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martes, 29 de agosto de 2023

El legionario y el Apostolado

 



         Al hacer referencia al Apostolado de la Legión y de sus miembros, el Manual del Legionario[1] destaca, en primer lugar, la dignidad de este apostolado y para esto, cita al Magisterio de la Iglesia: “Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que, insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Se consagran como sacerdocio real y gente santa (cfr. 1 Pe 2, 4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los sacramentos, sobre todo la Eucaristía” (AA, 3).

         De esta cita, podemos deducir lo siguiente: el legionario, en cuanto cristiano -por haber recibido el Bautismo sacramental- seglar -significa que se desempeña no en una congregación o instituto religioso, sino en el mundo- tienen, por un lado, el derecho de hacer apostolado -quiere decir que nadie puede impedir al legionario el realizar su apostolado, ya sea una autoridad civil o una religiosa. Un derecho es algo que pertenece a la persona, es propiedad de la persona y puede disponer de él libremente; por eso, por ser algo personal, algo que le pertenece a la persona, ninguna autoridad, de ningún orden, puede arrebatar ese derecho. Pero el apostolado también es una obligación o deber, como dice el Manual del Legionario y esta obligación se debe a que el cristiano está unido a Cristo Cabeza de la Iglesia por medio del Bautismo, habiendo recibido además la fortaleza sobrenatural necesaria para llevar a cabo este apostolado, al haber recibido al Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad, en la Confirmación. El hecho de que el apostolado sea una obligación, quiere decir también que no es algo de lo que se pueda elegir, entre hacer apostolado o no hacerlo: el Manual es muy claro cuando dice que es “obligación” y lo que está obligado por mandato de la Iglesia, no es objeto de elección: o se hace, cumpliendo y obedeciendo al carisma respectivo, haciendo el apostolado, en este caso, según el carisma de la Legión, o no se hace, desobedeciendo, en este caso, a este mandato de la Iglesia, incurriendo en falta, que puede ser de distintos grados, desde leve hasta grave. Es decir, se debe tener en cuenta lo que dice Santo Tomás: “Nadie está obligado a lo imposible”, nadie está obligado a algo que es imposible hacer según un determinado estado de vida, como por ejemplo, una persona que está internada en un hospital por una determinada afección, no está obligada a ir a Misa el Domingo, como sí lo está si se encuentra en buen estado de salud.

         En relación a cuál es como el “motor” del apostolado, el Manual dice que son la fe y la caridad: en cuanto a la fe, confirma lo que dicen las Escrituras en cuanto a las obras y la fe: la fe en Cristo Jesús se demuestra por las obras y si no hay obras -de misericordia, corporales y espirituales-, entonces es una fe vacía o muerta: “Se consagran como sacerdocio real y gente santa (cfr. 1 Pe 2, 4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo”. Por último, la caridad es el alma de todo apostolado, entendiendo por “caridad” el amor sobrenatural al prójimo, basado en el amor sobrenatural a Dios, siendo el amor sobrenatural el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Si no hay caridad, es decir, si no hay amor sobrenatural a Dios y al prójimo en el apostolado que se hace, nada de lo que se hace tiene valor, aun cuando se hagan grandes obras; y al contrario, aun si se hacen pequeñas obras, si están animadas por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, este apostolado adquiere un valor de eternidad, porque abre, al legionario que las practica, las Puertas del Cielo. ¿Dónde se obtiene la caridad, es decir, el Amor de Dios, necesario para realizar el apostolado? Nos lo dice el Manual: en la Eucaristía, porque en la Eucaristía late el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo.



[1] Cfr. Manual del Legionario, Apostolado Legionario, X.

lunes, 26 de mayo de 2014

Fiesta de Nuestra Señora de la Caridad o Visitación de la Virgen María


         ¿A qué se debe el nombre de "Nuestra Señora de la Caridad" o también "Nuestra Señora de la Visitación"? Se debe a una obra de misericordia que realiza la Virgen, al visitar a su prima, Santa Isabel, aunque, como veremos más adelante, además de la obra de misericordia o de caridad -que es lo que da origen a la advocación de "Nuestra Señora de la Caridad"-, hay un misterio profundo y sobrenatural escondido en la escena evangélica. 
          Para comprender el origen y el sentido espiritual de la advocación de "Nuestra Señora de la Caridad" o "Nuestra Señora de la Visitación", debemos entonces leer el pasaje de Lucas en el que la Virgen María, que está encinta por obra y gracia del Espíritu Santo, visita a su prima Santa Isabel, ya anciana y encinta también, para asistirla en su parto y analizar tanto el contexto de la situación, como la reacción de las personas que intervienen en la escena evangélica (Lc 1, 39-56). 
          Según el relato evangélico, para lograr su propósito, la Virgen ha realizado un largo y peligroso viaje, habida cuenta las distancias y que en ese tiempo, los medios de transporte eran precarios y los caminos de montaña prácticamente inexistentes, a lo cual se le debían sumar los peligros inherentes de todo viaje, como los asaltantes y las bestias salvajes. El riesgo aumentaba aun más si se tiene en cuenta que la Virgen viajaba solo acompañada por San José y que Ella misma era una mujer joven y encinta; es decir, se trataba de una persona sumamente frágil y con pocos recursos frente a los numerosos peligros. Pero la Virgen sabía que su prima, Santa Isabel, necesitaba de su ayuda, porque era una mujer anciana y era, como Ella, primeriza, y como en muchas otras ocasiones, sin pensar en sí misma, decide dejar la comodidad y tranquilidad de su hogar, para acudir en auxilio de su pariente y es así como emprende este largo y peligroso viaje, movida por el Amor y solo por el Amor y por ningún motor. Este es el origen del nombre de “Nuestra Señora de la Caridad”, porque la Caridad es el Amor de Dios, un Amor no humano, sino celestial, sobrenatural, espiritual, que trasciende infinitamente los límites y las estrecheces del amor humano. Se llama también “Nuestra Señora de la Visitación”, porque es justamente una “Visita” lo que hace la Virgen a Santa Isabel.
         Sin embargo, cuando el Evangelista describe la escena, en el momento de la llegada de la Virgen, nos encontramos con algo que nos llama poderosamente la atención: no hay nada, absolutamente nada, que refleje lo que acabamos de decir, aunque se trate de este hecho, porque el Evangelista describe una reacción, por parte de los protagonistas de la escena –incluidos los niños que están en los vientres maternos de sus respectivas madres-, que no tiene una explicación humana.
         Veamos qué es lo que describe el Evangelista Lucas acerca de las reacciones de los protagonistas ante la llegada y el saludo de la Virgen a Isabel al llegar a la casa de Zacarías: Isabel exclama: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” –la Iglesia toma este saludo para elaborar la primera parte de la salutación mariana más famosa, el Avemaría-; luego llama a la Virgen: “Madre de mi Señor”, y describe el movimiento de su niño en su vientre materno, Juan el Bautista, como “salto de alegría”; Juan el Bautista, a su vez, ante la Visita de la Virgen y al escuchar su saludo, pese a su estado de nonato y, obviamente, pese a no ver nada, “salta de alegría” en el vientre materno de Santa Isabel. La tercera reacción inexplicable humanamente es la de la Virgen: en vez de responder al saludo de Santa Isabel con un saludo de cortesía, como corresponde entre los seres humanos, y mucho más entre parientes, y entre parientes que se aman y que no se ven desde hace tiempo, y mucho más como es el caso este, en el que Santa Isabel la ha alagado con un título más grande que el de la nobleza, porque la ha llamado “Madre de mi Señor”, lo cual equivale a decir “Madre de Dios”, la Virgen, en vez de responder con un saludo humano, entona un cántico de alabanzas a Dios, llamado “Magnificat”, porque enumera las “maravillas” que Dios ha obrado en Ella, desde su Inmaculada Concepción, a favor de toda la humanidad.
         Los interrogantes que se plantean son muchos y no tienen explicación humana: ¿por qué Santa Isabel da ese título a la Virgen, llamándola “Madre de mi Señor”, es decir, “Madre de Dios”? ¿Por qué la llama “Bendita entre todas las mujeres” y al fruto de su vientre le llama “Bendito el fruto de tu vientre?
         ¿Por qué Juan el Bautista “salta de alegría” en el vientre de su madre, Santa Isabel, lo cual es inexplicable humanamente, porque él no conocía ni a su tía, la Virgen, ni a su primo, Jesús? ¿Cómo podía “saltar de alegría” si ni siquiera los conocía?
         La tercera reacción inexplicable, humanamente hablando, es la de la Virgen: ¿por qué la Virgen no responde con cortesía humana al título de honor dado por Santa Isabel y en vez de eso entona el “Magnificat”?
         La respuesta no está en la razón humana, sino en el versículo 40, cuando dice: “Isabel, llena del Espíritu Santo…”, porque es el Espíritu Santo el que guía y mueve a todos los protagonistas de la escena evangélica, iluminando sus mentes y alegrando sus corazones; es la Presencia del Espíritu Santo, lo que explica las reacciones de los protagonistas de la escena de Nuestra Señora de la Caridad o la Visitación de la Virgen María.
         Es el Espíritu Santo el que ilumina la mente de Santa Isabel y le comprender que la Virgen no simplemente su pariente, su prima, sino que es ante todo, la “Madre de su Señor”, la “Madre de Dios”, y que por eso es “Bendita entre todas las mujeres” y es el Espíritu Santo el que le hace comprender que el Niño que lleva en su vientre no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, y por eso el “fruto de su vientre es bendito”, y así el Espíritu Santo le alegra el corazón a Santa Isabel, porque le hace ver que está en presencia de la Madre de Dios y del Hijo de Dios, Jesucristo.
         Es el Espíritu Santo el que ilumina la mente de Juan el Bautista, nonato en el vientre de Santa Isabel, y le hace saber que la que saluda a su madre es la Virgen, la Madre de Dios, que trae en su seno virginal al Cordero de Dios, al cual Él tiene que anunciar y por el cual Él tiene que dar su vida, y por esto es el Espíritu Santo el que le alegra el corazón y lo hace saltar de alegría en el seno materno de Santa Isabel.
         Es el Espíritu Santo el que ilumina a la Virgen María y ahora le recuerda todas las maravillas que obró en Ella desde su Inmaculada Concepción, concebiéndola en gracia e inhabitándola desde el primer instante de su Concepción, para que fuera el Sagrario Viviente y la Custodia Virginal del Hijo de Dios en su Encarnación, para que llevara en sus entrañas Purísimas al Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Verbo de Dios al encarnarse, para que el Hijo de Dios tuviera un seno virginal y purísimo en los nueve meses de gestación que habría de pasar en el seno materno desde su Encarnación hasta el momento de su alumbramiento milagroso, para poder cumplir el designio de salvación de la Trinidad de entregar su Cuerpo para la salvación de los hombres, como Pan de Vida eterna, en la Cruz y en la Eucaristía.
         Nuestra Señora de la Caridad, entonces, nos enseña a ser caritativos y misericordiosos para con el prójimo más necesitado, pero también nos enseña a misionar, a llevar a Jesús a los demás, a visitar a los demás llevándola a Ella, a su imagen, de casa en casa, porque con Ella va siempre su Hijo Jesús y con Jesús, va siempre el Espíritu Santo. Nuestra Señora de la Caridad es modelo de caridad, es decir, de amor misericordioso hacia el más necesitado, y es modelo de misión, de transmisión y de comunicación de la Palabra de Dios.

         La imagen de Nuestra Señora de la Caridad y su Visitación y el mensaje que nos transmite, no se explican con la sola razón humana, sino por la Presencia del Amor de Dios, el Espíritu Santo.

martes, 31 de mayo de 2011

La Visitación

Isabel y Juan Bautista
se alegran
por la visita de María,
que lleva a Jesús en su vientre.
Así debemos alegrarnos,
al rezar el Rosario,
porque cuando lo rezamos,
recibimos la visita
de Jesús y de María.

María visita a su prima Isabel, que está encinta, y se queda para ayudarla en su embarazo. Ella misma está embarazada, y sin embargo, acude a ayudar a Isabel. María es ejemplo perfecto de caridad cristiana, es nuestro modelo de cómo debemos ayudar a nuestro prójimo. Sin embargo, lo principal en este episodio del evangelio, no es el ejemplo que María nos da de caridad cristiana.

María va a visitar a su prima Isabel, y ésta, al verla llegar, la saluda de un modo especial: “Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre”. La razón por la cual la saluda así ahora –ya la conocía de toda la vida, pero recién ahora la saluda de esta manera especial- la da el mismo Evangelio: Isabel está inspirada por el Espíritu Santo: “Llena del Espíritu Santo”. Es por esta iluminación interior, proporcionada por la Presencia en su interior del Espíritu de Dios, por la cual Isabel puede trascender y ver en María no a su prima embarazada que ha hecho un largo camino para ayudarla a su vez en su embarazo, sino a María, la Esposa del Cordero, la Aurora de la Eternidad, la Puerta del Cielo, la Estrella de la Mañana. Es por la iluminación del Espíritu Santo que Isabel ve en María a la Nueva Eva, a la Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Y es también por la iluminación del Espíritu Santo que Isabel y su hijo, en su vientre, se llenan de alegría sobrenatural.

La Visitación de María, que en apariencia -vista exteriormente- es una visita más de las tantas que se realizan entre parientes que se aprecian mutuamente, es en realidad algo mucho más grande y trascendente: María representa a la Iglesia, la Esposa del Cordero, y lleva en su seno al Verbo de Dios encarnado, y así, como Iglesia Esposa del Cordero y como Portadora del Verbo Encarnado, María visita a Isabel, en quien está representada la humanidad que espera, en el umbral del tiempo, a la Iglesia y al Salvador, Dios eterno encarnado. María con su Hijo visitan a Isabel: la Iglesia lleva al Verbo de Dios a la humanidad que lo espera con ansia. La Visitación de María, sucedida en el tiempo, no ha terminado sin embargo. La Visitación de María es el inicio de la misión de la Iglesia, que lleva a la humanidad a la Palabra de Dios encarnada y donada a sí misma como Pan de Vida eterna. En la Visitación de la Virgen a Isabel está representado místicamente el encuentro entre la Iglesia y un alma cualquiera, y por eso se pueden aplicar a este encuentra estas palabras que el Beato Francisco Palau pone en boca de la Iglesia: “Yo soy la Mujer del Cordero, soy la Congregación de los justos militantes sobre la tierra, bajo Cristo, mi cabeza, soy tu Reina, soy tu Esposa, soy tu Madre, soy Hija y, correspondiendo a tu amor, vengo a ti, estoy contigo en esta soledad (...) Yo soy una realidad (...) existo, vivo con vida propia, tengo cabeza (Jesús) y miembros que constituyen mi cuerpo moral (...) Mando y gobierno en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra. Soy la Señora del Universo, las criaturas todas me sirven. Tengo lengua y hablo (“A quien vosotros oye a mí me oye”), oídos y oigo lo que se me dice; tengo ojos y veo, tengo manos y obro, pies y ando. Yo soy el objeto único de amor, capaz de llenar el vacío inmenso del corazón humano, soy lo infinitamente bello y reúno en mí todas las bellezas creadas, como imagen viva del mismo Dios; y fuera de mí (fuera de la Iglesia) no hay felicidad posible para el hombre”[1].

En el misterio del tiempo y de la historia, en el misterio de la espera del Salvador, María Iglesia continúa visitando, por la misión y por la misa, a la humanidad que espera a su Dios, y continúa donando el fruto de sus entrañas, el Pan de Vida eterna, el cuerpo de Jesús Sacramentado, surgido del Espíritu del Amor de Dios.


[1] Cfr. Josefa Pastor Miralles, María, tipo perfecto y acabado de la Iglesia en el pensamiento y experiencia de Francisco Palau, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1978, 104-105.

sábado, 30 de abril de 2011

La Virgen María es Madre de la Divina Misericordia

Jesús Misericordioso recibió misericordia,
en cuanto hombre,
de su Madre, María Santísima,
y en cuanto Dios encarnado,
infinitamente misericordioso,
nació de María Virgen.
Por eso la Virgen
es Madre de la Divina Misericordia
y Maestra de Misericordia,
porque nos enseña a ser misericordiosos,
como Ella para con su Hijo Jesús.

La misericordia, la caridad, la compasión para con el prójimo y el amor para con Dios, son la esencia de la religión católica. Es por eso que la Iglesia recomienda a sus hijos vivir esa misericordia y esa caridad con obras concretas dirigidas al prójimo. Para eso, la Iglesia se basa en la parábola de Jesús, en donde Jesús se pone en la persona del prójimo: “Tuve hambre, sed, era forastero, estuve encarcelado… todo lo que hicisteis o dejasteis hacer con uno de estos pequeños, conMigo lo hicisteis o lo dejasteis de hacer” (cfr. Mt 23, 37-40).

Sin caridad, sin misericordia, la religión se vuelve un instrumento desafinado, una sombra sin luz, una parodia de la verdadera religión, una piedra lanzada al rostro, en vez de la mano tendida en ayuda, un insulto a Dios, en vez de la alabanza y la adoración, un sepulcro que aloja restos en descomposición, y no vida nueva en el Espíritu.

¿Dónde aprender la misericordia para con nuestro prójimo? Por supuesto que en el mismo Jesús, que da una muestra máxima de misericordia en la cruz, donando su vida por nosotros. También de los santos, como por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta, que puede decirse que fue una prolongación de la misericordia misma de Jesús en la tierra.

Pero la primera en obrar la misericordia, y no con un prójimo cualquiera, sino con su Hijo, que era Dios encarnado, es la Virgen María[1].

María obró con su Hijo Jesús todas las obras de misericordia: le dio de comer y de beber, lo nutrió con su substancia materna, lo alojó en un hospedaje especialísimo, su seno virgen materno, allí el peregrino en la tierra, el Verbo Eterno del Padre, recibió hospedaje por nueve meses, lo vistió, al nacer, con pañales, y para afrontar dignamente la Pasión, le tejió una túnica inconsútil, y al encarnarse, le proveyó un vestido especialísimo, una naturaleza humana; para que pudiera entregarse como Pan de Vida eterna, lo alimentó como Madre amorosa durante treinta años, con alimentos caseros, los mejores que hay, y más cuando son preparados por una Madre; cuando estuvo perdido en el templo, lo buscó y lo encontró, cuando estuvo encarcelado y cuando era conducido al patíbulo, lo reconfortó con su Presencia de Madre amorosa y dedicada. Incluso obró con su hijo la piadosa tarea de sepultar a los muertos, y nada menos que con el Hijo de su Corazón: después de muerto en la cruz, Ella lo llevó, con los discípulos, al sepulcro de piedra, y lo lloró con un llanto amargo e insondable por tres días.

María es la fuente de la misericordia, es la Madre de la Divina Misericordia, porque de Ella nació Dios Hijo encarnado, que es la encarnación de la Misericordia y del Amor divino. María es también nuestro modelo y nuestra Maestra de Misericordia, porque nos enseña a ser misericordiosos para con el prójimo más necesitado, así como Ella fue misericordiosa para con su Hijo Jesús, que era Dios, pero también bebé recién nacido, niño, joven, adulto, y fue el Hombre-Dios agonizante en la cruz, que recibió de María Santísima los últimos cuidados y las últimas atenciones, antes de morir.

La esencia de la religión católica es el amor a Dios y al prójimo, amor que se proclama no desde el ambón ni con palabras, sino con obras, como las obras que Ella hizo con su Hijo Jesús, y aunque no deben ser obradas esperando ninguna recompensa, María y Jesús recompensan a quienes las obren.


[1] Cfr. Laureano Castán Lacoma, Las Bienaventuranzas de María, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid4 1976, 157ss.