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martes, 2 de noviembre de 2021

La Eucaristía, nuestro tesoro

 



         Afirma el Manual del Legionario que “la Eucaristía es el centro y la fuente de la gracia” y que “ninguna actividad apostólica tiene valor alguno si no se tiene en cuenta que el principal objetivo es establecer el reino de la Eucaristía en todos los corazones”[1]. La razón por la que la Eucaristía es el “centro y fuente de la gracia” es que no se trata de un trozo de pan, como aparece a los sentidos, sino del Hombre-Dios Jesucristo, la Segunda Persona de la Trinidad, oculta en apariencia de pan. Puesto que el Hijo de Dios es, en cuanto Dios, la Gracia Increada, es Él en la Eucaristía la Fuente de toda gracia que recibe el alma para su santificación; por eso es que es el “centro y fuente de la gracia”. En otras palabras, si la Eucaristía fuera solamente un poco de pan bendecido, no podría, de ninguna manera, irradiar la gracia, tal como lo hace, desde el Sagrario, desde el Altar Eucaristía.

         Otro elemento importante que nos hace considerar el Manual es cuál es el objetivo final de todo apostolado, no solo de la Legión, sino de toda la Iglesia y es el de “establecer el reino de la Eucaristía en los corazones”. Una vez más, esto no sería posible si la Eucaristía no fuese Cristo Dios en Persona: porque la Eucaristía es Cristo, Rey de los corazones, es que debe ser entronizada, por la persona, en su propio corazón, sin dar lugar a nadie más, para que sólo Cristo Eucaristía sea el Único Rey del corazón del cristiano. Así como el Sagrado Corazón debe ser entronizado en cada hogar y en cada familia de nuestra Patria y así como debe ser entronizado como Rey de la Patria, de la Nación Argentina, así la Eucaristía, que es mismo Rey Jesús, debe ser entronizada en el corazón de cada bautizado.

         Afirma el Manual que la Eucaristía es “el bien infinito” y por eso, el tesoro más preciado, porque se trata del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que arde en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo y ese Amor es infinito y eterno, por ser el Amor de Dios, el Amor del Padre y del Hijo. Es por esto que la Eucaristía no se compara con nada y nada en el universo visible o invisible, merece ser más amado que la Eucaristía, porque nada debe ser más amado que el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         La Eucaristía, dice el Manual, “no es mera figura de su Persona”, sino que es la Persona misma del Hijo de Dios, tal como se encuentra glorificado en los cielos, sólo que en la Eucaristía se encuentra oculto a los ojos del cuerpo, aunque “visible” a los ojos de la fe.

         Por esta razón, el legionario debe considerar a la Eucaristía como el centro y la raíz de su vida y como el tesoro más preciado, más valioso que todo el oro y la plata del mundo. Al comulgar, entonces, no lo hagamos de forma distraída o mecánica, sino que recibamos la Sagrada Eucaristía con fervor, con piedad y, sobre todo, con todo el amor y la adoración de los que seamos capaces.



[1] Cfr. VIII, 4.

jueves, 7 de noviembre de 2019

María, Mediadora de todas las gracias



Dios Uno y Trino es la Gracia Increada y el Creador de toda gracia participada. En la gracia y por la gracia se nos concede la participación en la vida de Dios Trinidad, por lo que no hay mayor don para el hombre en esta vida, que la gracia santificante. Si un hombre recibiera en herencia todos los reinos de la tierra con sus riquezas inmensas, todas ellas no valdrían lo que la más pequeña gracia, porque el valor de la gracia supera a los bienes de la tierra más que la distancia que hay entre cielos y tierra. Por eso, quien recibe una gracia, se puede considerar como el más afortunado de todos los hombres, incluso de los hombres más poderosos y ricos de la tierra. Un mendigo, que reciba una gracia, por ínfima que sea, es más afortunado que los hombres más ricos del planeta, porque la gracia nos hace participar de la vida de Dios Trinidad, en tanto que los bienes materiales no. Es en Dios Uno y Trino en donde se encuentra, por lo tanto, aquello que nos hace dichosos en esta vida, como anticipo de la dicha de la vida eterna: la gracia santificante.
Ahora bien, Dios es bondadoso y quiere darnos su gracia; sin embargo, si nosotros acudimos por nosotros mismos a pedir las gracias, con toda seguridad seremos rechazados, a causa de nuestra indignidad, tal como nos enseñan los santos. Sin embargo Dios, en su infinita bondad, arregló las cosas de tal manera que las gracias llegaran a nosotros, aun a pesar de nuestra indignidad. ¿Qué hizo Dios? Lo que hizo fue crear a la creatura más hermosa y bondadosa de todas, dejarla a salvo del pecado original, en mérito a la Pasión de Jesús, y nombrarla como Madre de todos los hombres: esa creatura, para la cual no hay alabanza suficientemente digna y grande, es la Virgen María, a la cual Dios Hijo nos la dio como Madre nuestra antes de morir en la Cruz, cuando le dijo al Evangelista Juan: “Hijo, he ahí a tu Madre”. Y como en Juan estábamos representados todos los hombres, no solo Juan la tuvo por Madre, sino todos nosotros, todos los hombres pecadores. Y puesto que la Virgen Santísima, Nuestra Madre del Cielo, estuvo unida a su Hijo Jesús durante toda su Pasión, convirtiéndose en Corredentora al unirse místicamente a su misterio pascual de muerte y resurrección, es también, por designio divino, la Mediadora de todas las gracias, necesarias para nuestra eterna salvación. Y esto de manera tal que no hay gracia, por pequeña o grande que sea, que no provenga de Dios Uno y Trino y no pase por María Santísima. En otras palabras: cualquier gracia, por pequeña o grande que sea, proviene de Dios como de su Fuente, pero pasa por el Inmaculado Corazón de María como su canal, para poder llegar hasta nosotros. Esto quiere decir que cualquier gracia que necesitemos, del orden que sea, pasa indefectiblemente por María, Mediadora de todas las gracias. A Ella, que es Nuestra Madre amantísima del Cielo, nos dirigimos entonces para pedirle todas las gracias que necesitamos para nuestra eterna salvación, para la salvación de nuestros seres queridos y para la salvación del mundo entero.

martes, 16 de diciembre de 2014

“Ven, Espíritu Santo, desciende sobre tu Iglesia, cúbrenos con tu sombra, tráenos el don de tu amor, el Hijo del Padre, Jesús Eucaristía, el Hombre-Dios”


“El Espíritu Santo descenderá sobre Ti” (cfr. Lc 1, 26-38). María ya había recibido al Espíritu Santo en su propia concepción, por eso es que había nacido no solo sin pecado original, sino con la plenitud de la gracia, por la inhabitación de la Gracia Increada, el Espíritu de Dios. Es decir, el Espíritu Santo, sin que medie anuncio alguno, había descendido ya sobre María Santísima, para convertirla en su morada.
Pero ahora el ángel le anuncia algo distinto: el Espíritu Santo, que inhabita en Ella, descenderá sobre Ella y en este descenso habrá un misterio insondable, que la convertirá en la morada del Hijo del Padre. El Espíritu Santo, que inhabita en Ella, descenderá sobre Ella y le traerá algo, un don de Dios Padre, y es nada menos que un Hijo, pero no un hijo de hombre, no un hijo humano, sino el Hijo que es el Hijo Unigénito y eterno del Padre eterno.
“El Espíritu Santo descenderá sobre Ti”. El descenso del Espíritu Santo sobre María Santísima lleva a su misterioso cumplimiento el designio divino sobre Ella: ser la depositaria de la Palabra eterna encarnada. El descenso del Espíritu Santo eleva a María a morada del Altísimo, a Tabernáculo del Verbo del Padre, que habita en una luz inaccesible.
El descenso del Espíritu Santo sobre María, que la convierte en Templo del Cordero, la vuelve, aunque se encuentre en la tierra, en Palestina, en imagen de la Jerusalén celestial, la Jerusalén del cielo, en donde reina el Cordero Pascual.
María inhabitada por el Espíritu y Templo del Hijo del Padre, es imagen de la Iglesia triunfante, en donde el Cordero, sacrificado por el Padre para donar el Amor divino, habita en esta Iglesia así como habitó en el seno virgen de su Madre, María.
Al igual que sucede con María en la tierra de Palestina, que desciende sobre Ella trayéndole el don del Hijo de sus entrañas, que es el Hijo del eterno Padre, revestido de Hombre, y la eleva de esta manera, estando todavía en la tierra, al seno mismo de Dios Trino, así sucede con la Iglesia peregrina en la tierra: el Espíritu Santo desciende sobre la Iglesia, en la consagración, la cubre con su sombra, y le trae el Hijo de sus entrañas, el Hombre-Dios, que procede eternamente del Padre, revestido de pan, y la eleva a una altura más alta que los cielos más altos, el seno mismo de Dios Trino.
El Espíritu Santo desciende sobre María y la cubre con su sombra, y desciende también sobre la Iglesia, de quien María es figura, cubriéndola también con su sombra.

Como hijos de la Iglesia, elevamos, desde este valle de dolor y lágrimas, con el corazón contrito y oprimido por el dolor: “Ven, Espíritu Santo, desciende sobre tu Iglesia, cúbrenos con tu sombra, tráenos el don de tu amor, el Hijo del Padre, Jesús Eucaristía, el Hombre-Dios”.

miércoles, 18 de enero de 2012

Los misterios de la Virgen María (III)



“Y entrando ante ella, el ángel dijo: ‘Alégrate, Llena de gracia’” (Lc 1, 28). Mientras los hombres dan un nombre a la Madre de Jesús –“El nombre de la Virgen era María” (Lc 1, 27)-, el ángel saluda a la Virgen con otro nombre, dado por Dios: “Alégrate, Llena de gracia”. Para el Pueblo Elegido, el nombre era muy importante, puesto que era sinónimo de la persona[1]. En el caso de la Virgen María, es doblemente importante, desde el momento en que es un nombre puesto por el mismo Dios, y porque cuando Dios pone un nombre, realiza al mismo tiempo lo que significa[2]. ¿Qué quiere decir entonces este nombre, “llena de gracia”?
Para el evangelista Lucas, “gracia” quiere decir tanto hermosura y belleza física, externa, como también la hermosura y la belleza interior, concedidas por el favor y la benevolencia divina. En el caso de la Virgen María, “gracia” significa ambas cosas, puesto que María es la creatura más hermosa jamás creada por Dios, es Aquella que por su belleza deslumbra no solo a los ángeles sino al mismo Dios. María es la “llena de gracia” porque todo en Ella es amor, bondad, donaire, benevolencia; María es “llena de gracia” porque supera en hermosura a todos los ángeles y a todos los santos juntos, y la distancia entre su hermosura y la de los ángeles y santos es tan distante de la nuestra como dista la de Ella con la de Dios.

Pero hay algo más en el nombre dado por Dios, y es que Dios decide darle este nombre porque María, desde su Concepción, es ya hermosa, porque es concebida inmaculada, sin mancha de pecado original, esto es, sin malicia, sin capacidad de pensar, desear, obrar el mal, y no solo eso, sino que al no estar inficionada por el pecado original, María Santísima solo piensa, desea y obra el bien, lo cual quiere decir que solo piensa en Dios, solo ama a Dios, y solo obra por Dios y para Dios. Y porque Ella es Inmaculada, La sin mancha, es que es también la “Llena de gracia”, porque la hermosura resplandeciente de su Corazón sin mancha atrae al Amor de Dios, el Espíritu Santo, que al verla tan admirablemente hermosa, decide hacer de su Corazón su morada, y es esto lo que significa en última instancia: “Llena de gracia”: “Llena del Espíritu Santo”. María, creada en gracia, sin mancha de pecado original, atrae al Amor divino, que decide tomar posesión del Corazón de María y hacer de este Corazón puro y hermoso su más agradable morada. La creada en gracia se vuelve morada de la Gracia Increada.

¿Y nosotros? ¿No somos hijos de la Virgen? ¿No estamos también llamados a imitar a nuestra Madre del cielo? Por supuesto, pero aquí se nos presenta un escollo insalvable: nacimos no en gracia, sino con el pecado original, lo cual aleja al Espíritu Santo de nuestros corazones. ¿Esto quiere decir que nunca podremos ser parecidos a nuestra Madre? Sí, porque la Santa Madre Iglesia viene en nuestro auxilio, y por el sacramento de la confesión, nuestra alma queda en gracia, y por el sacramento de la Eucaristía, nuestra alma se llena de la Gracia Increada, Jesús. Por la Confesión y la Eucaristía, sí podemos ser como María, “llenos de gracia”.


[1] Cfr. Lesètre, Nom., en Dict. Biblique, t. 4; en Lucien Deiss, María, Hija de Sión, 104.
[2] Cfr. Lucien Deiss, María, Hija de Sión, Ediciones Cristiandad, Madrid 1964, 104ss.