(Ciclo
A – 2017)
¿Por qué razón la Iglesia, con su sabiduría celestial,
coloca una de las solemnidades más importantes en el mismo inicio del año
civil? ¿Es una coincidencia?
No, no es una coincidencia; es una solemnidad colocada exprofeso
al inicio del año civil, y por una razón muy especial. Para conocer esta razón,
debemos profundizar en aquello que celebramos en la solemnidad, y es en la
condición de María Virgen como Madre de Dios. Que María sea “Madre de Dios”
significa que es, verdaderamente, la Madre de Dios Hijo, la Segunda Persona de
la Santísima Trinidad, porque aunque el Verbo de Dios procede eternamente del
Padre, al venir a nuestro mundo lo hizo por medio de la Encarnación, es decir,
asumiendo un cuerpo y un alma humanos y nació de María Virgen, constituyéndose
la Virgen, en el mismo momento del Nacimiento, en la Madre de Dios, porque
enseña Santo Tomás que se llama “madre” a quien da a luz a una persona, y en
este caso, la Virgen dio a luz en el tiempo al Dios Eterno, la Persona Segunda
de la Santísima Trinidad. En otras palabras, si bien Jesús es Dios Eterno y, en
cuanto tal, es desde siempre, al venir a este mundo, lo hizo a través de María
Santísima, luego de asumir nuestra naturaleza humana, y como es la Segunda
Persona de la Trinidad, al nacer como un Niño y al dar a luz María a una
Persona, se convirtió así la Virgen, sin dejar de ser Virgen, en la Madre del
Dios Eterno, Cristo Jesús.
Es necesario hacer esta digresión para comprender el porqué
de tan grande solemnidad al inicio del año civil: Jesús, el Niño Dios, de quien
María es Madre, es Eterno, es su misma eternidad, y al entrar en el tiempo
terreno, humano, es decir, al entrar en la historia de la humanidad, todo el
tiempo y toda la historia humana –el tiempo y la historia de cada hombre en
particular- queda “impregnado”, por así decir, de esta eternidad, de manera tal
que el rumbo de la historia humana, luego de la Encarnación del Verbo Eterno de
Dios, es esencialmente distinto al rumbo previo a la Encarnación: antes de la
Encarnación, el hombre –y lo que le pertenece, el tiempo-, estaba fuera de la
eternidad de Dios; luego de la Encarnación, y al asumir el Dios Eterno el
tiempo humano, toda la historia humana y la historia personal de cada hombre,
adquiere un nuevo rumbo, un nuevo horizonte, un nuevo destino, que antes no lo
tenía, y es la eternidad divina.
Esto quiere decir
que, con su Encarnación, Dios Hijo ha santificado nuestra naturaleza humana –menos
el pecado- y ha santificado por lo tanto el tiempo humano, haciéndolo partícipe
de su eternidad. Desde la Encarnación, todo segundo, todo minuto, toda hora,
todo día, todo mes, todo año y todos los años del hombre, de cada hombre,
adquieren un nuevo sentido, y es el de dirigirse a la eternidad divina o,
mejor, a Dios, que es su misma eternidad.
Si antes de la Encarnación, cada segundo vivido en esta
tierra era un segundo que nos apartaba más de Dios, luego de la Encarnación,
cada segundo, si es vivido en la gracia de Dios, es un segundo que nos acerca a
la eternidad, a Dios, que es la eternidad en sí misma.
Y esta es entonces la razón por la cual la Iglesia coloca a
esta gran solemnidad de la Madre de Dios al inicio del Año Nuevo civil o
secular: para que Ella, por quien vino a nuestro mundo y a nuestro tiempo el
Dios Eterno, Cristo Jesús, custodie, bendiga y proteja con su amor maternal y
celestial, cada segundo del año que se inicia, para que sea un año vivido, en
cada segundo, en cada minuto, en cada hora, en cada día, en gracia y de cara a
la eternidad, al encuentro del Dios Eterno, Cristo Jesús, que nos espera al
final de nuestro paso por la tierra.
Al
iniciar el primer segundo de este nuevo año, consagremos nuestra vida y nuestro
tiempo a la Madre de Dios, de manera que sea un verdadero Año Feliz, pero no
con la felicidad mundana, sino con la felicidad de saber que, más allá del
tiempo, nos espera su Hijo, Cristo Jesús, en la eternidad. La Iglesia coloca
esta solemnidad al inicio del año nuevo para que consagremos a María todo el
año, para que Ella de cada segundo, para mayor gloria de Dios.