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martes, 2 de febrero de 2016

Nuestra Señora de la Candelaria o Fiesta de la Presentación del Señor


         En la Fiesta de la Presentación del Señor o Fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria se conmemora el momento en el que la Virgen, acompañada por San José, lleva a su Niño recién nacido al templo para cumplir con la prescripción de la Ley, que mandaba ofrecer al Señor a todo primogénito (cfr. Lc 2, 22-40). Ahora bien, ¿qué relación hay entre este hecho y la costumbre de bendecir las velas? Es decir, ¿por qué en este día se bendicen velas y por qué la Virgen lleva el nombre de “Nuestra Señora de la Candelaria”? ¿Qué representa la Virgen, llevando a su Niño en brazos?
Para poder responder a estas preguntas, hay que considerar que el Niño que lleva la Virgen no es un niño más entre tantos: es Dios Hijo Encarnado y puesto que es Dios Hijo, es también Luz, porque la naturaleza divina, que brota del Ser divino trinitario como de una fuente inagotable, es luminosa en sí misma. Jesús así lo revela, diciendo de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).
En la Presentación del Señor, la Virgen, entrando en el templo con el Niño -que es luz- en los brazos, es como cuando alguien entra en una habitación a oscuras llevando una candela, y de la misma manera a como las tinieblas desaparecen ante la luz de la candela, así la Virgen lleva en sus brazos a Jesús, Luz del mundo, que con la luz de la gloria de su Ser divino trinitario derrota a las tinieblas en las que está inmersa la humanidad: el pecado, la muerte y las tinieblas vivientes, el demonio y los ángeles apóstatas. El Niño que lleva la Virgen en sus brazos es el “Sol que nace de lo alto” (Lc 1,68-79), descripto por Zacarías; es el Dios de gloria infinita, que antes de la Encarnación habitaba “en una luz inaccesible” (cfr. 1 Tim 6, 16) y que ahora es llevado como un niño en brazos, por María Santísima.
Jesús es luz, pero no una luz inerte, sin vida, como la luz artificial, sino que es una luz viva, que vive con la vida misma de Dios Trino; por eso mismo, debido a que la luz de Jesús es la luz de Dios, que es una luz viva, cuando ilumina a alguien, al mismo tiempo que derrota y disipa las tinieblas en las que esa persona está envuelta, le concede, a ese a quien ilumina -y que se le acerca, como el anciano Simeón, con fe, con piedad y con amor-, la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos de la luz.
Quien es iluminado por este Niño, recibe entonces una vida nueva, porque la Luz que emana este Niño es Luz divina, que vivifica el alma con la vida misma de la Trinidad. Aquel que recibe la luz emanada por el Ser divino del Niño de María, no solo ve disipadas las tinieblas en las que estaba inmerso, sino que comienza a ver el mundo y su propia vida con una nueva luz, la luz de Dios, la luz del Niño de María. El que es iluminado por la Luz de María, el Niño Dios, comienza a entrever que en el horizonte de su existencia amanece un nuevo día, el día de la eternidad, la vida eterna en el Reino de los cielos y, al igual que Simeón, desea abandonar las tinieblas del mundo presente, para comenzar a vivir en la Luz Eterna, que es Dios, y por eso dice, junto con el anciano Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo ir en paz, porque mis ojos han visto la salvación, luz para las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel” (cfr. Lc 2, 29). Y como Simeón, que glorificaba a Dios con su vida de santidad, el que recibe la Luz de María, Cristo Jesús, glorifica a Dios con su vida, reflejando con sus obras la misericordia recibida.
          Aquí está, entonces la respuesta de porqué se bendicen y encienden las velas -y el por qué del nombre de María "Nuestra Señora de la Candelaria"-: así como la Virgen lleva en sus brazos a Cristo, Luz del mundo, que vence a las tinieblas -por eso es "Nuestra Señora de la Candelaria"-, así el cristiano, que vive en un mundo sumergido “en tinieblas y en sombras de muerte” (cfr. Lc 2, 29), lleva en la mano una vela bendecida y encendida para significar que ha sido iluminado en su interior por esta Luz divina y que, con su vida de santidad, se dirige al encuentro definitivo con la Luz que brilla en la eternidad, Cristo Jesús.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Los misterios de la Virgen María (XV)


La Virgen María nos enseña cómo recibir
a su Hijo Jesús en la Eucaristía


¿Cuál era el estado anímico y espiritual de la Virgen María al recibir a su Hijo en la Encarnación? Es muy importante saberlo, puesto que siendo Ella la Madre de Dios, y la que más cerca está de su Hijo, es a la vez nuestro ejemplo más preciado de cómo debemos nosotros recibir a Jesús. En otras palabras, siendo María al mismo tiempo Madre de Dios, al haberlo engendrado por el Espíritu Santo al anuncio del Arcángel Gabriel, y siendo María nuestra Madre del cielo, al habernos engendrado por el mismo Espíritu al pie de la Cruz, por pedido de Jesús –nos engendró espiritualmente como hijos al decirle Jesús a Juan: ‘He ahí a tu Madre’, porque en Juan estábamos todos representados-, María es ejemplo y modelo de cómo debemos recibir a Jesús, ante todo en la comunión eucarística.
         Por eso nos volvemos a preguntar: ¿cómo recibió María a su Hijo Jesús en la Encarnación? Y nos responde un Padre de la Iglesia del siglo II, San Justino: “La Virgen concibió a Cristo con fe y alegría”. Aquí tenemos entonces la clave de cómo debe ser nuestra comunión eucarística: con fe y con alegría, al igual que nuestra Madre del cielo, María Santísima.
         Dice así San Justino: “Él (Jesús) existía antes que el lucero de la mañana y que la luna, pero se dignó nacer tomando carne de aquella virgen de la familia de David para que por medio de esta dispensación destruyera a la serpiente que obra la maldad desde el principio y a sus ángeles que se le parecen. (…) Sabemos que nació de la Virgen como hombre, para que la desobediencia de la serpiente encontrara su destrucción por el mismo camino por el que tuvo principio. Eva era virgen e incorrupta, pero cuando concibió la palabra de la serpiente dio a luz la desobediencia y la muerte. En cambio la Virgen María concibió con fe y alegría cuando el ángel Gabriel le dio la buena noticia de que el Espíritu Santo descendería sobre Ella, y la fuerza del Altísimo la cubriría con su sombra, por lo cual, lo Santo que habría de nacer de Ella sería Hijo de Dios. Ella respondió: ‘Que se haga en mí según tu palabra’” (Diálogo con Trifón, 113, 4).
         San Justino nos enseña entonces cómo debe ser nuestro estado anímico y espiritual en el momento de comulgar: con fe y con alegría, al igual que la Virgen. Fe en la Palabra de Dios, de que su Hijo se encarnó en el seno virgen de María hace más de veinte siglos, y que continúa su encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, prolongando la Encarnación en la Eucaristía para luego prolongar su Presencia en nuestras almas y corazones. Alegría, porque nada hay que llene más al corazón humano de alegría infinita, de gozo indescriptible, de dicha verdadera, de regocijo celestial, que saber no solo que Dios existe, sino que ese Dios se ha encarnado y que quiere venir a habitar en los corazones que lo reciben con fe y con amor. Al recibir a Jesús Eucaristía, recordemos entonces el estado espiritual y anímico de nuestra Madre del cielo, María Santísima, para pedirle la gracia de recibir a su Hijo, en cada comunión, con su misma fe y con su misma alegría.
         Y de esa manera, colaboraremos también a hacer menos sombrío el mundo, y más luminoso porque, al igual que la luz eterna del Verbo de Dios resplandeció en María Santísima en el momento de la Encarnación, dando fuga a las tinieblas de la serpiente, así también Jesús resplandecerá en nuestras almas y corazones, en donde no habrá lugar para la oscuridad.