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martes, 15 de septiembre de 2015

Nuestra Señora de los Dolores


         El Viernes Santo, la Virgen, al pie de la Cruz, siente su Inmaculado Corazón oprimido por un dolor inabarcable, un dolor inmenso, como inmenso es el Amor de la Madre. Al pie de la Cruz, la Virgen siente que su Corazón Purísimo navega en un océano inacabable de dolores interminables. Al pie de la Cruz, la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, llora amargamente por los dolores que la oprimen, llora y derrama, como un suave y dulce manantial, amargas lágrimas de sal. Su Corazón, creado por Dios Trino como morada del Divino Amor, creado tan grande, capaz de alojar al Amor de Dios, el Espíritu Santo, para amar al Hijo de Dios que en Ella se habría de encarnar, ahora alberga a tanto dolor, como tanto fue el amor por la Virgen prodigado.
¿Por qué llora la Virgen, al pie de la Cruz? ¿Cuáles son los dolores que atenazan al Inmaculado Corazón de María?
Hay tres tipos de dolores que se unen en el Inmaculado Corazón de María, haciendo de Ella Nuestra Señora de los Dolores:
         -Los dolores de su Hijo, porque los siente como propios: todos y cada uno de ellos, los físicos, los morales y los espirituales. Todos los dolores de Jesús, experimentados y sentidos por Él desde la Encarnación, incluidos los de la dolorosísima Pasión –la flagelación, la coronación de espinas, la crucifixión-, todos, absolutamente todos, son experimentados mística y espiritualmente por la Virgen y hacen de Ella la Mártir del Amor. Y porque los experimenta a todos místicamente, la Virgen, al pie de la Cruz, siente morirse a causa de la inmensidad del dolor que le significa ver al Hijo de su Amor. Al morir Jesús, cuyo Sagrado Corazón estaba unido al de la Virgen por el Amor de Dios, la Virgen siente que con la muerte de su Hijo se le va la vida, porque se le va el Amor de Dios Encarnado, Cristo Jesús y, como el Amor de Dios es Vida, la Virgen siente que con Jesús se le va también la vida y por eso, aunque no muere, porque sigue viva, al pie de la cruz, la Virgen siente que muere en vida, con su Corazón Inmaculado traspasado por una agudísima y filosísima “espada de dolor”. Es San Bernardo Abad[1] quien habla de la muerte mística de María al pie de la cruz: como dice San Bernardo, si la muerte de Jesús “fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra (la muerte mística de María) tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante”.
         -Los dolores suyos, propios del Inmaculado Corazón, porque la Virgen es una madre, la Madre de Dios, que ve agonizar a su Hijo, el Hijo de su Amor, con la agonía más dolorosa y cruenta que jamás haya podido sufrir, no solo un hombre de modo individual, sino toda la humanidad de todos los tiempos. Afirma el mismo San Bernardo[2] que la Virgen sufre en su Inmaculado Corazón en cumplimiento de la profecía de San Simeón quien, iluminado por el Espíritu Santo, le anunció que “una espada de dolor atravesaría su Corazón” (cfr. Lc 2, 35) y para la Virgen, estar al pie de la cruz, significa el cumplimiento con creces de esta profecía. Precisamente, tal vez el dolor más lacerante de todos los dolores lacerantes que padece la Virgen, es el causado por el contemplar cómo la lanza del soldado romano, sin piedad, atraviesa el costado de Jesús: en ese momento, el hierro afilado de la lanza, mientras perfora el costado de Jesús, para que de él brote Sangre y Agua, atraviesa al mismo tiempo, espiritual y místicamente, el Inmaculado Corazón de María, que sufre inmersa en un océano de dolores, al ver cómo su Hijo, ni siquiera después de muerto, es respetado.
         -Los dolores de todos los hombres, porque al haberlos adoptado Ella como hijos suyos al pie de la cruz, sufre por todos y cada uno de ellos, sobre todo los más pecadores, los más alejados de Dios, porque si una madre sufre cuando ve que su hijo se acerca, temerario, al filo del abismo, para precipitarse en él, mucho más sufre la Virgen, cuando ve a los hijos adoptivos de su Corazón Purísimo, correr enceguecidos hacia el Abismo del cual no se retorna, separándose de su regazo materno y desgarrando así cruelmente su corazón de madre. La Virgen al pie de la Cruz llora por nuestros pecados, los pecados de sus hijos adoptivos, los pecados que nos apartan de Dios y nos acercan al Abismo y porque ve que muchos de sus hijos, concebidos por el Amor en su Inmaculado Corazón, se apartan voluntariamente del Amor y de la Divina Misericordia encarnados en Cristo Jesús, la Virgen llora amargamente y es Ella quien se duele en el Libro de las Lamentaciones[3]: “Vosotros, que pasáis por el camino (…) mirad si hay dolor como mi dolor”. Es el Viernes Santo y Nuestra Señora de los Dolores, al pie de la cruz, ofrece al Padre, con el Amor de su Inmaculado Corazón, la muerte de su Hijo, por nuestra salvación y se ofrece Ella misma como víctima, pidiendo por nosotros, misericordia y perdón; llora amargamente la Virgen al pie de la cruz por la muerte del Hijo de su Amor y, aunque tiene el consuelo de saber que su Hijo habrá de resucitar “al tercer día”, como lo profetizó[4], al igual que Raquel, “no quiere ser consolada”[5].
Llora la Virgen al pie de la Cruz, llora Nuestra Señora de los Dolores y su llanto, suave y dulce como un río de aguas cristalinas cae, junto a la Sangre de su Hijo Jesús, sobre nuestras almas, lavando nuestros pecados.



[1] Cfr. Sermón en el domingo infraoctava de la Asunción, 14-15: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 273-274.
[2] Cfr. idem, ibídem.
[3] 1, 12.
[4] Mc 8, 27-35.
[5] Jer 31, 15.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Inmaculada Concepción: modelo de pureza de cuerpo, de alma, de fe y de amor a Dios




     La Inmaculada Concepción es modelo de pureza de cuerpo, de alma, de fe y de amor.
En Ella no solo nada está contaminado, sino que todo es de una pureza infinitamente superior a la de los ángeles y santos en el cielo.
     Es modelo de pureza de cuerpo, porque jamás tuvo trato con hombre alguno, como Ella lo declara en el anuncio del Ángel, mostrándose sorprendida de cómo sería posible concebir si Ella “no conocía varón” (Lc 1, 34). La Virgen estuvo libre de todo tipo de concupiscencias y jamás cometió ni siquiera una imperfección. Su Cuerpo Inmaculado, libre de toda pasión desordenada, fue en su vida terrena, desde su Concepción Inmaculada, una ofrenda purísima a Dios y, hasta el momento de su muerte, en que su Cuerpo fue glorificado, la Virgen ofreció continuos sacrificios y mortificaciones. De esta manera, la Virgen demostró que se puede orar con el Cuerpo y que el Cuerpo es “templo del Espíritu Santo” y que por lo tanto no solo no debe ser profanado con ningún género de impurezas ni de amores profanos e impuros, sino que debe ser conservado constantemente en la gracia de Jesucristo, que es quien lo perfuma con su fragancia exquisita.

Es modelo de pureza de alma, porque su alma, con sus potencias –inteligencia, voluntad, memoria-, dio gloria a Dios desde el primer instante de su creación. Su inteligencia estuvo siempre orientada a la Verdad, y no solo jamás fue seducida por el error, sino que profundizó en esta Verdad, que era su Hijo encarnado, cada segundo de su vida terrena, y es así como la Virgen, iluminada por la Verdad Divina, fue sumamente libre, de acuerdo a las palabras de Jesús: “La Verdad os hará libres” (Jn 8, 31-42); su voluntad, su capacidad de amar y de elegir el bien, jamás se desvió un ápice del Amor Hermoso, Dios, y jamás dejó de elegir siempre el Bien Supremo, Dios Uno y Trino, de manera que todo lo que amó y eligió fue siempre Dios y solo Dios, y si amó a las creaturas y eligió a las creaturas, lo hizo por Dios, para Dios, en Dios. Su memoria no recordaba otra cosa que las maravillas de Dios obradas en Ella, y es esto lo que expresa la Virgen en el Magnificat (cfr. Lc 1, 46-55).
Además, su alma, colmada de la gracia e inhabitada por el Espíritu Santo desde su creación, y libre del pecado original y sus perniciosos efectos en mérito a que la Virgen fue creada para ser la Madre de Dios, brilló siempre con las virtudes más excelsas, poseídas por Ella en un grado desconocido para las creaturas, al participar directa y plenamente de la santidad de su Hijo Jesucristo. Así nos demuestra la Virgen que el alma humana ha sido creada por Dios y para Dios, y que todo lo que el alma posee le pertenece a Dios Padre, a Jesucristo y al Espíritu Santo, y a ellos debe glorificar con sus potencias, buscando de conocer a las Divinas Personas cada vez más, para amarlas cada vez más, y para recordar sus maravillas y proclamarlas al mundo.
La Virgen es modelo de pureza de fe, porque jamás contaminó su fe en el Verdadero y Único Dios, el Dios por el cual se vive, el Dios de toda majestad, poder, bondad y misericordia, Dios Uno y Trino. Jamás contaminó su fe en Dios Padre, Creador de todo lo visible e invisible; jamás contaminó su fe en su Hijo Jesucristo, nacido del Padre antes de todos los siglos, y de su seno virginal en la plenitud de los tiempos; jamás contaminó su fe en Dios Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, causa de la Encarnación del Verbo del Padre. La Virgen no solo nunca se inclinó a los ídolos, puesto que esto es imposible de toda imposibilidad metafísica, sino que es la Destructora de los ídolos y de las supersticiones y de la fe contaminada por la malicia del hombre y del demonio. Y puesto que la Virgen comunica de su fe purísima a la Iglesia, la Virgen nos enseña que solo hay que creer en la fe de la Iglesia, que es una fe pura e inmaculada, es la fe en Dios Uno y Trino y en la Encarnación del Hijo de Dios; es la fe en el poder divino de la gracia santificante, conseguida por Cristo al precio de su Sangre en la Cruz y comunicada sin límites en los sacramentos de la Iglesia Católica. La Virgen, con su Pureza Inmaculada, es modelo inigualable de fe, de fe pura, incontaminada, fe que Ella participa a la Iglesia, fe no contaminada con gnosticismo, ni con supersticiones, ni con vanos y orgullosos pensamientos humanos. Si alguien quiere conservar la fe pura y sin mancha, la que lo conducirá al cielo, debe creer en el Credo de la Santa Iglesia Católica, porque la fe de la Iglesia es la fe de la Virgen María.
La Virgen es modelo de pureza de Amor a Dios Uno y Trino, porque ama a Dios Trino con un amor no contaminado por amores mundanos y profanos; todo lo que ama, lo ama en Dios Trinidad, para Dios Trinidad y por Dios Trinidad, y nada ama que no sea en Dios Trinidad. Ama a Dios Padre, porque es su Hija predilecta; ama a Dios Hijo, porque es su Madre, la Madre de Dios; ama a Dios Espíritu Santo, su Divino Esposo, que hizo de su cuerpo, de su Corazón Inmaculado y de su Alma Santísima, un Tabernáculo Viviente del Amor Divino.
La Virgen también es modelo de amor puro al prójimo, porque da su vida y aquello que ama más que su vida, su Hijo Jesús, por la salvación de su prójimo, que resulta ser toda la humanidad, que es adoptada por Ella al pie de la Cruz por mandato de Jesús expresado en la tercera palabra: “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 27). La Virgen María es también modelo de dolor puro ofrecido a Dios, que así se convierte en dolor redentor, porque el dolor del Inmaculado Corazón de María es el dolor del Sagrado Corazón de Jesús, y que por esto mismo, es un dolor que salva a la humanidad, porque es el dolor del Santo Sacrificio de la Cruz. La Virgen es modelo de dolor ofrecido a Dios porque no solo no se rebela ante el dolor, sino que lo ofrece con amor por la salvación de los hombres, uniendo el dolor más grande de su Corazón, el ver morir a su Hijo en la Cruz, por la salvación de los hombres. 
Puesto que Dios creó a la Virgen como modelo inigualable de pureza de cuerpo, de alma, de fe y de amor, y puesto que nos la dio como Madre al pie de la Cruz, la conmemoración de la Inmaculada Concepción no puede nunca quedar en un mero recuerdo, sino que debe ser un estímulo para imitarla, porque todo hijo que ame a su madre se esfuerza por imitar sus virtudes.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Nuestra Señora de los Dolores



“Mirad y ved si hay dolor más grande que el mío”, dice el libro de las Lamentaciones (1, 12), y también lo dice la Virgen María, al pie de la cruz, viendo agonizar y morir a su Hijo. Puede decirse que el dolor de la Virgen es infinito, puesto que el dolor de la pérdida de un ser querido es tanto más grande cuanto más grande es el amor que se le tiene a quien se pierde.

La Virgen ama a su Hijo, el Hombre-Dios, con un amor infinito, con un amor que es el Amor mismo de Dios, y por eso su dolor, al verlo muerto en la cruz, no tiene medida, como no tiene medida su amor.

Pero el dolor, en la Virgen –así como en su Hijo Jesucristo- es un dolor santificante, y a la vez que produce hondo pesar y amargura, es el inicio de una alegría nueva para los hombres, porque en la Virgen y en Jesucristo, el dolor, el pesar, la muerte, han sido redimidos y santificados, y convertidos en causa de salvación.

Jesús y la Virgen son el Nuevo Adán y la Nueva Eva que redimen a la humanidad, asumiendo sus penas, sus dolores, sus tristezas, y también sus alegrías.

En el dolor del Corazón Inmaculado de María Santísima está contenido, literalmente, todo el dolor del mundo, porque todos los dolores de los hombres, luego de la muerte de su Hijo, son llevados a su Corazón de Madre, para ser purificados en la contemplación de Cristo muerto en la cruz, y para volverse, de esta manera, fuente de santificación.

Es por esto que el cristiano no puede nunca desesperarse en el dolor, o sufrir como si el dolor no tuviera sentido; a partir de que el dolor ha sido asumido por Cristo y redimido por Él, y co-redimido por María Santísima, el dolor adquiere un nuevo sentido, un sentido que antes no lo tenía, un sentido de trascendencia y de eternidad: si antes era castigo, como consecuencia del pecado, ahora se vuelve don del cielo, venido de lo alto, desde el seno mismo de Dios Trinidad.

El dolor, que ingresa en el mundo y en el hombre como consecuencia de su rebelión en el Paraíso, ahora, al ser sufrido por Jesús y por la Virgen, se vuelve camino de retorno al Padre y fuente de salvación y de alegría eterna.

No puede, por lo tanto, el cristiano, vivir su dolor aislado de la cruz, sin hacerlo partícipe de los dolores de la Virgen y Jesús. Si el cristiano asocia su dolor –físico, moral, espiritual- al dolor de la Virgen al pie de la cruz, al dolor de Cristo crucificado, no solo no sufre en vano, sino que hace que su dolor adquiera un significado completamente nuevo, insospechado, y es el de su propia santificación, y la santificación de sus seres queridos, y de muchas almas, y esto porque no sufre solo, sino con la Virgen de los Dolores, Co-rredentora de la humanidad.

De esto se deduce, entre otras cosas, el grave daño que supone la eutanasia, por un doble camino: porque es un suicidio asistido, y porque priva al alma de abrirse paso al cielo por medio de su dolor.

lunes, 22 de agosto de 2011

María Reina



Luego de ser asunta a los cielos, la Virgen recibe, de parte de la Trinidad, la corona de luz y de gloria que la constituye como Reina de todo lo creado. La Virgen es Reina en el cielo porque su Hijo es Rey, ya que es Él quien le otorga la realeza y la corona. María Reina, con corona de luz y de gloria, está anunciada en el Apocalipsis: Ella es la “mujer que aparece en el cielo vestida de sol, con la luna a los pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza” (cfr. Ap 12, 1). El hecho de que sean los elementos creados celestes –sol, luna, estrellas- los que la adornen, sumados a los ángeles que la honran –tal como aparece en la tilma de Juan Diego, como la Virgen de Guadalupe-, indica que la Virgen en el cielo, como Reina, tiene poder y majestad sobre toda la creación, visible e invisible, los ángeles.

María es Reina y recibe una corona de luz y de gloria en el cielo, porque su Hijo es Rey y porque Él recibió primero, en su Resurrección y Ascensión, la misma corona de luz y gloria.

Pero tanto Jesús como la Virgen, para recibir esta corona de luz y la condición de reyes soberanos, tuvieron que pasar previamente por la amargura, el dolor y la humillación de la Pasión.

Así como no hay resurrección sin cruz, así tampoco hay corona de luz y de gloria sin la corona de espinas. Si bien la Virgen no fue coronada materialmente de espinas, movida por el amor a su Hijo, experimentó en Ella cada una de sus espinas, y sufrió con Jesús cada uno de sus dolores, por lo que se puede decir que María llevó espiritualmente la corona de espinas, redimiendo junto a Jesús los malos pensamientos de los hombres: de soberbia, de rencor, de odio, de venganza, de vanagloria, de placer desenfrenado.

Al contemplar a María Reina, coronada con una corona de luz, pensemos que esa corona se la dio Dios Padre, por sus méritos de Corredentora junto a su Hijo Jesús, y pensemos también que nosotros en cambio le dimos, con nuestros malos pensamientos, con nuestros malos deseos, los dolores de las espinas de su Hijo Jesús. Si Dios Padre la coronó de gloria en el cielo, nosotros punzamos la cabeza de María con nuestros pecados, con nuestros malos sentimientos para con el prójimo. Pensemos en esto, y hagamos el propósito de nunca más volver a punzar la cabeza de la Virgen, y pidamos en cambio la gracia de tener los mismos pensamientos y los mismos deseos que tienen Jesús crucificado y coronado de espinas, y la Virgen al pie de la cruz.

jueves, 28 de julio de 2011

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados


“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 4). Esta bienaventuranza parece algo contradictorio: ¿cómo puede ser alguien “bienaventurado”, es decir, feliz, dichoso, si llora? ¿No es acaso el llanto el signo por excelencia de la desdicha? Es cierto que al llanto sigue la promesa del consuelo, pero no deja de ser llanto, es decir, signo de desdicha y de lamento, y por eso nuevamente la pregunta: ¿cómo se puede ser feliz alguien que llora por la desdicha? La respuesta es que no hay contradicción, porque si bien es cierto que el llanto es signo de pesar y dolor, ha sido asumido, como toda realidad humana –excepto el pecado-, por Cristo en la cruz, y por lo mismo, ha sido santificado. Ninguna bienaventuranza puede entenderse fuera de la cruz de Jesús y de Jesús en la cruz, y mucho menos la bienaventuranza del que llora. Sólo el llanto llorado al pie de la cruz es bienaventurado, porque solo ese llanto es santificado por Cristo y solo en esta santificación radica el consuelo del que llora.

Y si es bienaventurado el que llora, Jesús es el Primer Bienaventurado porque Él es el primero en llorar por la justicia y el honor de Dios, pisoteados por el infierno y por la humanidad desagradecida, y por eso es el primero en merecer la consolación divina. Llora Jesús como Niño Dios, desde su ingreso en este mundo, llora por el frío de la noche de Belén, pero llora más por el frío que encuentra en los corazones de los hombres, en sus corazones enfriados en el amor a Dios; llora el Niño Dios y llora también el Mesías de Israel, por su patria, Jerusalén (cfr. Lc 19, 41), porque se obstina en rechazar al enviado de Dios; llora Jesús por la muerte de su amigo Lázaro (cfr. Mt 11, 32-44), cuyo cadáver en descomposición representa al alma en pecado mortal, muerta a la vida de la gracia; llora con lágrimas de sangre el Sagrado Corazón en la amargura del Huerto (cfr. Lc 22, 39-46), por la indiferencia de todos aquellos que se perderán al despreciar el amor de Dios que se les ofrece por su sacrificio en cruz; llora el Hombre-Dios que cuelga desde la cruz, por el terrible dolor que en su alma provoca el odio deicida y fratricida de los hombres; llora en silencio porque muchos de los bautizados, aquellos por quienes se entregó, son indiferentes y rechazan su sacrificio en cruz y Su Presencia Sacramental.

María es también la Primera Bienaventurada, y por eso llora también la Virgen: llora la Madre del Niño Dios, al verlo tan desamparado en la noche fría y oscura del abandono y del rechazo de los hombres; llora la Gloria de Israel, al comprobar que los Elegidos de Dios se confabulan con el infierno para llevar a su Hijo a al cruz; llora el Corazón Inmaculado en el Huerto de Getsemaní, compartiendo la amargura del Corazón de Su Hijo por todos los desagradecidos que se perderán por culpa propia; llora la Virgen de los Dolores al pie de la cruz, porque los dolores de Su Hijo que cuelga de la cruz los siente Ella en el alma y en su Corazón Purísimo como si fueran propios; llora la Virgen que adora la Eucaristía al ver tantos lugares vacíos en las Horas santas, vacíos porque quienes deberían ocuparlos, adorando a Su Hijo, prefieren otros amores y otros entretenimientos, antes que compartir con Él un poco de su tiempo mundano.

Lloran la Madre y el Hijo, lloran los Bienaventurados, y sus lágrimas de dolor, de pena y de tristeza, y también de amor, las ofrecen al Padre quien derrama su Espíritu Consolador sobre los hombres, convirtiendo sus lágrimas de dolor y desesperanza en lágrimas de consuelo y de alegría.

sábado, 7 de mayo de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios "Lamentación de la cruz"

El icono nos muestra
a la Virgen María
que se duele por la muerte
de su Hijo en la cruz.
En la Santa Misa
se renueva,
sacramentalmente,
el sacrificio
representado en el icono.

Éste es uno de los íconos más raros de la Madre de Dios Theotokos. Se desconoce su origen. Está compuesto por dos partes, una superior, y otra inferior. En la parte superior, se encuentra la Madre de Dios con sus brazos cruzados sobre Su pecho y con Su cabeza inclinada hacia el hombro izquierdo, en dirección a la cruz. Delante de sus ojos, se encuentra el Calvario, con una gran cruz en su vértice, y con la ciudad de Jerusalén hacia atrás. Desde el extremo superior de la cruz, se extiende una espada que apunta al Corazón de la Madre de Dios. Densas nubes negras ocupan el lugar del cielo.

Hacia abajo, hacia el pie de la cruz, está la tumba de Adán con su cráneo, simbolizando la tumba del primer hombre a los pies de la cruz y el sacrificio del Calvario como expiación del pecado original. Al costado y delante de la Virgen María, en el sector más pequeño del ícono, se encuentran los instrumentos de la Pasión, como signos del sacrificio de Cristo, realizado para redimir los pecados de la humanidad.

Podemos rezar con cada uno de los elementos del ícono.

La Virgen María se encuentra al lado de la cruz, porque Ella acompañó, misericordiosamente, a su Hijo Jesús, mientras Él agonizaba. La presencia de la Virgen al pie de la cruz indica, además de su misericordia, que Ella es Corredentora, junto a su Hijo Jesús: así como el dolor y el sacrificio de su Hijo redimieron a la humanidad, así también el dolor y el sacrificio de la Madre -ver agonizar y morir a su Hijo-, unidos al sacrificio de su Hijo, redimen a la Humanidad.

La espada, que desde la cruz se dirige al Corazón de la Madre, significa que la profecía de Simeón –“una espada de dolor te atravesará el corazón” (cfr. Lc 22, 33-35)-, se cumple en el Calvario, además de significar que la redención de la humanidad se realizó por medio del dolor de Jesús y de su Madre. La espada surge de la cruz porque el dolor del corazón de la Virgen, fuerte como si una espada atravesara el corazón, se debe a la muerte en la cruz del Hijo de su seno virginal, Jesús.

Sobre el extremo superior del ícono se ven, en el espacio que corresponde al cielo, unas densas nubes negras, representando a la oscuridad que se abatió sobre toda la tierra el Viernes Santo, en el momento de la muerte de Jesús: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona” (cfr. Lc 23, 44). A su vez, las tinieblas de las tres de la tarde, son un símbolo de las tinieblas espirituales en que se encontraban los hombres a causa del pecado original, tinieblas que condujeron a los hombres a crucificar al Hombre-Dios.

La ciudad de Jerusalén aparece hacia atrás para recordar que Aquel que fue crucificado como ladrón, es en realidad el Rey de Jerusalén. La ciudad aparece como expulsando a su propio Rey, mandándolo a morir fuera de sus muros.

Otro detalle del icono con el cual se puede rezar es el cráneo de Adán, que aparece al pie de la cruz de Jesús. Según la Tradición, Adán fue sepultado en el mismo lugar en donde luego fue clavada la cruz de Cristo, de modo que la sangre de Cristo, derramándose desde la cruz, y pasando por los vericuetos de la tierra y de la roca, fue a dar en el cráneo de Adán. Con esto se quiere significar que el pecado original, cometido por Adán y Eva, fue redimido por medio del sacrificio de la cruz.

Los instrumentos de la Pasión nos ayudan a recordar, por un lado, que Jesús, siendo Dios Verdadero, fue también Hombre Verdadero, con un cuerpo humano real, de carne y hueso, unido a la Persona divina del Hijo de Dios; por otro lado, los instrumentos de la Pasión nos recuerdan los inmensos dolores que padeció Jesús en la cruz por nosotros, lo cual nos llevar a meditar en su amor demostrado en el sacrificio de la cruz, ya que un don demuestra más el amor, cuando se ofrece con sacrificio, porque precisamente es costoso. El don de Cristo en la cruz, que es el don de su vida, le cuesta muchísimo, porque es nada más y nada menos que su propia vida, y este don lo ofrenda por medio de un sacrificio libre y voluntario, es decir, movido por el amor, y no por la necesidad o la obligación. Esto nos hace ver que su amor por nosotros es infinito y eterno, como infinita y eterna es su Vida donada en el sacrificio del altar.

Por último, la oración con el ícono “Lamentación de la Cruz”, debe conducirnos a la realidad de la Santa Misa, porque en la Santa Misa se renueva, sacramentalmente, el sacrificio en cruz representado en la imagen.

domingo, 17 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Pasión

Este icono, del tipo de "Nuestra Señora del Perpetuo Socorro",
se llama también "Glykophilousa",
o "Del dulce beso".
En este icono los ángeles le muestran al Niño,
de modo anticipado, los instrumentos de su tortura,
y el Niño, ante la vista de la Pasión
que ha de sufrir,
siente temor, y gira en busca de su Madre,
en busca de consuelo, estirando su manito para acariciarla.
La Madre de Dios, a su vez,
besa tiernamente a su Hijo,
dando origen al nombre del icono.


Podemos orar con este icono meditando en lo que su nombre evoca: la Pasión del Hombre-Dios Jesucristo.

Para ello, he aquí un breve relato, desde el Huerto hasta la crucifixión.

Ya en el Huerto de los Olivos había conocido Jesús la ingratitud, la indiferencia y la decidia de sus discípulos: mientras Él sudaba sangre y experimentaba terror y una angustia de muerte (cfr. Mt 26, 38) ante la visión de la maldad de los pecados de los hombres, y mientras sufría en agonía porque sabía que muchas de las almas por las cuales Él moría se iban igualmente a condenar, sus discípulos, llevados por el cansancio de la jornada, pero también por la falta de amor hacia Jesús, y por la incomprensión del don de su amor que les estaba por hacer al morir por ellos en la cruz, duermen (cfr. Mt 26, 40).

Mientras Jesús suda sangre y llora de angustia y sufre el espanto de la visión de los pecados de la humanidad, los discípulos duermen en el Huerto de los Olivos.

Jesús conoce el abandono, la pereza, la indiferencia, la incomprensión de sus discípulos.

También en el Huerto de los Olivos había conocido la amargura y el dolor de la traición, al consumarse la entrega de Judas Iscariote. El dolor de Jesús se refleja en las palabras que dice a Judas: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Lc 22, 48). Lo trata de ‘amigo’, y le hace ver que ha usado el signo propio de la amistad, el beso en la mejilla, para consumar la traición. El dolor de Jesús se ve aumentado porque quien lo entrega es alguien a quien Él considera su amigo: “Amigo”, le dice al ser entregado por Judas.

Luego del Huerto, cuando ya ha emprendido el camino de la cruz, a lo largo de todo el camino de la Pasión, Jesús recibe insultos, golpes, escupitajos. Es decir, tanto en el Huerto como en el camino de la cruz, Jesús sólo conoce por parte de los hombres abandono, traición, amargura, soledad, llanto, golpes y latigazos.

Jesús no solo no tiene consuelo de parte de los hombres, sino que los hombres, aliados con los ángeles caídos, y por permisión divina, se dejan llevar por la furia y el odio deicida, y descargan toda la maldad de sus corazones humanos en el cuerpo maltrecho del Cordero de Dios, que sin quejarse se deja llevar al matadero.

Sólo su Madre, María, le da el consuelo que le da fuerzas para llegar a la cima del Monte Calvario. Si de los hombres recibe insultos, golpes, furia homicida y deicida –llevados por un odio satánico, los hombres matarían a Dios si pudieran hacerlo-, de María recibe consuelo, amor, dulzura, paz, ternura, que obran en el Hombre-Dios, maltrecho y malherido, como si le aplicaran aceite y bálsamo en sus heridas cubiertas de sangre y de polvo.

La mirada de amor maternal de María, al cruzarse con la mirada de Jesús, en el momento en el que Jesús cae llevando la cruz –es el encuentro con la Madre, que se recuerda en el rezo del Via Crucis-, es más poderosa que la más poderosa de todas las medicinas y todos los ungüentos juntos.

La mirada de María a su Hijo Jesús, cuando cae con la cruz camino del Calvario, es la mirada del amor de la Madre de Dios, y basta esa mirada para que Jesús, el Hijo de las entrañas virginales de María, se levante renovado en sus fuerzas y lleve la cruz hasta la cima del Monte Calvario.

El Hijo de Dios experimenta el dolor y la tribulación de la cruz, pero recibe también de su Madre la mirada de su amor y el saber que su Madre está con Él hasta que Él entregue su espíritu al Padre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 16-20), les dice Jesús a sus discípulos; “Yo estoy contigo, Hijo de mi Corazón, todos los días hasta el fin de tus días”, le dice la Virgen a su Hijo Jesús, y lo acompaña a lo largo de la Pasión, y se queda con Él hasta que muere en la cruz.

Así como María acompaña a su Hijo Jesús en la Gran Tribulación de la cruz, así nos acompaña a nosotros, que también somos hijos suyos, en las tribulaciones de la vida, y así como Jesús recibió, en el camino del Calvario, la mirada de amor de su Madre, así nosotros debemos pedir lo mismo, para llevar hasta el fin la cruz de todos los días: debemos pedirle a María que nos acompañe en el camino de la vida, llevando la cruz; que sea su mirada de Madre amorosa la que nos de la fuerza del amor de Dios; que nos mire en nuestro desamparo, como miró a Jesús camino de la cruz.


P. Álvaro Sánchez Rueda

jueves, 20 de enero de 2011

Una espada de dolor atravesará tu corazón


“Una espada de dolor te atravesará el corazón” (cfr. Lc 2, 35). Apenas nacido el Niño, la Virgen María, acompañada por San José, lleva al Niño para cumplir con el precepto legal, que mandaba consagrar el primogénito a Dios.

Consciente de que el Niño que lleva en sus brazos, ha sido engendrado por el Espíritu (cfr. Mt 1, 20), según el anuncio del ángel, y extasiada en la contemplación del fruto de sus entrañas, que es al mismo tiempo su Dios y su Creador, María exulta de gozo en el momento en el que ingresa en el templo de Jerusalén para consagrar a su Hijo.

Pero en la vida de la Virgen, las alegrías siempre iban acompañadas por la sombra de la cruz, y el momento de la Presentación del Niño en el Templo es uno de esos momentos. Según el Evangelio, habiendo ingresado María en el templo acompañada de San José, y con el Niño en sus brazos, se le acerca el anciano Simeón quien, lleno del Espíritu Santo, anuncia una profecía: una espada de dolor atravesará el Corazón Inmaculado de María Santísima. No podía la Virgen en ese momento saber cuándo se cumpliría la profecía de Simeón, pero como sabía que venía de Dios, “guardaba todas estas cosas en su Corazón”, a la espera de su cumplimiento.

Fue en la Pasión en donde María tuvo más presentes que nunca las palabras del anciano Simeón, porque fue ahí cuando se hicieron efectiva y dolorosa realidad. Cuando el centurión romano se acercó a Jesús, y le atravesó el Corazón para asegurarse de que ya estaba muerto, fue en ese instante, en el que el frío metal de la lanza del soldado romano atravesaba y hendía la piel y el músculo del Corazón del Salvador, que María Santísima sintió, en su propio Corazón, que una espada de dolor, como un cuchillo frío y metálico, le atravesaba de lado a lado, dejándola sin aliento, y al borde de la muerte por tanto dolor.

La Virgen no padeció físicamente la Pasión de su Hijo, pero sí experimentó todos sus dolores, tan vivamente en su alma, como los experimentaba su Hijo Jesús, y fue así como, en el mismo instante en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano fisuraba y atravesaba el Corazón de Jesús suspendido en la cruz, en ese mismo instante, el Corazón de la Madre de los Dolores sufría un dolor idéntico, sintiendo y experimentando en Ella misma el dolor del Corazón de su Hijo.

Es entonces en la Pasión toda, y especialmente en el momento de la cruz, en el momento de ser atravesado el Corazón de Jesús, cuando la profecía de Simeón se cumple. Es también el momento de la gran misericordia para el mundo, porque el Corazón traspasado de Jesús es como un dique que, rotas sus paredes, no puede contener más el ímpetu desbordante del océano de misericordia divina, que inunda desde entonces el mundo entero. Y así como el Corazón de Jesús se abre para inundar con el Amor de Dios a toda la humanidad, así también el Corazón de la Madre se abre al amor de sus hijos adoptivos, adoptando como hijos suyos muy amados a todos los hombres al pie de la cruz.

Pero el dolor de la Virgen, y la herida de amor del Corazón traspasado de Jesús, no son cosas del pasado: puesto que Jesús es Dios eterno, su sacrificio en cruz está en Acto presente, abarcando todos los tiempos de la humanidad, y como ese sacrificio se renueva sacramentalmente en la liturgia de la Santa Misa, es allí en donde la Virgen, Presente en cuerpo y alma glorificados, experimenta aún el dolor en su Corazón, y es allí en donde el Corazón de su Hijo, traspasado en la cruz, derrama su sangre, que cae sobre la humanidad y sobre el cáliz, para perdonar a los hombres.