¡Te agradecemos de todo corazón, Santo Padre Benedicto XVI, tu servicio a la Santa Madre Iglesia! ¡Que el Espíritu Santo suscite un sucesor con tu misma fe, sabiduría y caridad!
lunes, 11 de febrero de 2013
domingo, 10 de febrero de 2013
“Yo soy la Inmaculada Concepción”
En las apariciones de Lourdes, el mensaje central que deja
la Virgen María es la revelación de su condición de “Inmaculada Concepción”,
según las palabras de la misma Virgen a Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Con esta aparición, nos revela que es la creatura más
excelsa del universo, cuya santidad excede en gracia a todos los ángeles y
santos juntos, más que el cielo excede la tierra; nos revela que es la Madre de
Dios, porque sólo una Mujer, llamada a ser Madre de Dios Hijo, podía ser creada
en gracia, como Inmaculada Concepción y Llena del Espíritu Santo; nos muestra
la Virgen en Lourdes que es Inmaculada desde su concepción, en su alma y en su
cuerpo, y que su pureza encanta y enamora al mismo Dios; la Inmaculada nos
enseña que Ella fue así creada, Purísima, Santísima, Inmaculada, porque debía
recibir en su seno virginal a Dios Hijo, cuyo Ser trinitario es Purísimo,
Santísimo, Inmaculado, y como tal, no podía ser albergado y alojado en otro seno
maternal que no fuese el suyo, ya que sólo así, Dios Hijo no encontraría
diferencia entre el seno celestial del Padre en los cielos eternos, al cual
dejaba, y el seno virginal de María, en la tierra y en el tiempo, al cual
entraba.
La Inmaculada Concepción nos enseña que Ella es Purísima en
su cuerpo pero también en su alma y como tal, jamás albergó ni la más
pequeñísima pasión corporal, ni la más pequeñísima sombra no de malicia, sino
de imperfección en su alma, siendo así la Única creatura digna, en todo el
universo visible e invisible, de poder recibir al Verbo de Dios.
Hay otro mensaje que nos transmite la Inmaculada Concepción,
esta vez sin palabras, y es el rezo del Santo Rosario, y es por este motivo que
la Virgen se aparece a Bernardita con un Rosario en sus manos, y la acompaña en
su oración en algunas partes del mismo.
Pero la Virgen no quiere que nos quedemos simplemente
escuchando y mirando: la Virgen quiere que la imitemos, que seamos como Ella,
porque para eso ha venido del cielo. La Virgen no quiere que nos quedemos en el
mero conocimiento de las verdades eternas, sino que quiere que las encarnemos y
que las hagamos vida, que seamos espejos vivientes de Ella misma. Como Madre
celestial, la Virgen quiere que sus hijos nos parezcamos a Ella, no que
simplemente la veamos y la escuchemos.
Por este motivo, se nos plantea la pregunta de si no se
trata de una pretensión desmesurada, de un propósito inalcanzable: ¿cómo puedo
yo, pecador, nacido con el pecado original, imitar a María Santísima, que precisamente
es la más santa de todas las creaturas porque nació sin pecado original?
¿Cómo puedo imitarla a Ella, la Llena de Gracia, la
Inhabitada por el Espíritu Santo, yo, que soy un pecador?
¿Cómo puedo imitarla en la oración, si Ella es la Omnipotencia
Suplicante, y yo en cambio no puedo rezar ni un Padrenuestro sin distraerme?
¿No suena a despropósito siquiera pensar en que puedo imitar
a la Virgen María?
No es un despropósito, ya que su imitación es posible y
puedo hacerlo gracias a los sacramentos, principalmente la Confesión
sacramental y la Eucaristía, además del rezo del Santo Rosario.
Por la confesión sacramental, el alma no solo recibe el
perdón de los pecados, sino que queda limpia y brillante por la gracia, queda
en estado de gracia, y como el alma en estado de gracia es “templo del Espíritu
Santo” (1 Cor 6, 19), viene a hacer morada en ella el Amor de Dios, el Espíritu
Santo. De esta manera, por la confesión sacramental y por la gracia
santificante que esta proporciona, el alma se vuelve una imagen en la tierra de
la Virgen María: inmaculada y llena de gracia, inhabitada por el Espíritu
Santo.
Por la comunión sacramental, el cristiano imita a María en
la Encarnación: por la fe en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía,
recibe en su mente y en su corazón a la Palabra de Dios proclamada,
concibiéndola en su alma; por la comunión sacramental, recibe a la Palabra de
Dios encarnada en su cuerpo, en su boca, siendo unida por el Espíritu al Cuerpo
de Cristo “en un mismo Espíritu”.
De esta manera, por la comunión, el alma imita a la Virgen
en la Encarnación, recibiendo como la Virgen, doblemente, en la mente y en el
corazón primero, y en el cuerpo después, a la Palabra de Dios encarnada, Jesús
Eucaristía.
Por último, por el rezo del Santo Rosario, es posible imitar
a la Virgen en su condición de Omnipotencia Suplicante, porque la misma Virgen
así lo prometió al Beato Alano de la Roche: “No hay gracia que no se consiga a
través del rezo del Santo Rosario”. Por el Rosario, accedemos directamente al
Corazón Inmaculado de María, y junto con las rosas espirituales, que son las
Avemaría, ingresan en el Corazón de la Virgen nuestras peticiones, y es esto lo
que explica que no haya ninguna petición que no sea escuchada y que deje de ser
atendida por la Virgen en Persona.
¡Cuántos males del mundo, de los países, de las familias, se
evitarían, si todos rezaran el Rosario!
La tierra sería un anticipo del cielo porque la Virgen
misma, atraída por los Avemaría surgidos de los corazones de sus hijos,
descendería del cielo y con Ella
descendería toda la corte celestial, los ángeles y los santos y, lo más
importante, descendería también el Rey de cielos y tierra, Jesucristo. Sólo la
Omnipotencia Suplicante puede lograr esto, y eso es lo que hace la Virgen
cuando se reza el Santo Rosario.
La Inmaculada Concepción se nos aparece en Lourdes,
entonces, no para que simplemente sepamos que apareció, ni tampoco para que
asistamos a un oficio religioso, la Santa Misa, en su día, y después sigamos
como nada: la Virgen se nos aparece en Lourdes para que empeñemos nuestra vida
en imitarla, porque en su imitación como Inmaculada Concepción y como
Omnipotencia Suplicante, está en juego nuestra salvación y la de muchas almas.
Este es entonces el mensaje de Nuestra Señora de Lourdes: confesión,
Eucaristía, rezo del Santo Rosario.
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