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viernes, 13 de mayo de 2022

Las Apariciones de Fátima confirman la fe de la Iglesia en la existencia del Infierno como lugar de castigo eterno para los impenitentes

 



Muchos malos católicos, entre ellos, sacerdotes y laicos, niegan verdades de fe cuando enseñan el Catecismo, por el falso escrúpulo de no “traumatizar” o “escandalizar” a los que reciben la formación catequética. Pero entonces, ¿qué podemos decir de la Virgen María, quien fue Ella la que llevó a los niños al Infierno, para que tuvieran una experiencia mística del mismo? Es decir, la Virgen no les habló simplemente del Infierno, sino que los llevó a ese lugar y los hizo contemplar su horror. Si la Virgen hace esto, nosotros no podemos, de ninguna manera, omitir la enseñanza de la Iglesia acerca de esta verdad de fe.

Dentro del contexto de las Apariciones, el 13 de julio de 1917 la Virgen de Fátima mostró a los tres pastorcitos Lucía, Francisco y Jacinta, en la Cova da Iria (Portugal), una visión del infierno que muestra las trágicas consecuencias que trae la falta de arrepentimiento y lo que espera en el mundo invisible a quienes no se convierten[1]. Esta visión, mostrada en la tercera de las apariciones de Fátima, dio a conocer a los pequeños un secreto en tres partes. En la primera parte del secreto, donde el infierno fue mostrado, Nuestra Señora les dio a los niños una manera de ayudar a otros para que no se condenen: “Hagan sacrificios por los pecadores, y digan seguido, especialmente cuando hagan un sacrificio: Oh Jesús, esto es por amor a Ti, por la conversión de los pecadores, y en reparación por las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de María”. La Virgen les enseña a los niños a hacer sacrificios y a rezar para precisamente evitar que los pecadores caigan en el Infierno.

En el libro La verdadera historia de Fátima del P. John de Marchi, se relata cómo el padre de la pastorcita Jacinta, Ti Marto, presenció lo ocurrido en Cova da Iria aquel día. Recordó que “Lucía jadeó de repente horrorizada, que su rostro estaba blanco como la muerte y que todos los que estaban allí la oyeron gritar de terror frente a la Virgen Madre, a quien llamaba por su nombre. Los niños miraban a su Señora aterrorizada, sin palabras, e incapaces de pedir socorro por la escena que habían presenciado”. Tiempo después y a petición del obispo de Leiría, Sor Lucía describió cómo fue la visión: “Mientras Nuestra Señora decía estas palabras abrió sus manos una vez más, como lo había hecho en los dos meses anteriores. Los rayos de luz parecían penetrar la tierra, y vimos como si fuera un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban demonios y almas en forma humana, como tizones transparentes en llamas, todos negros o color bronce quemado, flotando en el fuego, ahora levantadas en el aire por las llamas que salían de ellos mismos junto a grandes nubes de humo, se caían por todos lados como chispas entre enormes fuegos, sin peso o equilibrio, entre chillidos y gemidos de dolor y desesperación, que nos horrorizaron y nos hicieron temblar de miedo (debe haber sido esta visión la que hizo que yo gritara, como dice la gente que hice). Los demonios podían distinguirse por su similitud aterradora y repugnante a miedosos animales desconocidos, negros y transparentes como carbones en llamas. Horrorizados y como pidiendo auxilio, miramos hacia Nuestra Señora, quien nos dijo, tan amablemente y tan tristemente: ‘Ustedes han visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Es para salvarlos que Dios quiere establecer en el mundo una devoción a mi Inmaculado Corazón. Si ustedes hacen lo que yo les diga, muchas almas se salvarán, y habrá paz’”.

Luego, después de la visión, María les indicó una oración esencial para ayudar a los pecadores: “Cuando ustedes recen el Rosario, digan después de cada misterio: Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu infinita Misericordia”. El P. de Marchi señaló que los niños comprendieron por qué la Virgen de Fátima pidió orar y hacer sacrificios por los pecadores. “Haz esto”, decía la Señora. “Es una cosa grande, buena y amorosa, y agradará a Dios que es Amor”.

A partir de la visión del Infierno, los niños comprendieron que sus oraciones y sacrificios tenían una enorme importancia para salvar almas y evitar que cayeran en ese lago de fuego. A partir de entonces, rezaron constantemente, todos los días, haciendo sacrificios y penitencias por las almas de los que no se convierten a Cristo, de los que faltan a Misa por pereza, de los que viven en el pecado en cualquiera de sus formas.

Además de la visión del infierno del 13 de julio de 1917, el mensaje de la Virgen de Fátima indica que se debe orar el Rosario todos los días, hacer sacrificios y orar por los pecadores, practicar la devoción de los 5 primeros sábados de mes en honor del Inmaculado Corazón de María, y la consagración personal también a su Inmaculado Corazón.

Esta visión del Infierno nos confirma la enseñanza bimilenaria de la Iglesia de la existencia de ese lugar de castigo, nos enseña que ese lugar no está vacío, pero nos enseña también que, por amor a esas almas, debemos rezar el Rosario, hacer penitencia y consagrarnos al Inmaculado Corazón de María, para que las almas no se condenen eternamente en el Infierno, sino que se salven y vayan al Reino de los cielos, junto con Jesús y María.

 

miércoles, 12 de mayo de 2021

Las Apariciones y enseñanzas de Nuestra Señora de Fátima

 



         En el año 1917 se produjeron una de las más grandiosas apariciones de la Madre de Dios en la historia de la Iglesia. Estas apariciones estuvieron precedidas por las apariciones, a su vez, de un Ángel, quien se presentó a sí mismo como “El Ángel de la Paz” y también “El Ángel de Portugal”.

         Estas apariciones nos dejaron numerosas enseñanzas:

         Por un lado, el Ángel les enseña a adorar la Presencia Sacramental de Jesucristo en la Eucaristía, dictándoles dos oraciones de adoración a Jesús Sacramentado y enseñándoles en la práctica cómo adorar con el cuerpo, postrándose él mismo, el Ángel, ante Jesús Eucaristía. Una de las oraciones del Ángel dice así: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os  pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”. La otra oración que les enseña el Ángel es: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”. Estas oraciones, profundamente eucarísticas, mantienen su plena vigencia, hoy más que nunca, debido a las innumerables profanaciones y sacrilegios que sufre, día a día, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y es por eso que es muy conveniente rezar estas oraciones en las Horas Santas, en la Adoración Eucarística al Santísimo Sacramento del altar.

         Por otra parte, la Virgen les proporciona numerosas enseñanzas a los Pastorcitos:

         El rezo del Santo Rosario y su importancia para la conversión de los pecadores; la existencia del Infierno, haciéndolos participar, místicamente, de la realidad del Infierno, al llevarlos al Infierno y hacerlos contemplar cómo las almas de los condenados caían en el lago de fuego y fluctuaban como “copos de nieve”: al respecto, la Beata Sor Lucía describe así la experiencia del Infierno: “Mientras Nuestra Señora decía estas palabras abrió sus manos una vez más, como lo había hecho en los dos meses anteriores. Los rayos de luz parecían penetrar la tierra, y vimos como si fuera un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban demonios y almas en forma humana, como tizones transparentes en llamas, todos negros o color bronce quemado, flotando en el fuego, ahora levantadas en el aire por las llamas que salían de ellos mismos junto a grandes nubes de humo, se caían por todos lados como chispas entre enormes fuegos, sin peso o equilibrio, entre chillidos y gemidos de dolor y desesperación, que nos horrorizaron y nos hicieron temblar de miedo (debe haber sido esta visión la que hizo que yo gritara, como dice la gente que hice). Los demonios podían distinguirse por su similitud aterradora y repugnante a miedosos animales desconocidos, negros y transparentes como carbones en llamas. Horrorizados y como pidiendo auxilio, miramos hacia Nuestra Señora, quien nos dijo, tan amablemente y tan tristemente: ‘Ustedes han visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Es para salvarlos que Dios quiere establecer en el mundo una devoción a mi Inmaculado Corazón. Si ustedes hacen lo que yo les diga, muchas almas se salvarán, y habrá paz’”. Luego, después de la visión, María les indicó una oración esencial para ayudar a los pecadores: “Cuando ustedes recen el Rosario, digan después de cada misterio: Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu infinita Misericordia”.

Además, la Virgen les enseña el valor del sacrificio, de la penitencia, de la mortificación y del ayuno, como vías de crecimiento en santidad personal y también para la conversión de las almas más necesitadas de la gracia de Dios, los pecadores: “Hagan sacrificios por los pecadores, y digan seguido, especialmente cuando hagan un sacrificio: Oh Jesús, esto es por amor a Ti, por la conversión de los pecadores, y en reparación por las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de María”; también les advierte acerca del peligro del Comunismo y de cómo este régimen satánico, despiadado y ateo habría de “propagar sus errores por todo el mundo”, tal como sucedió y tal como está sucediendo en la actualidad: desde que se implementó en Rusia por medio de una sangrienta revolución, el Comunismo ha esparcido el ateísmo, la violencia y la lucha de clases por todo el mundo, provocando desde entonces hasta ahora un genocidio de más de ciento cincuenta millones de muertos, sin contar los cuatrocientos millones de muertos provocados por la política del “hijo único” aplicado por el gobierno comunista chino durante treinta años.

La Virgen les enseña también a rezar el Santo Rosario y les enseña la devoción del rezo del Rosario reparador, el cual se reza durante cinco sábados, los primeros sábados de cada mes, meditando en los misterios del Santo Rosario y acompañando este rezo con el deseo de un profundo cambio de vida, haciendo un completo examen de conciencia, confesando los pecados y recibiendo la Sagrada Comunión, todo para reparar las ofensas que se realizan al Inmaculado Corazón de María y también al Sagrado Corazón de Jesús.

No debemos creer que las Apariciones de Fátima son cosa del pasado: estas apariciones, importantísimas para la vida espiritual y de la Iglesia, son atemporales, en el sentido de que abarcan todos los tiempos y por lo tanto son actuales y mucho más en nuestros días, en los que se atenta cotidianamente contra la Sagrada Eucaristía y contra el Inmaculado Corazón de María y también contra la vida humana por nacer, por medio de la inicua e infame ley del aborto. Hoy, más que nunca, es necesario recordar las Apariciones de la Virgen en Fátima y aplicar, con todo el corazón, sus invalorables enseñanzas celestiales.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Novena a la Inmaculada Concepción 2016 3


         Para poder sacar provecho espiritual de las Apariciones de la Virgen a Santa Bernardita, como la Inmaculada Concepción, es necesario repasar brevemente los hechos centrales de una de las más grandes manifestaciones marianas de todos los tiempos.
         El día Jueves 18 de febrero de 1858, luego de que Santa Bernardita le ofreciera papel y una pluma para que le escribiera su nombre, la Virgen le habla a Santa Bernardita y le dice: “No es necesario” y añade “No te prometo hacerte feliz en este mundo, sino en el otro”[1].
         El día Miércoles 24 de febrero la Virgen dice: “¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Ruega a Dios por los pecadores!”. Acto seguido, le da un ejemplo de cómo hacer la penitencia que con tanta insistencia pide: “¡Besa la tierra en penitencia por los pecadores!”.
         El día Jueves 25 de febrero, la Virgen le dice a Santa Bernardita que haga dos cosas que, a los ojos de los demás, parecieran no tener sentido y, sobre todo, provocan la humillación de Santa Bernardita. No será más que la explicitación del modo de hacer penitencia, pidiendo por la conversión de los pecadores. Dice así Santa Bernardita: “(la Virgen) me dijo que fuera a beber a la fuente […] no encontré más que un poco de agua fangosa. Al cuarto intento, conseguí beber; me mandó también que comiera hierba que había cerca de la fuente, luego la visión desapareció y me marché”. Como es lógico, la muchedumbre –unas trescientas personas- que se había congregado a causa de las apariciones, le hace notar a Santa Bernardita aquello que es de sentido común: que alguien que haga lo que hizo ella, no pareciera estar en sus cabales: “(la gente le dice) ¿Sabes que la gente cree que estás loca por hacer tales cosas?“, Bernardita sólo contesta, “Es por los pecadores”. En todo esto, no debemos olvidar que Nuestro Señor Jesucristo fue humillado infinitamente más en la Pasión, y que la humillación que sufrió Santa Bernardita, no es sino una participación a la humillación de Jesús en la Pasión, humillación a la que todos los cristianos estamos llamados a participar, por el mismo fin: la conversión de los pecadores.
El día Jueves 25 de marzo, la Virgen revela su nombre: “Levantó los ojos hacia el cielo, juntando en signo de oración las manos que tenía abiertas y tendidas hacia el suelo, y me dijo: “Soy la Inmaculada Concepción”.
De acuerdo a esto, podemos decir que el mensaje que la Virgen dio en Lourdes se puede resumir en los siguientes elementos:
El cielo confirma, por la aparición de la Virgen, la verdad que había sido declarada por el Magisterio cuatro años antes por Pío IX, acerca de la Inmaculada Concepción, presentándose así también la Virgen como Madre y modelo de pureza para la humanidad, lo cual es sumamente vigente en estos días, en los que la inmoralidad no solo es universal y generalizada, sino que se la reclama como “derecho humano”.
La Virgen realizó innumerables curaciones físicas y espirituales, como signos que nos llaman a convertirnos a su Hijo Jesús.
La Virgen se revela a Santa Bernardita, una niña cuasi-analfabeta, pero humilde y con un alma pura, confirmando así que Dios “exalta a los humildes y rechaza a los soberbios” y que “oculta sus secretos a los grandes del mundo, al tiempo que los revela a los más pequeños.
La Virgen nos enseña que esta vida no es un “paraíso”, ni que estamos aquí para disfrutar o para pasarla bien; además, que el hecho de que se le aparezca a un alma, no significa que esa alma no pasará tribulaciones y que todo en su vida será un lecho de rosas; por el contrario, afrontará pruebas y tribulaciones aún más fuertes que antes, pero la Virgen no la dejará desamparada. Dice San Bernardita que la Virgen le dijo así: “Yo también te prometo hacerte dichosa, no ciertamente en este mundo, sino en el otro”. En otras palabras, la Virgen nos advierte acerca de la imperiosa necesidad de configurar nuestras almas a Cristo crucificado, y que el paraíso no está en esta tierra, sino en el cielo, por lo que es un grave error, para el cristiano, pretender vivir sin la Cruz en esta vida, único camino al cielo.
En todas las apariciones la Virgen vino con su Rosario, con lo cual nos quiere hacer ver la gran importancia de rezarlo, para pedir y obtener gracias de todo tipo.
En estas apariciones, la Virgen nos hace ver la importancia de la oración, de la penitencia y humildad (besando el suelo como señal de ello), además de transmitir un mensaje de misericordia infinita para los pecadores –casi todo lo que la Virgen pide, como la penitencia, la mortificación, el Rosario, es para la conversión de los pecadores- y del cuidado de los enfermos.
Por último, en las apariciones de la Inmaculada Concepción se puede notar la necesidad imperiosa de la conversión –puesto que es una condición indispensable para la salvación- y la confianza inquebrantable en Dios, que aunque pueda permitir tribulaciones en esta vida –a Santa Bernardita no se le ahorró ninguna en esta vida terrena, e incluso donde más sufrió humillaciones fue en la vida religiosa-, es porque desea que ingresemos a la vida eterna completamente purificados y en gracia, de manera de poder gozar de su visión beatífica por toda la eternidad.




[1] http://forosdelavirgen.org/534/nuestra-senora-de-lourdes-francia-11-de-febrero/

viernes, 13 de mayo de 2016

Los pedidos y advertencias del cielo en las Apariciones de Nuestra Señora de Fátima


Las apariciones de la Virgen en Fátima, Portugal, constituyen una de las más grandiosas manifestaciones marianas de todos los tiempos y esto debido al contenido de su mensaje, que atañe tanto a la salvación personal, como a la del mundo entero. En estas apariciones, el cielo, a través de la Madre de Dios, nos recuerda qué es lo que debemos hacer, tanto para salvar el alma propia, como la de los pecadores: adoración y comunión eucarística, penitencia y sacrificios por los pecadores, rezo del Santo Rosario, reparación por los ultrajes que continuamente reciben los Sagrados Corazones de Jesús y María. Pero en estas apariciones el cielo nos advierte además acerca de los dos únicos destinos posibles en el más allá: o cielo, o infierno (el Purgatorio es la antesala del Cielo), por medio de las experiencias místicas los Pastorcitos, quienes experimentan dos clases distintas de fuegos: el fuego del Amor de Dios, que no arde y produce gozo y alegría celestial, y el fuego del Infierno, que sí produce dolor. Puesto que nadie va de modo “automático” ni al infierno ni al cielo, sino que esos destinos los merecemos de acuerdo a nuestras obras libremente realizadas, las apariciones de Fátima nos hacen reflexionar también acerca de si nuestra fe está viva, lo cual se demuestra con obras, o si por el contrario está muerta –lo cual se demuestra con ausencia de obras-.
Antes de las apariciones propiamente de la Virgen y como preparación para estas, se les apareció a los Pastorcitos un ángel, quien luego se identificó como el “Ángel de Portugal”[1]. En su primera aparición, el ángel les enseñó una oración de reparación a la Trinidad, relatada de este modo por Sor Lucía: “Pasaron tan solo unos segundos cuando un fuerte viento comenzó a mover los árboles y miramos hacia arriba para ver lo que estaba pasando, ya que era un día tan calmado. Luego comenzamos a ver, a distancia, sobre los árboles que se extendían hacia el este, una luz más blanca que la nieve con la forma de un joven, algo transparente, tan brillante como un cristal en los rayos del sol. Al acercarse pudimos ver sus rasgos. Nos quedamos asombrados y absortos y no nos dijimos nada el uno al otro. Luego él dijo: “No tengáis miedo. Soy el Ángel de la paz. Orad conmigo. Él se arrodilló, doblando su rostro hasta el suelo. Con un impulso sobrenatural hicimos lo mismo, repitiendo las palabras que le oímos decir: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no te esperan y no te aman”. Después de repetir esta oración tres veces el ángel se incorporó y nos dijo: “Orad de esta forma. Los corazones de Jesús y María están listos para escucharos”.
En su Tercera Aparición, el Ángel de Portugal les enseña a adorar la Eucaristía, además de enseñarles las oraciones de amor y reparación a la Trinidad; finalmente, les da la Comunión bajo las dos especies: “Vimos a una luz extraña brillar sobre nosotros. Levantamos nuestras cabezas para ver qué pasaba. El ángel tenía en su mano izquierda un cáliz y sobre él, en el aire, estaba una hostia de donde caían gotas de sangre en el cáliz. El ángel dejó el cáliz en el aire, se arrodilló cerca de nosotros y nos pidió que repitiésemos tres veces: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente, y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los méritos infinitos de su Sagrado Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Después se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la hostia. La hostia me la dio a mí y el contenido del cáliz se lo dio a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo: “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo terriblemente agraviado por la ingratitud de los hombres. Ofreced reparación por ellos y consolad a Dios. Una vez más él se inclinó al suelo repitiendo con nosotros la misma oración tres veces: “Santísima Trinidad…” etc. y desapareció. Abrumados por la atmósfera sobrenatural que nos envolvía, imitamos al ángel en todo, arrodillándonos postrándonos como él lo hizo y repitiendo las oraciones como él las decía”.
El pedido de penitencia y sacrificios por la conversión de los pecadores es un pedido personal de la Virgen. En su Primera Aparición les dice a los Pastorcitos[2]: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros como reparación de los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?” -Si queremos. –“Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios os fortalecerá”[3]. En la Tercera Aparición, vuelve a pedir que ofrezcamos sacrificios por la conversión de los pecadores y en reparación por los ultrajes contra su Inmaculado Corazón: “¡Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: OH, Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”. En la Cuarta Aparición: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, porque muchas almas van al infierno por no tener quien se sacrifique y rece por ellas”. En la Sexta Aparición: “Soy la Señora del Rosario (…) continúen rezando el Rosario todos los días”.
También el Ángel de Portugal les pide oración y sacrificios por los pecadores, en su segunda aparición: “¿Qué estáis haciendo? ¡Rezad! ¡Rezad mucho! Los corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. ¡Ofreced constantemente oraciones y sacrificios al Altísimo!”.
La Virgen les hace tener una experiencia mística del Amor de Dios y de su Presencia en la Eucaristía, enseñándoles una oración a Jesús Eucaristía: “Diciendo esto la Virgen abrió sus manos por primera vez, comunicándonos una luz muy intensa que parecía fluir de sus manos y penetraba en lo más íntimo de nuestro pecho y de nuestros corazones, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios, más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior que nos fue comunicado también, caímos de rodillas, repitiendo humildemente: “Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento””.
También el pedido de rezar el Rosario. En la misma aparición, les dice: “Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra”. En la Tercera Aparición les dice: “Quiero que vengáis aquí el día 13 del mes que viene, y continuéis rezando el rosario todos los días en honra a Nuestra Señora del Rosario con el fin de obtener la paz del mundo y el final de la guerra”.
La reparación también es pedida por la Virgen, con la devoción de los Cinco Primeros Sábados de mes, aunque esta devoción la especificará años más tarde, en otras apariciones, las de Pontevedra, España. En Fátima anunció el origen de la devoción: “(Jesús) quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. A aquellos que abracen esta devoción les prometo la salvación y serán predilectas de Dios estas almas, como flores puestas por Mi para adornar su trono”, y en Pontevedra especificó cómo debía ser[4]: “Ese día estando en mi habitación en Pontevedra, España, se me apareció la Santísima Virgen y, al lado, como suspendido en una nube luminosa, el Niño. La Santísima Virgen me ponía la mano sobre mi hombro derecho y, al mismo tiempo, me mostraba un corazón cercado de espinas que tenía en la mano”. Entonces dijo el Niño: “Ten compasión del corazón de tu Santísima Madre que está cubierto de espinas que los hombres ingratos le clavan continuamente sin que haya nadie que haga un acto de reparación para arrancárselas”. Y en seguida dijo la Santísima Virgen: “Mira, hija mía, mi corazón cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan continuamente con blasfemias e ingratitudes, tú, al menos, procura consolarme y di que: Todos aquellos que durante cinco meses seguidos, en el primer sábado, se confiesen y reciban la Santa Comunión, recen el Santo Rosario y me hagan 15 minutos de compañía meditando en los misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme, yo prometo asistirlos en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para su salvación”. “Ese día estando en mi habitación en Pontevedra, España, se me apareció la Santísima Virgen y, al lado, como suspendido en una nube luminosa, el Niño. La Santísima Virgen me ponía la mano sobre mi hombro derecho y, al mismo tiempo, me mostraba un corazón cercado de espinas que tenía en la mano”[5].
Dentro de todas las experiencias místicas que experimentan los Pastorcitos, hay dos que se destacan, además de la experiencia de recibir la Comunión Eucarística de manos del Ángel de Portugal: la experiencia del Amor de Dios, descripto como “fuego que no arde”, y la experiencia del Infierno. Con relación a la experiencia de Dios, decía así Francisco: “Estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? Esto no lo podemos decir. Pero qué pena que Él está tan triste; ¡si yo pudiera consolarle!”. Muy distinta es la experiencia con el otro fuego, el del Infierno, que sí arde y duele, según el relato de Sor Lucía: “Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos. El reflejo de la luz parecía penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas trasparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevada por las llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos los lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero trasparentes como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: “Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzara otra peor”.
Con respecto a esta última, podemos hacer la siguiente observación: en nuestros días, se oculta la realidad del Infierno y sobre todo a los niños, pero en Fátima, la Virgen no solo no oculta la realidad del Infierno a los niños, sino que, en cierta medida, los transporta allí, pues los niños tienen una experiencia real y directa del Infierno, tan real, que Lucía exclama asustada. Si la Virgen misma, en persona, les hace tener esta experiencia mística del Infierno, para advertirnos acerca de las consecuencias del desamor, la indiferencia y la rebelión contra Dios, ¿acaso cabe acusar a la Virgen por revelar estas cosas a los niños? Por supuesto que no; la conclusión, entonces, es que no se debe ocultar esta realidad de la eterna condenación, como tampoco los medios que el cielo nos da para ganar el cielo: rezo del Rosario, penitencia, sacrificios, adoración eucarística. En favor de esto, podemos recordar que Jacinta, lejos de quedar “traumatizada” o “perturbada” por la experiencia del Infierno, se preguntaba aún “porqué la Virgen no mostraba el Infierno a los pecadores” -e incluso ella misma deseaba hacerlo-, porque sostenía que si la Virgen lo hacía, los pecadores se convertirían y no se condenarían. Estas son sus palabras: “¿Por qué es que Nuestra Señora no muestra el infierno a los pecadores? Si lo viesen, ya no pecarían, para no ir allá. Has de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente. Verás cómo se convierten. ¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!”. Jacinta también revela la causa principal de la condenación de muchas almas en nuestros días, los pecados de la carne: “Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne”.
Rezo del Santo Rosario, oración, penitencia, sacrificios, reparación, adoración a la Trinidad y a Dios Presente en la Eucaristía, recuerdo del cielo y del infierno: estos son algunos de los mensajes que la Madre de Dios nos transmite en las apariciones de Fátima, una de las más grandiosas apariciones marianas de todos los tiempos.





[1] http://webcatolicodejavier.org/VFapariciones.html
[2] http://www.corazones.org/maria/fatima/apariciones_nuestra_senora_fatima.html
[3] Cfr. ibidem.
[4] Mensaje del 10 de diciembre de 1925, Pontevedra, España.
[5] http://forosdelavirgen.org/3225/devocion-de-los-cinco-primeros-sabados/

viernes, 29 de marzo de 2013

Los Dolores de la Virgen



         Jesús acaba de morir. Luego de tres horas de penosa agonía y de sufrir dolores atroces, Jesús da un fuerte grito y expira.
         Al pie de la Cruz, la Virgen, con su rostro lívido y surcado de lágrimas, y con su Inmaculado Corazón triturado por el dolor, con la amargura que atenaza su garganta, permanece al lado de su Hijo, que acaba de morir.
         La Virgen ha quedado sola con su Hijo muerto. Su hijo adoptivo Juan, Nicodemo, las santas mujeres, y el resto de los discípulos fieles se han retirado; han ido a preparar los elementos necesarios para bajar el Cuerpo de Jesús de la Cruz -para lo cual necesitan sogas y una escalera-, y también el sudario que servirá de mortaja, y los aceites perfumados con los que las santas mujeres ungirán el Cuerpo de Jesús; Nicodemo, a su vez, ha ido a acondicionar el sepulcro nuevo, de su propiedad, en donde será sepultado Jesús.
         La Virgen ha quedado sola, al pie de la Cruz.
         En su soledad, la Virgen, anegada en un océano de dolor, no piensa en otra que en los dolores que ha sufrido desde la infancia de Jesús.
         La Virgen recuerda el dolor profetizado por el anciano Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón” (Lc 2, 35), pero ahora parece como si esas palabras se hubieran materializada no en una, ni en siete, sino en mil espadas de dolor: ¡Jesús ha muerto en la Cruz!
         Ya Jesús había dicho que era del “corazón del hombre de donde salían toda clase de cosas malas”, y ahora todas esas cosas malas –hipocresías, mentiras, violencias, robos, traiciones, homicidios, adulterios, perversidades de todo tipo-, todos esos pecados de los hombres, habían logrado dar muerte a su Hijo, al tiempo que se volvían sobre Ella provocándole un mar de amargura y dolor.
         La Virgen recuerda la tribulación y el dolor padecido en la Huida a Egipto, cuando Ella, llevando al Niño en brazos, y José, tuvieron que huir a causa de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13); ahora ese dolor regresa, multiplicado por millones de veces, uno por cada niño abortado, convertido en una marea negra y espesa que le sofoca el Corazón y amenaza con privarla de la vida.
         La Virgen recuerda el dolor y la amargura sufridos en los tres días en que Jesús estuvo perdido en el templo (cfr. Lc 2, 41-51), y ese dolor se aumenta ahora al infinito, al contemplar la Virgen la inmensa multitud de almas que a lo largo de la historia humana se habrían de perder, extraviándose por las oscuras sendas del gnosticismo, del paganismo, del materialismo, del ateísmo, perdiendo de vista a Jesús, que está en la Eucaristía, en la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana.

         La Virgen recuerda su encuentro con Jesús en el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz (Via Crucis, 4ª Estación), y esto la conforta entre tantos dolores, al recordar cómo Jesús se alegró por este encuentro y cómo se vio fortalecido con su mirada maternal, mirada que le concedió la fuerza sobrenatural de su amor maternal, y así animado con esta fuerza, continuó su camino hasta la cima del Monte Calvario.
         Pero inmediatamente la invade una oleada de dolor indescriptible, al contemplar la Virgen la multitud de sus hijos, nacidos al pie de la Cruz, que caen aplastados por el peso del pecado y que no acuden a Ella ni a su Hijo para pedir auxilio, haciendo vano el sacrificio de Jesús, y con gemidos y lágrimas ruega por ellos, para que al menos le dediquen una mirada, un suspiro, y así pueda Ella socorrerlos con la fuerza de su maternal amor.
         La Virgen recuerda la crucifixión y muerte de su Hijo (Jn 19, 17-30), que acaba de suceder, y su Corazón se anega en desconocidos abismos y profundidades de dolores inenarrables, al revivir la inmensidad de los sufrimientos de su Hijo, imposibles de describir, porque Jesús sufrió la muerte de todos y cada uno de los hombres, y también todas sus penas y todos sus dolores, para así salvarlos. Pero inmediatamente, a estos dolores ya de por sí inabarcables, se le suman nuevos dolores, cada vez más y más intensos, al contemplar la Virgen con tristeza cómo muchísimos de aquellos por quienes murió Jesús, hacen vano su sacrificio, renegando de su Hijo, encaminándose decididamente por los caminos de la perdición, y la Virgen, así agobiada por el dolor, no hace otra cosa que ofrecerlos todos al Padre, para lograr que sus enceguecidos hijos alcancen la gracia de la perfecta contrición y la conversión del corazón.
         Mientras la Virgen María, ensimismada y anegada en su dolor co-rredentor, medita estas cosas en su Inmaculado Corazón, los discípulos descienden el Cuerpo de Jesús y lo depositan en los amorosos brazos de María, que a este gesto ve redoblado, multiplicado, centuplicado, el dolor inagotable que la embargaba. Ante la vista de su Hijo muerto, no puede la Virgen contener sus lágrimas, y son tantas y fluyen con tanta abundancia de sus dulces ojos, que al caer de su rostro sobre el rostro lívido y frío de Jesús, le sirven de cristalina y límpida agua, que limpia la tierra, el barro, la sangre coagulada que cubría las hermosas facciones del Hombre-Dios, y hasta suavizan la contracción de los músculos de la cara, contraídos por la intensidad de los dolores sufridos en la Cruz. Pero a estos dolores, de por sí ya insoportables, se le suman nuevos dolores, en oleadas interminables, al contemplar la Virgen la multitud de hijos suyos, muertos a la vida de la gracia por el pecado mortal, y le pide al Padre que acepte la muerte de su Hijo y los dolores de su Inmaculado Corazón, para vuelvan cuanto antes a la vida de los hijos de Dios, por la contrición y la confesión sacramental.
         La Virgen acompaña a la procesión fúnebre que lleva a su Hijo al sepulcro (Jn 19, 38-42), hasta llegar al sepulcro y entrar en él, y el dolor que le quema el Corazón aumenta tanto en intensidad y se vuelve tan profundo, que le parece que le quita la vida, porque el único consuelo que le quedaba, que era tener -aunque sea muerto, pero lo tenía- entre sus brazos a su Hijo, ahora ya no lo tiene más, pero acepta resignada la Voluntad amorosa de Dios Padre, que todo lo dispone para la salvación de las almas.
         Anegada por mareas interminables de dolor, pero al mismo tiempo revestida de serena alegría, porque recuerda las palabras de su Hijo, que habría de resucitar al tercer día, ofrece al Padre sus dolores, pidiéndole por tantos hijos suyos, muertos por el pecado, para que resuciten a la vida nueva que les trajo Jesús.
         El Viernes Santo, la Virgen de los Dolores llora la muerte de su Hijo, reza y ofrece sus dolores por la conversión de sus hijos adoptivos pecadores y espera, con alegre esperanza, el Día feliz, el Domingo de Resurrección.