modo, la razón humana, esposada en la fe con el Espíritu Santo, recibe en su seno a la sabiduría divina contenida en la Palabra de Dios y comunicada por el Espíritu Santo, la reviste con sus palabras humanas y la expresa con sus representaciones humanas[2].
Sin embargo, en nuestra consideración de tomar a María como modelo de nuestra fe debido a que nuestra razón recibe, como María, a la Sabiduría divina, y la expresa –como María- con un revestimiento humano –las palabras-, podríamos ser tentados a pensar que nuestra fe en Dios, pensada y expresada en términos humanos, agote la realidad creída, es decir, exprese en su totalidad el ser divino en quien se cree. No sucede así, debido a la grandeza y a la insondabilidad del ser divino. Del mismo modo a como María dio a luz al Verbo Encarnado, es decir, al Unigénito de Dios revestido con forma humana y por lo tanto no era un simple hombre y todo aquel que lo contemplaba no contemplaba un simple hombre sino el misterio del Hombre-Dios, un hombre que, aunque se expresaba en modo humano tenía en sí una naturaleza distinta a la humana porque subsistía en una persona no humana sino divina, la Persona del Verbo del Padre, así nuestros pensamientos y nuestras palabras humanas, al pensar y expresar la sabiduría divina con términos humanos, no agotan ni expresan toda la realidad del ser divino al cual pretenden expresar.
Aún recibiendo la razón humana esta Sabiduría divina y expresándola con su máxima capacidad de expresión, aún iluminada por el Espíritu Santo, no puede la razón humana reflejar el misterio de la Verdad divina con la misma grandeza y majestad que le pertenecen a esta Verdad. Sólo en la luz de la gloria podrá la razón humana, ya sin el obstáculo de las limitaciones terrenas, informada por la naturaleza divina, podrá expresar toda la grandeza del misterio divino –en realidad, ni siquiera allí podrá hacer esto la razón humana, porque el misterio del ser divino permanece y permancerá oculto para siempre aún a las mentes angélicas, pero al menos lo hará con más claridad que en la vida presente. Por eso, aún expresado en términos humanos, iluminados y sugeridos por el Espíritu Santo, el misterio de Dios permanecerá por siempre inaccesible a la razón humana y a la inteligencia angélica.
María es entonces nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra fe en Dios, al servirnos como modelo para nuestra recepción del Verbo en nuestros corazones y en nuestras mentes, en nuestro ser. Pero María es también nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra realeza: imitando a María en la recepción de la Palabra de Dios, nuestro ser y nuestra razón se ven, como María, elevados a una dignidad infinitamente superior a la dignidad humana.
Así como a María el hecho de ser la Madre de Dios le significó el pasar de humilde sierva a Reina de todo el universo, visible e invisible, y poseer la dignidad más excelsa, así para la razón humana, no hay una distinción más alta que el hecho de ser llamada a aceptar la fe en el Hombre-Dios Jesús. La razón humana, iluminada por la fe en Jesús, se ve elevada a una dignidad infinitamente superior a la dignidad que pueda conceder cualquier otra cosa.
Como María, que aún siendo elevada a la dignidad de Madre de Dios, conserva la humildad de la esclava del Señor, así la razón humana, dignificada por el conocimiento de la fe, debe conservar su humildad, reconociendo siempre la superioridad de la Sabiduría divina sobre la humana.
Así como María recibió en su seno virginal la Palabra de Dios Encarnada, así nosotros debemos recibir a Cristo, Resucitado y Glorioso, que prolonga su encarnación en las especies del pan.




[1] Cfr. Matthias Josep Scheeben, Los misterios del cristianismo, ...
[2] cfr. Scheeben, ...