El Prólogo del Evangelio de San Juan es el que describe, con
asombrosa claridad, el misterio de la Encarnación del Verbo, el hecho más
grandioso jamás acontecido en la historia de la Creación, comprendida la
creación de los creaturas tan excelsas como los ángeles. El Evangelista San
Juan, precisamente caracterizado por un águila, se eleva, así como el águila
hacia el sol, a la contemplación del Sol de justicia, Cristo Jesús, que en
cuanto Verbo de Dios, procede del Padre, Origen Increado de la Trinidad, desde
la eternidad, recibiendo del Padre su misma naturaleza divina y participando de
su mismo Acto de Ser divino trinitario, y es por esta razón que lo describe
como Dios igual al Padre: “En el principio era el Verbo (…) el Verbo estaba
junto a Dios (…) el Verbo era Dios”. Y del mismo modo a como el águila, en su
vuelo majestuoso en el cielo, contempla al sol con su mirada fija, y desde el
mismo cielo, contempla luego la tierra, así también el evangelista Juan, luego
de contemplar al Verbo de Dios en unión consubstancial con el Padre, lo
contempla en su realidad terrena, como Palabra de Dios encarnada, que adquiere
un cuerpo humano y un alma humana para habitar entre los hombres: “Y el Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros”. El mismo Verbo que “estaba junto a Dios”
desde la eternidad, que “era Dios” y, en cuanto Dios, Espíritu Purísimo, es el
mismo Verbo que, revistiéndose de carne, se vuelve accesible y visible,
pudiendo así ser captado por los sentidos del hombre, apareciendo como un
hombre más entre tantos –sus contemporáneos lo llamaban “el hijo del carpintero”,
“uno de nosotros”, “el Hijo de María”-, aunque la razón por la cual el Verbo se
reviste de carne, es para poder ofrecerse a sí mismo, como Víctima Pura y
Santa, en el altar de la cruz, en el Calvario, y continuar ofreciéndose cada
vez, en la Cruz del altar, en la Santa Misa, como Carne de Cordero de Dios,
embebida en el Espíritu Santo, la Eucaristía.
Pero el prólogo del Evangelio de San Juan se complementa con
el Evangelio de la Anunciación, en el que el Arcángel Gabriel le anuncia a la
Elegida desde la eternidad, la Virgen Santísima, que si Ella acepta, será la
Madre de Dios, porque el Lugar Purísimo en la tierra, en el que el Verbo de
Dios habrá de revestirse de carne, es su seno virginal. Con su “Sí”, con su “Fiat”
a la voluntad del Padre, la Virgen, concibiendo por el Espíritu Santo, se
convierte en la Custodia Purísima y Viviente, que aloja en su seno el Cuerpo,
la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Es en el vientre
purísimo de María en donde el Verbo de Dios se aloja, iniciando Él, que es el
Verbo Eterno del Padre, su vida terrena: sin dejar de ser Dios Hijo, se
implanta en el útero de María Virgen como cigoto humano, como cualquier otro
cigoto humano –el ovocito fecundado-, con la salvedad de que los genes paternos
no son aportados por varón alguno, sino que son creados en el mismo instante de
la Encarnación. Así, el Verbo de Dios, el Creador de cielos y tierra, comienza
a vivir en la tierra en el seno purísimo de María, comenzando desde la etapa de
cigoto, hasta llegar a los nueve meses -pasando por todos los estadios
intermedios embrionarios-, al cabo de los cuales será dado a luz de forma
milagrosa, “como un rayo de sol atraviesa el cristal”, dejando intacta la
virginidad de su Madre.
En la Solemnidad de la Anunciación, adoremos entonces al que
es la Palabra y se ha hecho carne por nosotros, en el seno virgen de María
Santísima, para entregar su Cuerpo en la Cruz en sacrificio expiatorio, y para
continuar donándose a sí mismo, como Pan de Vida eterna en la Eucaristía.