(Nota: el sacrílego acto, la incineración de una imagen de Nuestra Señora de Luján, sucedió a comienzos del mes de marzo en la localidad de Escaba, provincia de Tucumán, Argentina).
Cuando se produce un hecho sacrílego, como es el atentar
contra la imagen de la Madre de Dios –en este caso, la Virgen de Luján-, es
necesario hacer una serie de consideraciones y reflexiones, a fin de reparar el
horrible hecho.
Ante todo, conviene recordar la Escritura en el pasaje que
dice: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los
Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo
tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef, 6, 13). La Escritura nos advierte,
desde el inicio, que nuestros verdaderos enemigos contra los cuales debemos
luchar, no son nuestros prójimos, seres humanos de carne y hueso, sino contra
los ángeles caídos, los ángeles rebeldes y apóstatas que buscan, de todas las
formas posibles, nuestra condenación. Esto es necesario tenerlo en cuenta
porque nuestra actitud de cristianos para con aquellos hermanos nuestros que
hayan cometido el acto sacrílego, debe estar guiada por el mandato de Cristo: “Amad
a vuestros enemigos y rezad por quienes os persiguen” (Mt 5, 44). No significa que debemos condescender con su pecado de
sacrilegio y hacer como si nada hubiera pasado: lejos de eso, y valorando la
gravedad inmensa del daño realizado y por lo tanto del estado de su alma,
debemos rechazar todo sentimiento de venganza e implorar la misericordia divina
pidiendo por su conversión y contrición perfecta. Nuestro prójimo, a su vez,
arreglará sus cuentas con Dios, porque “de Dios nadie se burla” (Gál 6, 7) y nada se escapa a su Justicia
Divina. Precisamente, para que esa Justicia Divina sea benigna y para que sobre
nuestro prójimo se descargue la Divina Misericordia y no la Justicia Divina, es
que debemos rezar e implorar su perdón y su conversión.
Por otro lado, debemos tener en cuenta la gravedad del acto
en sí mismo y saber que, si bien no estamos al tanto de las intenciones últimas
de quien realizó un acto de esta gravedad, lo que sí podemos afirmar es que un
atentado contra Jesucristo, la Virgen, los Santos, la Iglesia Católica, implica
siempre algo más que un delito que deba ser resuelto por la justicia humana:
implica la acción del odio preternatural del Ángel caído que, aprovechándose de
nuestra humana debilidad, incita a nuestros hermanos que andan “en tinieblas y
en sombras de muerte” a cometer estos actos vandálicos. No sabemos si quien
perpetró el hecho lo hizo movido por el deseo de un pacto satánico, porque bien
puede suceder que sea totalmente inconsciente y ajeno a esto. Pero lo que sí
sabemos es que siempre, detrás de este tipo de acciones, está la instigación
demoníaca, es decir, detrás de estos hechos, si bien el ejecutor material es el
hombre, el ejecutor formal y el autor intelectual es, siempre y en todo caso,
el demonio. Que sea una acción concertada por una secta satánica; que sea parte
de un pacto satánico aislado de la persona, no lo sabemos, pero siempre está el
Demonio, la Serpiente Antigua, detrás del ataque a las imágenes religiosas,
sobre todo, las de la Virgen.
Otro hecho a considerar es que, cuando sucede algo así, el
cristiano tiene un deber de justicia y de caridad que lo obliga a reparar la
ofensa sufrida por la Virgen, como en este caso, según la sentencia de Santo
Tomás de Aquino: “Callar las injurias contra la propia persona es virtud;
callar las injurias contra Dios, es suma impiedad”.
En esta Santa Misa de reparación, pediremos por lo tanto la
gracia de la contrición perfecta del corazón para quien perpetró este horrible
sacrilegio, además de reparar y pedir perdón, no solo por este hecho, sino
también por nuestras propias faltas, cometidas casi siempre de manera
inconsciente –“el justo peca siete veces al día” dice la Escritura[1]- o
no, pero que también necesitan reparación.
En esta Santa Misa ofrecida en reparación, unámonos, en espíritu
y en verdad, al Cordero de Dios, Cristo Jesús, que desciende sobre el altar con
su cruz en la consagración para entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar
su Sangre en el Cáliz y hagámoslo con el mismo amor con el que la Virgen
Santísima, al pie de la cruz, ofreció a su Hijo y se ofreció a sí misma por nuestra
salvación y la de todo el mundo.