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martes, 3 de diciembre de 2019

La Iglesia es misionera por esencia



          Antes de subir a los cielos, luego de resucitado, Jesús dejó encargado a la Iglesia Universal, a la Iglesia de todos los tiempos, el mandato misionero: “Id por todo el mundo y predicado el Evangelio; el que crea y se bautice se salvará, el que no crea y no se bautice no se salvará” (Mt 16, 15). Esto quiere decir que cuando la Iglesia hace misión, no hace otra cosa que seguir el mandato de su Señor, quien explícitamente dio a su Iglesia, la Iglesia Católica, el encargo de la misión.
          Ahora bien, ¿en qué consiste este mandato misionero y cómo se lo cumple? Ante todo, para saber cómo se lo cumple, no hay más que contemplar cómo, a lo largo de los siglos, desde que la Iglesia misma fue constituida al pie de la Cruz, en el Calvario, los santos de todos los tiempos han entregado sus vidas por la difusión del Evangelio. Evangelizar no quiere decir imponer, ni coaccionar, puesto que la aceptación del Evangelio debe ser libre y debe surgir de lo más profundo del ser de cada persona, pero tampoco significa ingresar en una cultura para quedarse cruzados de brazos o, peor aún, asimilar esa cultura de manera tal que la personalidad del bautizado y el rostro de la Iglesia Católica queden desfigurados, al punto de hacerse irreconocibles.
          ¿En qué consiste el mandato misionero? Consiste en bautizar a los paganos y en proclamar a nuestros prójimos, más que con discursos y sermones, con el ejemplo de vida, que somos cristianos y que venimos a traer una Buena Noticia, la Noticia de la Encarnación del Verbo, la Segunda Persona de la Trinidad, que se ha hecho carne en el seno purísimo de María Santísima, que padeció la Pasión por nuestra salvación, que murió en la Cruz para derrotar de una vez y para siempre a nuestros grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte y que resucitó al tercer día, según lo predijo; que subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre y que ha de venir, al fin de los tiempos, a juzgar a vivos y muertos, para dar a los buenos el Reino de los cielos y a los malos, el Infierno. En síntesis, en esto consiste la misión, en la proclamación del Credo que rezamos todos los Domingos en Misa, pero no con discursos y sermones, como dijimos, sino con ejemplo y santidad de vida, lo cual es sumamente difícil cuando lo intentamos con nuestras fuerzas y es sumamente fácil cuando entregamos nuestra labor misionera al Inmaculado Corazón de María.
          La Iglesia es esencialmente misionera y esa misión, si bien por lo general se realiza en lugares lejanos, se realiza también cada día, cuando finaliza la Santa Misa y el ámbito es aquel en el que nos movemos y aquellos quienes deben ser evangelizados son, para comenzar, nuestros seres queridos, para luego continuar con todo prójimo que se nos cruce en el camino. La Evangelización del mundo, la misión de la Iglesia, comienza en realidad cada vez que finaliza la Santa Misa; cada vez que finalizada la Misa abandonamos el templo para comenzar nuestras labores cotidianas. Confiemos nuestra misión al Inmaculado Corazón de María y será Ella quien haga la misión y evangelice por nosotros, dando a todos a su Hijo Jesús, Presente en la Eucaristía.

sábado, 25 de junio de 2011

Los elementos de la imagen de la Virgen de San Nicolás



La imagen de Nuestra Señora del Rosario de San Nicolás tiene diferentes elementos simbólicos, con los cuales nos habla desde el cielo:

En sus manos sostiene el Rosario, y está en actitud de ofrecerlo; con esto nos quiere indicar que el Rosario es la vía de unión con Dios, puesto que con esta oración, nos acercamos a Ella, y Ella nos acerca a su Hijo Jesús, y en Jesús, tenemos acceso al Padre y al Espíritu Santo. Es un fuerte llamado a la oración, sobre todo del Rosario, como vía de unión íntima con Dios Trinidad, y como vía de conocimiento y de amor de su Hijo Jesucristo, porque con el Rosario, Ella nos enseña, en secreto, a ser como su Hijo.

En sus brazos sostiene a su Hijo, Dios encarnado; nos indica que Ella es la Medianera entre nosotros y Dios, el cual, siendo tan poderoso, tan majestuoso, tan sublime, provocaría en nosotros terror, pues nos consideraríamos indignos de estar delante suyo. Pero al venir como Niño sostenido en brazos de su Madre, Dios oculta, por así decir, su omnipotencia, y se nos hace más accesible, al tiempo que la Madre del Niño, la Virgen, con su dulzura maternal, es la garantía para nosotros de que Dios es Amor infinito y quiere encontrarse con cada uno de nosotros. Además, Dios Hijo en Persona está sostenido por los brazos de la Virgen, y esto nos da una idea del poder y de la fuerza de la Virgen María: Ella lleva en sus poderosos brazos a Dios, por lo tanto, no le será difícil llevarnos también a nosotros en sus brazos. El hecho de que la Virgen nos ofrezca a su Hijo Jesús, es un fuerte llamado a la conversión, porque no podemos acercarnos a Dios con un corazón no convertido.

La Virgen, con sus brazos abiertos, porque sostiene al Niño y al Rosario, nos ofrece también su Corazón Inmaculado, para que nosotros nos consagremos a Ella y así, refugiados en su Corazón Purísimo, seamos moldeados a imagen y semejanza de su Hijo. Su Corazón es como un horno ardiente de caridad, que nos inflama en el amor de su Hijo; es también cátedra y Trono de Sabiduría, en donde aprendemos la imitación de Cristo; es Arca de salvación, en donde estamos a salvo de la ira de Dios, merecida justamente por nuestras maldades, por nuestras frialdades, por nuestras indiferencias, por nuestros pecados. En ningún lugar se siente el niño pequeño, más a salvo, que en el Corazón de la Madre.

Por el mismo motivo, por ofrecernos su Corazón, nos ofrece su maternidad: Ella viene a buscarnos porque es nuestra Madre, porque Jesús nos la regaló al pie de la cruz. Todos los cristianos tenemos el honor y la dicha inmerecida de ser hijos de la Madre de Dios, y en Ella, hermanos de Dios Hijo, y si somos hijos de una misma Madre, entonces entre nosotros somos hermanos espirituales, hermanados con un lazo más fuerte que el lazo sanguíneo, la gracia de la filiación divina.

Todos los bautizados somos hermanos en Cristo, lo cual significa que no nos puede ser indiferentes el destino de nuestros hermanos, y es así como tengo el deber de rezar por mi hermano, sobre todo el más alejado de Dios, y de ayudarlo, material y espiritualmente, al más necesitado. La Virgen en San Nicolás nos llama entonces a vivir la fraternidad que se ha iniciado ya en nuestro bautismo, pero que no la vivimos por lo general, porque nuestros hermanos de bautismo a menudo son vistos como seres extraños, y nos son indiferentes. La Virgen nos llama a re-descubrir esta hermandad bautismal, y a vivir la comunión fraterna entre sus hijos.

Por último, la Virgen está calzada con sandalias, en actitud de caminar, de ir hacia delante. Eso significa que sus hijos, nosotros, consagrados a su Corazón Inmaculado, armados con el Rosario, hermanados en Cristo, buscando de imitar a su Hijo, debemos salir en misión, para buscar a todos aquellos que no conocen a Dios, a todos aquellos que están extraviados, y perdidos en las tinieblas del materialismo, del hedonismo, del consumismo.

Como hijos de la Virgen, estamos llamados a vivir nuestro ser hijos de Dios y de la Virgen, y por lo tanto, nuestra vida tiene que ser más espiritual, más desapegada de tantas cosas inútiles, vanas y superfluas, que no nos conducen a Dios, y aún más, nos dificultan el acceso a Él, porque se interponen entre Él y nosotros como un muro infranqueable. La Virgen en San Nicolás nos llama a la misión, a la búsqueda de los hermanos que se han alejado, que viven en la indiferencia, en la oscuridad, alejados de Dios, pero no podremos atraerlos al redil, si no rezamos, si no nos consagramos a Ella, si no vivimos en gracia, si no hacemos sacrificios, ayunos y mortificaciones, si no buscamos la conversión.

La misión implica la búsqueda de la conversión, y la oración pidiendo la gracia de convertirnos cada día, para que el día de nuestra muerte, abramos los ojos a la feliz eternidad en Dios Uno y Trino.