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viernes, 29 de marzo de 2013

Los Dolores de la Virgen



         Jesús acaba de morir. Luego de tres horas de penosa agonía y de sufrir dolores atroces, Jesús da un fuerte grito y expira.
         Al pie de la Cruz, la Virgen, con su rostro lívido y surcado de lágrimas, y con su Inmaculado Corazón triturado por el dolor, con la amargura que atenaza su garganta, permanece al lado de su Hijo, que acaba de morir.
         La Virgen ha quedado sola con su Hijo muerto. Su hijo adoptivo Juan, Nicodemo, las santas mujeres, y el resto de los discípulos fieles se han retirado; han ido a preparar los elementos necesarios para bajar el Cuerpo de Jesús de la Cruz -para lo cual necesitan sogas y una escalera-, y también el sudario que servirá de mortaja, y los aceites perfumados con los que las santas mujeres ungirán el Cuerpo de Jesús; Nicodemo, a su vez, ha ido a acondicionar el sepulcro nuevo, de su propiedad, en donde será sepultado Jesús.
         La Virgen ha quedado sola, al pie de la Cruz.
         En su soledad, la Virgen, anegada en un océano de dolor, no piensa en otra que en los dolores que ha sufrido desde la infancia de Jesús.
         La Virgen recuerda el dolor profetizado por el anciano Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón” (Lc 2, 35), pero ahora parece como si esas palabras se hubieran materializada no en una, ni en siete, sino en mil espadas de dolor: ¡Jesús ha muerto en la Cruz!
         Ya Jesús había dicho que era del “corazón del hombre de donde salían toda clase de cosas malas”, y ahora todas esas cosas malas –hipocresías, mentiras, violencias, robos, traiciones, homicidios, adulterios, perversidades de todo tipo-, todos esos pecados de los hombres, habían logrado dar muerte a su Hijo, al tiempo que se volvían sobre Ella provocándole un mar de amargura y dolor.
         La Virgen recuerda la tribulación y el dolor padecido en la Huida a Egipto, cuando Ella, llevando al Niño en brazos, y José, tuvieron que huir a causa de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13); ahora ese dolor regresa, multiplicado por millones de veces, uno por cada niño abortado, convertido en una marea negra y espesa que le sofoca el Corazón y amenaza con privarla de la vida.
         La Virgen recuerda el dolor y la amargura sufridos en los tres días en que Jesús estuvo perdido en el templo (cfr. Lc 2, 41-51), y ese dolor se aumenta ahora al infinito, al contemplar la Virgen la inmensa multitud de almas que a lo largo de la historia humana se habrían de perder, extraviándose por las oscuras sendas del gnosticismo, del paganismo, del materialismo, del ateísmo, perdiendo de vista a Jesús, que está en la Eucaristía, en la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana.

         La Virgen recuerda su encuentro con Jesús en el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz (Via Crucis, 4ª Estación), y esto la conforta entre tantos dolores, al recordar cómo Jesús se alegró por este encuentro y cómo se vio fortalecido con su mirada maternal, mirada que le concedió la fuerza sobrenatural de su amor maternal, y así animado con esta fuerza, continuó su camino hasta la cima del Monte Calvario.
         Pero inmediatamente la invade una oleada de dolor indescriptible, al contemplar la Virgen la multitud de sus hijos, nacidos al pie de la Cruz, que caen aplastados por el peso del pecado y que no acuden a Ella ni a su Hijo para pedir auxilio, haciendo vano el sacrificio de Jesús, y con gemidos y lágrimas ruega por ellos, para que al menos le dediquen una mirada, un suspiro, y así pueda Ella socorrerlos con la fuerza de su maternal amor.
         La Virgen recuerda la crucifixión y muerte de su Hijo (Jn 19, 17-30), que acaba de suceder, y su Corazón se anega en desconocidos abismos y profundidades de dolores inenarrables, al revivir la inmensidad de los sufrimientos de su Hijo, imposibles de describir, porque Jesús sufrió la muerte de todos y cada uno de los hombres, y también todas sus penas y todos sus dolores, para así salvarlos. Pero inmediatamente, a estos dolores ya de por sí inabarcables, se le suman nuevos dolores, cada vez más y más intensos, al contemplar la Virgen con tristeza cómo muchísimos de aquellos por quienes murió Jesús, hacen vano su sacrificio, renegando de su Hijo, encaminándose decididamente por los caminos de la perdición, y la Virgen, así agobiada por el dolor, no hace otra cosa que ofrecerlos todos al Padre, para lograr que sus enceguecidos hijos alcancen la gracia de la perfecta contrición y la conversión del corazón.
         Mientras la Virgen María, ensimismada y anegada en su dolor co-rredentor, medita estas cosas en su Inmaculado Corazón, los discípulos descienden el Cuerpo de Jesús y lo depositan en los amorosos brazos de María, que a este gesto ve redoblado, multiplicado, centuplicado, el dolor inagotable que la embargaba. Ante la vista de su Hijo muerto, no puede la Virgen contener sus lágrimas, y son tantas y fluyen con tanta abundancia de sus dulces ojos, que al caer de su rostro sobre el rostro lívido y frío de Jesús, le sirven de cristalina y límpida agua, que limpia la tierra, el barro, la sangre coagulada que cubría las hermosas facciones del Hombre-Dios, y hasta suavizan la contracción de los músculos de la cara, contraídos por la intensidad de los dolores sufridos en la Cruz. Pero a estos dolores, de por sí ya insoportables, se le suman nuevos dolores, en oleadas interminables, al contemplar la Virgen la multitud de hijos suyos, muertos a la vida de la gracia por el pecado mortal, y le pide al Padre que acepte la muerte de su Hijo y los dolores de su Inmaculado Corazón, para vuelvan cuanto antes a la vida de los hijos de Dios, por la contrición y la confesión sacramental.
         La Virgen acompaña a la procesión fúnebre que lleva a su Hijo al sepulcro (Jn 19, 38-42), hasta llegar al sepulcro y entrar en él, y el dolor que le quema el Corazón aumenta tanto en intensidad y se vuelve tan profundo, que le parece que le quita la vida, porque el único consuelo que le quedaba, que era tener -aunque sea muerto, pero lo tenía- entre sus brazos a su Hijo, ahora ya no lo tiene más, pero acepta resignada la Voluntad amorosa de Dios Padre, que todo lo dispone para la salvación de las almas.
         Anegada por mareas interminables de dolor, pero al mismo tiempo revestida de serena alegría, porque recuerda las palabras de su Hijo, que habría de resucitar al tercer día, ofrece al Padre sus dolores, pidiéndole por tantos hijos suyos, muertos por el pecado, para que resuciten a la vida nueva que les trajo Jesús.
         El Viernes Santo, la Virgen de los Dolores llora la muerte de su Hijo, reza y ofrece sus dolores por la conversión de sus hijos adoptivos pecadores y espera, con alegre esperanza, el Día feliz, el Domingo de Resurrección. 

domingo, 17 de abril de 2011

Oremos con el icono de la Madre de Dios La Pasión

Este icono, del tipo de "Nuestra Señora del Perpetuo Socorro",
se llama también "Glykophilousa",
o "Del dulce beso".
En este icono los ángeles le muestran al Niño,
de modo anticipado, los instrumentos de su tortura,
y el Niño, ante la vista de la Pasión
que ha de sufrir,
siente temor, y gira en busca de su Madre,
en busca de consuelo, estirando su manito para acariciarla.
La Madre de Dios, a su vez,
besa tiernamente a su Hijo,
dando origen al nombre del icono.


Podemos orar con este icono meditando en lo que su nombre evoca: la Pasión del Hombre-Dios Jesucristo.

Para ello, he aquí un breve relato, desde el Huerto hasta la crucifixión.

Ya en el Huerto de los Olivos había conocido Jesús la ingratitud, la indiferencia y la decidia de sus discípulos: mientras Él sudaba sangre y experimentaba terror y una angustia de muerte (cfr. Mt 26, 38) ante la visión de la maldad de los pecados de los hombres, y mientras sufría en agonía porque sabía que muchas de las almas por las cuales Él moría se iban igualmente a condenar, sus discípulos, llevados por el cansancio de la jornada, pero también por la falta de amor hacia Jesús, y por la incomprensión del don de su amor que les estaba por hacer al morir por ellos en la cruz, duermen (cfr. Mt 26, 40).

Mientras Jesús suda sangre y llora de angustia y sufre el espanto de la visión de los pecados de la humanidad, los discípulos duermen en el Huerto de los Olivos.

Jesús conoce el abandono, la pereza, la indiferencia, la incomprensión de sus discípulos.

También en el Huerto de los Olivos había conocido la amargura y el dolor de la traición, al consumarse la entrega de Judas Iscariote. El dolor de Jesús se refleja en las palabras que dice a Judas: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Lc 22, 48). Lo trata de ‘amigo’, y le hace ver que ha usado el signo propio de la amistad, el beso en la mejilla, para consumar la traición. El dolor de Jesús se ve aumentado porque quien lo entrega es alguien a quien Él considera su amigo: “Amigo”, le dice al ser entregado por Judas.

Luego del Huerto, cuando ya ha emprendido el camino de la cruz, a lo largo de todo el camino de la Pasión, Jesús recibe insultos, golpes, escupitajos. Es decir, tanto en el Huerto como en el camino de la cruz, Jesús sólo conoce por parte de los hombres abandono, traición, amargura, soledad, llanto, golpes y latigazos.

Jesús no solo no tiene consuelo de parte de los hombres, sino que los hombres, aliados con los ángeles caídos, y por permisión divina, se dejan llevar por la furia y el odio deicida, y descargan toda la maldad de sus corazones humanos en el cuerpo maltrecho del Cordero de Dios, que sin quejarse se deja llevar al matadero.

Sólo su Madre, María, le da el consuelo que le da fuerzas para llegar a la cima del Monte Calvario. Si de los hombres recibe insultos, golpes, furia homicida y deicida –llevados por un odio satánico, los hombres matarían a Dios si pudieran hacerlo-, de María recibe consuelo, amor, dulzura, paz, ternura, que obran en el Hombre-Dios, maltrecho y malherido, como si le aplicaran aceite y bálsamo en sus heridas cubiertas de sangre y de polvo.

La mirada de amor maternal de María, al cruzarse con la mirada de Jesús, en el momento en el que Jesús cae llevando la cruz –es el encuentro con la Madre, que se recuerda en el rezo del Via Crucis-, es más poderosa que la más poderosa de todas las medicinas y todos los ungüentos juntos.

La mirada de María a su Hijo Jesús, cuando cae con la cruz camino del Calvario, es la mirada del amor de la Madre de Dios, y basta esa mirada para que Jesús, el Hijo de las entrañas virginales de María, se levante renovado en sus fuerzas y lleve la cruz hasta la cima del Monte Calvario.

El Hijo de Dios experimenta el dolor y la tribulación de la cruz, pero recibe también de su Madre la mirada de su amor y el saber que su Madre está con Él hasta que Él entregue su espíritu al Padre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 16-20), les dice Jesús a sus discípulos; “Yo estoy contigo, Hijo de mi Corazón, todos los días hasta el fin de tus días”, le dice la Virgen a su Hijo Jesús, y lo acompaña a lo largo de la Pasión, y se queda con Él hasta que muere en la cruz.

Así como María acompaña a su Hijo Jesús en la Gran Tribulación de la cruz, así nos acompaña a nosotros, que también somos hijos suyos, en las tribulaciones de la vida, y así como Jesús recibió, en el camino del Calvario, la mirada de amor de su Madre, así nosotros debemos pedir lo mismo, para llevar hasta el fin la cruz de todos los días: debemos pedirle a María que nos acompañe en el camino de la vida, llevando la cruz; que sea su mirada de Madre amorosa la que nos de la fuerza del amor de Dios; que nos mire en nuestro desamparo, como miró a Jesús camino de la cruz.


P. Álvaro Sánchez Rueda