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jueves, 21 de agosto de 2014

Memoria de la Santísima Virgen María, Reina


         La Santísima Virgen María, Madre de Dios, es Reina por derecho propio, porque Ella desciende de una familia real; pero también es reina porque su Hijo la corona en el cielo con una corona de luz y de gloria, en el momento de la Asunción. Ahora bien, esta corona de luz y de gloria, la obtiene la Virgen luego de participar, espiritualmente, de la corona espinas de su Hijo Jesús, aquí en la tierra. La Virgen nunca llevó materialmente una corona de espinas, pero sí de modo espiritual y místico, porque cuando coronaron a su Hijo Jesús, Ella sintió las punzadas y los dolores de la corona de espinas de Jesús, con igual intensidad como las sintió Jesús. Y puesto que esas espinas representan la materialización de los pecados –los malos pensamientos, los pensamientos blasfemos, de ira, de lujuria, de maldad, de venganza, de odio, de rencor, de envidia, los pensamientos malos de cualquier clase que los hombres tienen contra sí mismos o contra sus hermanos-, y puesto que los pecados fueron lavados por la Sangre de Jesús, que empezó a correr de forma abundante, al salir de su Sagrada Cabeza, cuando los soldados romanos lo coronaron de espinas, diciéndole burlescamente: “¡Salve, Rey de los judíos!” (Mc 15, 18; Jn 19, 3), la Virgen, al compartir los dolores de la coronación de espinas de Jesús, compartió también el hecho de ser, estos dolores, salvíficos, porque con estos dolores de su coronación de espinas, Jesús estaba redimiendo todos los pecados de pensamiento de los hombres. 


Así, la Virgen se convertía en Corredentora de los hombres, junto a su Hijo Jesús, al compartir con su Hijo, los dolores salvíficos de la Pasión, aun no sufriendo Ella la Pasión de un modo físico y cruento, sino místico y espiritual, porque estaba unida a su Hijo por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Esto nos hace ver que los pecados de pensamiento, cualesquiera sean –de ira, de venganza, de odio, de lujuria, de rencor, de pereza, etc.-, que tanto placer producen al hombre, o que al hombre le parecen que no le provocan daño-, se traducen y se materializan, de un modo misterioso, en gruesas espinas, las espinas de la corona de Jesús, que mantiene y mantendrá, actualizada, su Pasión, hasta el fin de los tiempos. En otras palabras, los pensamientos pecaminosos, que creemos que, por un lado, no nos hacen daño, y que, por otro, nos provocan placer, en Jesús, se materializan en gruesas espinas, las espinas de su corona, que son las que laceran su cuero cabelludo, provocándole atroces dolores, y haciéndole salir abundantísima Sangre, su Preciosísima Sangre. Esas dolorosísimas heridas, producidas por las espinas, gruesas y filosas de su corona, producto de nuestros pecados, son las que siente la Virgen en su cabeza, y es por eso que la Virgen, de un modo místico y espiritual, comparte la corona de espinas de su Hijo Jesús. Si a Jesús los soldados romanos se le burlan, diciéndole: “¡Salve, Rey de los judíos!”, al tiempo que lo coronan de espinas, también podrían decirle lo mismo a la Virgen: “¡Salve, Reina de los judíos!”, porque Ella siente exactamente los mismos dolores de su Hijo Jesús, aunque no lleve materialmente puesta la corona de espinas.



         La Virgen, entonces, es Reina porque su ascendencia es real y es Reina también porque en la tierra compartió, espiritual y místicamente, la corona de espinas de su Hijo, “Rey de reyes y Señor de señores”, y es por esto que su Hijo, en el cielo, la coronó con la corona de luz y de gloria en los cielos, al recibirla en su Asunción gloriosa en cuerpo y alma. Y puesto que la Virgen es nuestra Madre del cielo, Ella quiere que también nosotros seamos coronados de luz y de gloria, pero para lograr esa corona, también debemos compartir espiritualmente, igual que Ella, la corona de espinas de Jesús -recordemos el caso de Santa Catalina de Siena, a quien Jesús se le apareció, ofreciéndole dos coronas, una de oro y otra de espinas, y ella eligió la corona de espinas-, lo cual quiere decir no solo rechazar cualquier tipo de pensamiento malo, sino pedir la gracia de tener los mismos pensamientos, santos y puros, que tiene Jesús, coronado de espinas, aceptar con amor y fe las humillaciones, pequeñas y grandes, que Dios quiera enviarnos en la vida cotidiana para hacernos participar de la cruz de Jesús y estar dispuestos a perder la vida, antes de consentir siquiera un pecado mortal o venial deliberado. Solo así, compartiendo espiritualmente la corona de espinas del Rey de los cielos y de María Santísima Reina, mereceremos ser coronados de luz y de gloria en la vida eterna. 

jueves, 22 de agosto de 2013

Santa María Reina



          Es propio de una reina terrenal llevar una corona, pero María Santísima no es una reina terrenal, sino una reina de cielos y tierra, por lo que merece, más que ninguna reina en la tierra, una corona y la mejor de todas.
          Las coronas de las reinas terrenales están hechas de materiales preciosos y costosísimos: oro puro, plata refinada, diamantes, rubíes, engarces de brillantes.  La corona representa y simboliza su condición real, su nobleza, su autoridad y su soberanía, y cuanto más costosa y preciosa es la corona, tanto más grande es el poder de la reina.
          Como Reina, la Virgen María posee una corona infinitamente más valiosa que las coronas de las reinas terrenales, y no aunque no está hecha de materiales preciosos como el oro, la plata, los rubíes y los diamantes, su valor es incalculablemente más grande, porque es una corona hecha de luz celestial, de gloria divina: es la corona de la gloria de su Hijo Jesús, que Él en persona coloca sobre su majestuosa cabeza. La corona de luz y de gloria divina que recibe María Virgen, es una participación a la gloria de su Hijo, que es Dios encarnado, muerto y resucitado para salvar a los hombres, y la Virgen la ha merecido por haber participado en la Pasión de su Hijo, acompañándolo a lo largo del Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, y también por haber participado -aunque sin llevarla materialmente- de los dolores de Jesús al ser coronado de espinas. La Virgen sufrió en su espíritu purísimo y en su Corazón Inmaculado, el dolor lacerante producido por las agudas espinas de la corona de su Hijo, y para agradecerle por su amor materno, Jesús ahora la recompensa con la corona de gloria y de luz eterna.

          Esta Virgen hermosísima, que llevó espiritualmente y en su Corazón Purísimo los dolores de la corona de espinas de su Jesús, y que ahora y para siempre, en el cielo, lleva una corona de luz divina, hecha de la misma gloria de su Hijo Jesús. Y puesto que esta Reina amorosísima es también nuestra Madre amantísima, la Virgen también quiere que sus hijos -nosotros- seamos también coronados de gloria como Ella en el cielo. Pero la Virgen Reina nos enseña que no recibir la corona de luz en el cielo, que es participación a la gloria divina de Jesús, si antes no participamos, en esta vida terrena, de la corona de espinas de su Hijo. 

lunes, 22 de agosto de 2011

María Reina



Luego de ser asunta a los cielos, la Virgen recibe, de parte de la Trinidad, la corona de luz y de gloria que la constituye como Reina de todo lo creado. La Virgen es Reina en el cielo porque su Hijo es Rey, ya que es Él quien le otorga la realeza y la corona. María Reina, con corona de luz y de gloria, está anunciada en el Apocalipsis: Ella es la “mujer que aparece en el cielo vestida de sol, con la luna a los pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza” (cfr. Ap 12, 1). El hecho de que sean los elementos creados celestes –sol, luna, estrellas- los que la adornen, sumados a los ángeles que la honran –tal como aparece en la tilma de Juan Diego, como la Virgen de Guadalupe-, indica que la Virgen en el cielo, como Reina, tiene poder y majestad sobre toda la creación, visible e invisible, los ángeles.

María es Reina y recibe una corona de luz y de gloria en el cielo, porque su Hijo es Rey y porque Él recibió primero, en su Resurrección y Ascensión, la misma corona de luz y gloria.

Pero tanto Jesús como la Virgen, para recibir esta corona de luz y la condición de reyes soberanos, tuvieron que pasar previamente por la amargura, el dolor y la humillación de la Pasión.

Así como no hay resurrección sin cruz, así tampoco hay corona de luz y de gloria sin la corona de espinas. Si bien la Virgen no fue coronada materialmente de espinas, movida por el amor a su Hijo, experimentó en Ella cada una de sus espinas, y sufrió con Jesús cada uno de sus dolores, por lo que se puede decir que María llevó espiritualmente la corona de espinas, redimiendo junto a Jesús los malos pensamientos de los hombres: de soberbia, de rencor, de odio, de venganza, de vanagloria, de placer desenfrenado.

Al contemplar a María Reina, coronada con una corona de luz, pensemos que esa corona se la dio Dios Padre, por sus méritos de Corredentora junto a su Hijo Jesús, y pensemos también que nosotros en cambio le dimos, con nuestros malos pensamientos, con nuestros malos deseos, los dolores de las espinas de su Hijo Jesús. Si Dios Padre la coronó de gloria en el cielo, nosotros punzamos la cabeza de María con nuestros pecados, con nuestros malos sentimientos para con el prójimo. Pensemos en esto, y hagamos el propósito de nunca más volver a punzar la cabeza de la Virgen, y pidamos en cambio la gracia de tener los mismos pensamientos y los mismos deseos que tienen Jesús crucificado y coronado de espinas, y la Virgen al pie de la cruz.

martes, 12 de julio de 2011

El significado de la rosa roja de María Rosa Mística


La rosa roja significa el espíritu de reparación y sacrificio. De esto surgen dos preguntas para el cristiano: ¿qué es lo que se debe reparar? Y la otra: ¿cómo hacer sacrificio? La respuesta la encontramos en la Pasión del Señor, descripta por la Venerable Luisa Piccarreta en “Las Horas de la Pasión”.

Para saber qué debemos reparar, aquí lo que nos dice Jesús a través de Luisa Piccarreta:

“Despreciado Jesús mío, el corazón se me hace pedazos al ver que mientras que los judíos se ocupan de ti para hacerte morir, Tú, concentrado en ti mismo, piensas en dar la vida por todos la Vida... Y poniendo yo atención en mis oídos, te oigo que dices:

"Padre Santo, mira a tu hijo vestido de loco... Esto te repare por la locura de tantas criaturas caídas en el pecado. Esta vestidura blanca sea en tu presencia como la disculpa por tantas almas que se visten con la lúgubre vestidura de la culpa... ¿Ves, oh Padre, el odio, el furor, la rabia que tienen contra Mí, que les hace perder casi la luz de la razón? ¿Ves la sed que tienen de mi sangre? Pues Yo quiero repararte por todos los odios, las venganzas, las iras, los homicidios, e impetrar para todos la luz de la razón. Mírame de nuevo, Padre mío. ¿Puede haber un insulto mayor? Me han pospuesto al gran malhechor... Y yo quiero repararte por las posposiciones que se hacen... ¡Ah, todo el mundo está lleno de estas posposiciones! Hay quien nos pospone a un vil interés; quien, a los honores; quien, a las vanidades; quien, a los placeres, a los apegos, a las dignidades, a comilonas y embriagueces y hasta al mismo pecado; y todas las criaturas por unanimidad e incluso hasta en la más pequeña cosa, nos posponen... Y Yo estoy dispuesto a aceptar ser pospuesto a Barrabás para reparar por las posposiciones que nos hacen las criaturas."

Jesús es pospuesto a Barrabás por el pueblo deicida: el Santo de los santos, el Dios Tres veces Santo, el Dios todo Amor, Pureza y Perfección, es pospuesto por un criminal, un asesino, un ladrón, que ni siquiera da signos de arrepentimiento. El Pueblo Elegido elige a un ídolo del mal, antes que al Dios de Bondad infinita.

Es la imagen de los católicos idólatras, que dejando a un lado al Dios de los sagrarios, a Jesús Sacramentado, se inclinan a los ídolos como el Gauchito Gil, San La muerte o la Difunta Correa, pero también representan a aquellos católicos, como lo dice el mismo Señor, que en vez de llenar sus corazones con el Amor de Dios, lo llenan con el odio, el rencor, la venganza; representa a quienes, en vez de llenar sus almas con la humildad de Cristo y de María, aprovechando la humillación o buscando la auto-humillación, se inflan con deseos de vanagloria, de honores mundanos, conseguidos al precio de sus almas; representan a los cristianos que, en vez de vivir en la sobriedad y en el decoro, tratando de imitar la pobreza evangélica de Jesucristo, se arrastran por los placeres y dignidades mundanas, y llenan sus vientres con comilonas y embriagueces.

El cristiano, viendo la ofensa y el ultraje inenarrable que recibe Jesús al ser pospuesto a un criminal, y al ver cómo la Eucaristía es pospuesta por los placeres y atractivos del mundo, y cómo la adoración eucarística es reemplazada por la adoración idolátrica a ídolos demoníacos, debe reparar por todo esto, por medio de la oración y de la adoración eucarística reparadora.

Luego a Jesús, habiendo sido condenado injustamente a ser flagelado, por el inicuo y cobarde juez Poncio Pilato, le son quitadas sus vestiduras:

“Despojado Jesús mío, permíteme que me desahogue, pues de lo contrario no podré continuar viéndote sufrir tanto... ¿Cómo? Tú, que vistes a todas las cosas creadas, al sol de la luz, al cielo de estrellas, a las plantas de hojas y de flores y a los pajarillos de plumas... Tú, ¿desnudo? ¡Qué osadía, qué atrevimiento!

Pero mi amantísimo Jesús, con la luz que irradia de sus ojos, me dice: "Calla, oh hija. Era necesario que Yo fuese desnudado para reparar por tantos que se despojan de todo pudor, de candor y de inocencia; que se desnudan de todo bien y virtud y de mi Gracia, y se visten de toda brutalidad, viviendo a la manera de las bestias. En mi virginal confusión quise reparar por tantas deshonestidades y lascivias y placeres bestiales... Pero sigue atenta a todo lo que hago, ora y repara conmigo y... cálmate".

Despojado Jesús, tu amor pasa de exceso en exceso. Veo que los verdugos toman los flagelos y te azotan sin piedad, tanto, que todo tu santísimo cuerpo queda lívido; y con tanta ferocidad y furor te golpean que están ya cansados, pero otros dos verdugos los sustituyen... toman otros flagelos y te azotan tanto que en seguida comienza a chorrear sangre de tu santísimo cuerpo a torrentes... y lo continúan golpeando todo, abriendo surcos... haciéndolo todo una llaga. Pero aún no les basta, otros dos continúan, y con nuevos flagelos más agudos y pesados prosiguen la dolorosa carnicería. A los primeros golpes esas carnes llagadas se desgarran y a pedazos caen por tierra; los huesos quedan al descubierto y la sangre chorrea y cae al suelo formando un verdadero lago en torno a la columna...”.

Hoy en día la inmoralidad es tomada como virtud y como un derecho humano, y de ese modo, se profanan una y mil veces los cuerpos de los hombres, llamados a ser “templos del Espíritu Santo”, según San Pablo. La crudelísima flagelación que sufre Jesús se debe a los innumerables pecados contra la carne que en todo el mundo y a toda hora se cometen. Todavía más, como si no fuera suficiente la ola nauseabunda que viene de los adultos, se quiere incorporar a esta náusea a la niñez, y para ello se les enseña, desde muy pequeños, que el cuerpo puede ser transformado las veces que se quiera, y puede ser profanado como se quiera y cuando se quiera.

Si el cuerpo es templo del Espíritu Santo, al profanar el cuerpo, se profana a la Persona del Espíritu Santo que ha tomado posesión de él desde el bautismo, y esta sacrílega profanación es la que Jesús repara con la flagelación. Al ser flagelado, Jesús repara por los pecados de lujuria y de lascivia, cometidos por quienes olvidan que sus cuerpos han sido consagrados

El cristiano debe estar muy atento a no sumarse a la multitud de aquellos que golpean sin saña a Nuestro Señor, aquellos que tomando a burla la condición de templo de Dios que ha adquirido el cuerpo por el bautismo, lo profanan una y mil veces, todos los días.

Para saber hasta dónde debe llegar nuestro sacrificio, el alma debe contemplar el estado en el que queda Jesús, como consecuencia de su sacrificio de amor: “Jesús, flagelado amor mío, mientras te encuentras bajo esta tempestad de golpes me abrazo a tus pies para poder tomar parte en tus penas y quedar toda cubierta con tu preciosísima Sangre. Y cada golpe que recibes es una nueva herida para mi corazón, y mucho más, pues poniendo atención en mis oídos, percibo tus ahogados gemidos, los cuales no se escuchan bien porque la tempestad de golpes ensordece el ambiente, y en esos gemidos oigo que dices: "Vosotros, todos los que me amáis, venid a aprender del heroísmo del verdadero amor; venid a saciar en mi sangre la sed de vuestras pasiones, la sed de tantas ambiciones, de tantos deseos de placeres... de tanta sensualidad. En esta sangre mía hallaréis el remedio para todos vuestros males."

Y con tus gemidos continúas: "Mírame, oh Padre, hecho todo una llaga bajo esta tempestad de golpes, pero no me basta, pues quiero formar en mi cuerpo tantas llagas que en el Cielo de mi Humanidad sean suficientes moradas para todas las almas, de modo que conforme en Mí mismo su salvación, para hacerlos pasar luego al Cielo de la Divinidad... Padre mío, cada golpe de flagelo repare ante ti, una por una, cada especie de pecado, y al golpearme a Mí, sean excusa para quienes los cometen... Que estos golpes golpeen los corazones de las criaturas y les hablen de mi amor por ellas, tanto que las forcen a rendirse a Mí".

Viendo el sacrificio de Jesús, el cristiano debe ofrecer él mismo sacrificios diarios: debe hacer mortificación, ayunos, penitencias, para reparar por todos los ultrajes que recibe Jesús en su Cuerpo y en su Presencia Eucarística.

domingo, 17 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Pasión

Este icono, del tipo de "Nuestra Señora del Perpetuo Socorro",
se llama también "Glykophilousa",
o "Del dulce beso".
En este icono los ángeles le muestran al Niño,
de modo anticipado, los instrumentos de su tortura,
y el Niño, ante la vista de la Pasión
que ha de sufrir,
siente temor, y gira en busca de su Madre,
en busca de consuelo, estirando su manito para acariciarla.
La Madre de Dios, a su vez,
besa tiernamente a su Hijo,
dando origen al nombre del icono.


Podemos orar con este icono meditando en lo que su nombre evoca: la Pasión del Hombre-Dios Jesucristo.

Para ello, he aquí un breve relato, desde el Huerto hasta la crucifixión.

Ya en el Huerto de los Olivos había conocido Jesús la ingratitud, la indiferencia y la decidia de sus discípulos: mientras Él sudaba sangre y experimentaba terror y una angustia de muerte (cfr. Mt 26, 38) ante la visión de la maldad de los pecados de los hombres, y mientras sufría en agonía porque sabía que muchas de las almas por las cuales Él moría se iban igualmente a condenar, sus discípulos, llevados por el cansancio de la jornada, pero también por la falta de amor hacia Jesús, y por la incomprensión del don de su amor que les estaba por hacer al morir por ellos en la cruz, duermen (cfr. Mt 26, 40).

Mientras Jesús suda sangre y llora de angustia y sufre el espanto de la visión de los pecados de la humanidad, los discípulos duermen en el Huerto de los Olivos.

Jesús conoce el abandono, la pereza, la indiferencia, la incomprensión de sus discípulos.

También en el Huerto de los Olivos había conocido la amargura y el dolor de la traición, al consumarse la entrega de Judas Iscariote. El dolor de Jesús se refleja en las palabras que dice a Judas: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Lc 22, 48). Lo trata de ‘amigo’, y le hace ver que ha usado el signo propio de la amistad, el beso en la mejilla, para consumar la traición. El dolor de Jesús se ve aumentado porque quien lo entrega es alguien a quien Él considera su amigo: “Amigo”, le dice al ser entregado por Judas.

Luego del Huerto, cuando ya ha emprendido el camino de la cruz, a lo largo de todo el camino de la Pasión, Jesús recibe insultos, golpes, escupitajos. Es decir, tanto en el Huerto como en el camino de la cruz, Jesús sólo conoce por parte de los hombres abandono, traición, amargura, soledad, llanto, golpes y latigazos.

Jesús no solo no tiene consuelo de parte de los hombres, sino que los hombres, aliados con los ángeles caídos, y por permisión divina, se dejan llevar por la furia y el odio deicida, y descargan toda la maldad de sus corazones humanos en el cuerpo maltrecho del Cordero de Dios, que sin quejarse se deja llevar al matadero.

Sólo su Madre, María, le da el consuelo que le da fuerzas para llegar a la cima del Monte Calvario. Si de los hombres recibe insultos, golpes, furia homicida y deicida –llevados por un odio satánico, los hombres matarían a Dios si pudieran hacerlo-, de María recibe consuelo, amor, dulzura, paz, ternura, que obran en el Hombre-Dios, maltrecho y malherido, como si le aplicaran aceite y bálsamo en sus heridas cubiertas de sangre y de polvo.

La mirada de amor maternal de María, al cruzarse con la mirada de Jesús, en el momento en el que Jesús cae llevando la cruz –es el encuentro con la Madre, que se recuerda en el rezo del Via Crucis-, es más poderosa que la más poderosa de todas las medicinas y todos los ungüentos juntos.

La mirada de María a su Hijo Jesús, cuando cae con la cruz camino del Calvario, es la mirada del amor de la Madre de Dios, y basta esa mirada para que Jesús, el Hijo de las entrañas virginales de María, se levante renovado en sus fuerzas y lleve la cruz hasta la cima del Monte Calvario.

El Hijo de Dios experimenta el dolor y la tribulación de la cruz, pero recibe también de su Madre la mirada de su amor y el saber que su Madre está con Él hasta que Él entregue su espíritu al Padre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 16-20), les dice Jesús a sus discípulos; “Yo estoy contigo, Hijo de mi Corazón, todos los días hasta el fin de tus días”, le dice la Virgen a su Hijo Jesús, y lo acompaña a lo largo de la Pasión, y se queda con Él hasta que muere en la cruz.

Así como María acompaña a su Hijo Jesús en la Gran Tribulación de la cruz, así nos acompaña a nosotros, que también somos hijos suyos, en las tribulaciones de la vida, y así como Jesús recibió, en el camino del Calvario, la mirada de amor de su Madre, así nosotros debemos pedir lo mismo, para llevar hasta el fin la cruz de todos los días: debemos pedirle a María que nos acompañe en el camino de la vida, llevando la cruz; que sea su mirada de Madre amorosa la que nos de la fuerza del amor de Dios; que nos mire en nuestro desamparo, como miró a Jesús camino de la cruz.


P. Álvaro Sánchez Rueda

lunes, 7 de marzo de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Pasión



Podemos orar con este icono meditando en lo que su nombre evoca: la Pasión del Hombre-Dios Jesucristo.

Para ello, he aquí un breve relato, desde el Huerto hasta la crucifixión.

Ya en el Huerto de los Olivos había conocido Jesús la ingratitud, la indiferencia y la decidia de sus discípulos: mientras Él sudaba sangre y experimentaba terror y una angustia de muerte (cfr. Mt 26, 38) ante la visión de la maldad de los pecados de los hombres, y mientras sufría en agonía porque sabía que muchas de las almas por las cuales Él moría se iban igualmente a condenar, sus discípulos, llevados por el cansancio de la jornada, pero también por la falta de amor hacia Jesús, y por la incomprensión del don de su amor que les estaba por hacer al morir por ellos en la cruz, duermen (cfr. Mt 26, 40).

Mientras Jesús suda sangre y llora de angustia y sufre el espanto de la visión de los pecados de la humanidad, los discípulos duermen en el Huerto de los Olivos.

Jesús conoce el abandono, la pereza, la indiferencia, la incomprensión de sus discípulos.

También en el Huerto de los Olivos había conocido la amargura y el dolor de la traición, al consumarse la entrega de Judas Iscariote. El dolor de Jesús se refleja en las palabras que dice a Judas: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Lc 22, 48). Lo trata de ‘amigo’, y le hace ver que ha usado el signo propio de la amistad, el beso en la mejilla, para consumar la traición. El dolor de Jesús se ve aumentado porque quien lo entrega es alguien a quien Él considera su amigo: “Amigo”, le dice al ser entregado por Judas.

Luego del Huerto, cuando ya ha emprendido el camino de la cruz, a lo largo de todo el camino de la Pasión, Jesús recibe insultos, golpes, escupitajos. Es decir, tanto en el Huerto como en el camino de la cruz, Jesús sólo conoce por parte de los hombres abandono, traición, amargura, soledad, llanto, golpes y latigazos.

Jesús no solo no tiene consuelo de parte de los hombres, sino que los hombres, aliados con los ángeles caídos, y por permisión divina, se dejan llevar por la furia y el odio deicida, y descargan toda la maldad de sus corazones humanos en el cuerpo maltrecho del Cordero de Dios, que sin quejarse se deja llevar al matadero.

Sólo su Madre, María, le da el consuelo que le da fuerzas para llegar a la cima del Monte Calvario. Si de los hombres recibe insultos, golpes, furia homicida y deicida –llevados por un odio satánico, los hombres matarían a Dios si pudieran hacerlo-, de María recibe consuelo, amor, dulzura, paz, ternura, que obran en el Hombre-Dios, maltrecho y malherido, como si le aplicaran aceite y bálsamo en sus heridas cubiertas de sangre y de polvo.

La mirada de amor maternal de María, al cruzarse con la mirada de Jesús, en el momento en el que Jesús cae llevando la cruz –es el encuentro con la Madre, que se recuerda en el rezo del Via Crucis-, es más poderosa que la más poderosa de todas las medicinas y todos los ungüentos juntos.

La mirada de María a su Hijo Jesús, cuando cae con la cruz camino del Calvario, es la mirada del amor de la Madre de Dios, y basta esa mirada para que Jesús, el Hijo de las entrañas virginales de María, se levante renovado en sus fuerzas y lleve la cruz hasta la cima del Monte Calvario.

El Hijo de Dios experimenta el dolor y la tribulación de la cruz, pero recibe también de su Madre la mirada de su amor y el saber que su Madre está con Él hasta que Él entregue su espíritu al Padre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 16-20), les dice Jesús a sus discípulos; “Yo estoy contigo, Hijo de mi Corazón, todos los días hasta el fin de tus días”, le dice la Virgen a su Hijo Jesús, y lo acompaña a lo largo de la Pasión, y se queda con Él hasta que muere en la cruz.

Así como María acompaña a su Hijo Jesús en la Gran Tribulación de la cruz, así nos acompaña a nosotros, que también somos hijos suyos, en las tribulaciones de la vida, y así como Jesús recibió, en el camino del Calvario, la mirada de amor de su Madre, así nosotros debemos pedir lo mismo, para llevar hasta el fin la cruz de todos los días: debemos pedirle a María que nos acompañe en el camino de la vida, llevando la cruz; que sea su mirada de Madre amorosa la que nos de la fuerza del amor de Dios; que nos mire en nuestro desamparo, como miró a Jesús camino de la cruz.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Oremos con el icono de la Madre de Dios "Nuestra Señora del Perpetuo Socorro"


En el ícono de la Virgen del Perpetuo Socorro se ve la imagen de la Virgen, que sostiene en brazos a su Hijo Jesús; la Virgen mira hacia adelante; hacia, el fondo, se ven las iniciales, en letras griegas, que significan “Madre de Dios”; hacia arriba, y rodeando por ambos lados a la Virgen y el Niño, hay dos ángeles, que traen en sus manos la cruz, los clavos, la corona de espinas; el Niño, que está en brazos de María, gira repentinamente su cabeza y mira hacia arriba y hacia su izquierda, hacia el lugar en donde se encuentra uno de los ángeles, que le muestra los instrumentos de la Pasión; a causa de esta visión sorpresiva, el Niño, que está calzado con sandalias, gira, y en su giro, se desata una de sus sandalias, la cual queda suspendida en el aire, casi fuera del pie; hacia el otro costado de la Virgen, y hacia arriba, se ve a otro ángel, que sostiene también entre sus brazos otros instrumentos de la Pasión.

La Virgen del Perpetuo Socorro ayuda al Niño Jesús, que se estremece por la visión de los instrumentos de su muerte, traídos por los ángeles. Los ángeles muestran al Niño la cruz, los clavos, la corona de espinas, la lanza, y el Niño, que está tranquilo en los brazos de su Madre, siente temor ante la muerte en cruz, y en su temor, se mueve, y al moverse, su sandalia se sale de su pie. La Virgen lo sostiene firme en sus brazos; la Virgen sostiene en sus brazos a Dios hecho Niño, y con su amor maternal lo consuela y le da fuerzas.

La Virgen socorre a su Niño ante el peligro de muerte, y es por eso que el ícono toma el nombre de “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”.

Pero el auxilio de María no se limita a un ícono; no es sólo una imagen, sino que es un ícono que refleja la realidad, porque es en la realidad del misterio pascual de Jesús, en donde María socorre a su Hijo: socorre a su Hijo en la huida a Egipto, huyendo al exilio porque los hombres quieren matar a su Hijo, y lo socorre llevándolo en sus brazos; socorre a su Hijo en el Apocalipsis, cuando María huye, con su Hijo en sus brazos, al desierto, para evitar que el dragón, que había caído a la tierra desde el cielo, mate a su Hijo Jesús; la Virgen socorre a su Hijo con su mirada en la Vía Dolorosa, cuando su Hijo cae con la cruz a cuestas, camino del patíbulo; lo socorre con su amor maternal, cuando su Hijo agoniza en la cruz.

María socorre a su Hijo Jesús a lo largo de todo el misterio pascual, pero es en la cruz en donde se ve el mayor desamparo de Jesús, y es en la cruz en donde Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se muestra en toda su grandeza como Madre amorosa que auxilia a su Hijo. Aunque sostiene a su Hijo en sus brazos, como en el ícono, así lo sostiene, con algo más fuerte que sus brazos, y es su amor maternal, al amor de la Madre de Dios.

La cruz del Calvario, en donde María socorre a su Hijo que agoniza, es la continuación y prolongación del ícono; la cruz del Calvario es un ícono que tiene similitudes y diferencias con el ícono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro: las similitudes, la Presencia de María Santísima en ambos íconos, y en ambos socorre a su Hijo; las diferencias, que en la cruz se consuma lo que se prefigura en el ícono.

En la cruz, a diferencia de lo que sucede en el ícono, no son ya los ángeles quienes muestran a Jesús los instrumentos de su muerte; son los hombres, movidos por el odio deicida, quienes además de mostrar a Jesús los instrumentos de muerte, el leño, los clavos, la corona de espinas, la lanza, ahora los usan contra Jesús, quitándole la vida.

En la cruz, no se sale de sus pies la sandalia, como en el ícono; porque le han sido quitadas sus sandalias, y al puesto de las sandalias, tiene ahora dos grandes clavos de hierro que clavan sus pies al madero.

En el ícono de la Virgen del Perpetuo socorro, la Virgen sostiene en brazos a su Niño, que se estremece ante los instrumentos de su muerte; en la cruz, su Hijo está muriendo porque esos instrumentos de muerte ya están obrando sobre Él, y la Virgen lo sostiene, más que con sus brazos, con su amor maternal, que es más fuerte que sus brazos.

En el ícono, María sostiene entre sus brazos el cuerpo vivo de su Niño; en la cruz, sostiene entre sus brazos el cuerpo muerto de su Hijo, al ser descendido de la cruz.

En el ícono, aparece el nombre de María Santísima, como “Madre de Dios”, para recordarnos que esa Mujer que sostiene en brazos a un Niño que se asusta ante la cruz, es la Madre de Dios Hijo.

En el Calvario, María es la Madre de Dios que con su amor sostiene hasta el fin a su Hijo Jesús, quien gracias al amor de la Madre lleva hasta el extremo el sacrificio de la cruz.

A Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que auxilió al Hijo de Dios a lo largo de toda su vida terrena, desde su nacimiento hasta su muerte en la cruz, a Ella le pedimos que también a nosotros nos auxilie en las tribulaciones de la vida, y nos sostenga con su amor maternal hasta el fin.

lunes, 8 de marzo de 2010

María memoria viva de la Pasión


La Pasión de Jesús es la causa de nuestra salvación y por lo tanto es la causa de nuestra felicidad, tanto en esta tierra, como en el cielo. ¿De qué manera podemos tener siempre presente la Pasión de Jesús –que fue sufrida por mí de modo personal-, sin que se convierta nada más que en una devoción piadosa? ¿De qué manera lograr que la Pasión de Jesús sea parte de mi vida? ¿Cómo hacer para tener siempre presente a la Pasión del Redentor?
Recurriendo a María. Según la beata Sor María Agreda, María, luego de la Pasión y resurrección de su Hijo, tenía “siempre presente en su memoria toda la vida, obras y misterios de su Hijo santísimo”, porque, además de la visión continua de la divinidad en donde María conocía todas las cosas, Dios le había concedido el don de que no olvidase lo que conocía y aprendía una vez[1].
María había acompañado a su Hijo durante toda su vida, y lo acompañó, en el silencio y ocultamente, de manera especial en la Pasión, por todos estos motivos, María recordaba con fervor y amor su Pasión. Pero no recordaba la Pasión de su Hijo solo por haberlo visto en la Flagelación, en la coronación de espinas, en la crucifixión. María no solo lo acompañó, sino que, también por un don especialísimo, sufrió con Él todos los dolores que padeció Jesús, sin que quedase ninguno de esos tormentos sin que María los sufriese personalmente[2].
Todo esto constituía un motivo suficiente para que María recordase y tuviese siempre presente a la Pasión de su Hijo. Pero dice la beata Ágreda que era otro motivo, mucho más fuerte, lo que hacía que María tuviera siempre delante suyo la Pasión de Jesús: María recibía la Eucaristía con profunda devoción, y en la Eucaristía se unía espiritualmente, mientras vivía en la tierra, con su Hijo, que había resucitado, pero que en el misterio eucarístico y en el misterio de la iglesia y de su liturgia, continuaba –y continuará hasta el fin de los tiempos- su Pasión redentora[3].
Es María quien nos puede conceder el don de no solo recordar piadosamente la Pasión de su Hijo, sino de participar de esa Pasión.
[1] Cfr. Sor María de Jesús Agreda, Mística Ciudad de Dios. Vida de María, Concepcionistas de Agreda, Madrid 1992, capítulo 10, 1390.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.