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martes, 27 de septiembre de 2022

María y el Cuerpo místico, según el Manual del Legionario

 


         El Manual del Legionario continúa con la doctrina católica del Cuerpo Místico de Cristo, para que profundicemos en la labor de la Legión de María. Según el Manual, los miembros de la Legión ejercen, con sus prójimos, el mismo oficio maternal que la Virgen ejerció con su Hijo, oficiando la Legión como una prolongación de la Virgen. Dice así el Manual: “Los varios oficios que ejerció María alimentando, criando y prodigando amor al cuerpo físico de su divino Hijo, los continúa ejerciendo ahora en favor de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo místico, tanto de los más altos como de los más ínfimos. Eso significa que, al mostrarse solícitos los miembros unos de otros (1 Cor 12, 25), no lo hacen independientemente de María, aunque -por descuido o ignorancia- no sean conscientes de su intervención. No hacen más que unir sus esfuerzos con los de Ella”[1].

         En otras palabras, el Manual dice que toda obra de misericordia, corporal y espiritual, que realice un miembro de la Legión, no lo hace separado de la Virgen, sino en unión con Ella; es como decir que la Virgen continúa cuidando el Cuerpo de su Hijo, que son los bautizados, a través de la Legión.

         Dice el Manual que cuando el legionario hace una obra de misericordia en favor de sus hermanos, lo hace como instrumento de la Virgen: “Habría que decir que no son propiamente los legionarios quienes se valen de la ayuda de María, para mejor servir a los demás miembros del Cuerpo místico: es Ella quien se digna servirse de ellos”.

Esto es muy importante tener en cuenta, porque con mucha frecuencia nosotros, los seres humanos, anteponemos nuestro ego, nuestro “yo”, a toda obra buena y cuando hacemos una obra buena, nos atribuimos los méritos y los premios que se derivan de esa obra buena, pero esto no es así y mucho menos en la Legión, porque el mérito de toda obra de misericordia le corresponde a la Virgen, ya que como legionarios, actuamos como servidores de la Virgen, de manera tal que la obra buena que seamos capaces de hacer, la hacemos en nombre de la Virgen y bajo la guía de la Virgen y en consecuencia el mérito le corresponde sólo a la Virgen.

Estas consideraciones nos ayudan a evitar, dice el Manual, toda “idea mezquina” y también podríamos decir egoísta, que pueda surgir en nosotros cuando hacemos una obra de misericordia: no somos nosotros quienes obramos, sino la Virgen en nosotros y a través de nosotros, para gloria de su Hijo Jesucristo.



[1] Cfr. Manual del Legionario, IX, 2.

sábado, 23 de marzo de 2019

El Legionario y la Santísima Trinidad 2



         Desde sus inicios, la Legión tuvo siempre una estrecha relación con la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo[1]. En su primer acto público, la Legión se dirigió al Espíritu Santo y luego al Hijo de Dios, por intermedio de María. En el diseño del vexillium, el águila romana pagana fue reemplazada por la figura de la Dulce Paloma del Espíritu Santo, tomando a su vez la Virgen el lugar del emperador, con lo cual se significaba que el Espíritu Santo transmitía al mundo sus gracias por intermedio de María. También en la téssera quedó plasmado este concepto: el Espíritu Santo se cierne sobre la Legión y comunica de su poder a la Virgen, poder con el cual aplasta la cabeza de la Serpiente Antigua. Además, el color de la Virgen no es azul, como podría suponerse, sino rojo, indicando el color con el que se representa al Espíritu Santo, el color del fuego, ya que es llamado también “Fuego del Divino Amor” y es el fuego en el que está envuelta la Virgen[2].
         Todo esto sirvió como antecedente para que en la Promesa Legionaria se dirigiera al Espíritu Santo y no a la Reina de la Legión, con lo cual se refuerza la idea de que es el Espíritu Santo el que regenera al mundo con sus gracias, aunque estas, por pequeñas que sean, pasan siempre por la Virgen.
         Hay algo que la Legión siembre debe tener en claro en la Virgen y es para imitarla y es que la Virgen entabla una relación personal con cada una de las Divinas Personas de la Trinidad: Dios Padre la eligió como su Hija predilecta para la Encarnación de Dios Hijo; Dios Hijo la eligió para ser su Madre; Dios Espíritu Santo la eligió para hacer de ella su virginal Esposa. Es decir, todo el plan divino de la Santísima Trinidad, pasa por la Virgen y como legionarios, debemos buscar de entrever estas relaciones para corresponder al Plan divino de conquistar el mundo por medio de la Virgen[3].
         Todos los santos insisten en la necesidad de que, en nuestra relación con Dios, nos dirijamos a las Tres Divinas Personas –recordemos que somos católicos y la creencia en la Santísima Trinidad nos distingue de cualquier otra religión, de modo que no podemos dirigirnos a Dios del mismo modo a como lo hacen los protestantes, los judíos y musulmanes, que creen en Dios Uno y no Trino-.
Este misterio divino no puede ser comprendido, porque supera nuestra capacidad de razonamiento, sino que debe ser creído por medio de la asistencia de la gracia divina, la cual podemos pedirla con entera confianza a la Virgen, a quien le fue anunciado, como primera creatura, el misterio de la Trinidad, en la Anunciación[4]. La Santísima Trinidad se reveló a la Virgen por medio del Arcángel: le anunció, de parte de Dios Padre, que Dios Hijo habría de encarnarse en Ella, por medio de Dios Espíritu Santo: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
         El Legionario debe profundizar esta relación con la Trinidad de muchas maneras: con la oración, pidiendo la gracia de aceptar este misterio; con el estudio y la formación permanente y, sobre todo, por medio de la Santa Misa, porque la Santa Misa, que es prolongación de la Encarnación, es obra también de la Santísima Trinidad: Dios Padre pide a Dios Hijo que baje del cielo y quede oculto en la Eucaristía, por obra de Dios Espíritu Santo.
          Por estas razones, el legionario que no asiste a Misa -a no ser que tenga algún impedimento real que justifique su ausencia-, corta de raíz su relación con la Trinidad y por lo tanto con la Legión, porque la Legión está enraizada, en su ser más íntimo, a través de la Virgen, en el misterio de la Santísima Trinidad.


[1] Cfr. Manual del Legionario, VII.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

sábado, 7 de mayo de 2016

La imitación de la humildad de María, raíz del apostolado de la Legión


         La humildad es una de las principales virtudes del cristiano y, por lo tanto, del legionario y de la Legión de María[1]. Es tan importante para la vida espiritual, que Jesús la recomendó personalmente a sus discípulos que la adquirieran, mediante su imitación: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Jesús es modelo de infinitas virtudes y todas las virtudes se encuentran en Él en un grado perfectísimo, pero recomienda sólo una: la humildad, puesto que la mansedumbre se deriva de la humildad. Esta virtud se origina en su Ser divino trinitario y esto quiere decir que el Ser de Dios, perfectísimo, es en sí mismo humilde, en cuanto que se opone a la soberbia diabólica y también humana. Si la humildad es la virtud por excelencia del Hombre-Dios, la soberbia es el pecado capital del Demonio en los cielos, y lo que le vale el ser expulsado de los cielos para siempre. La humildad es modestia que se opone a la vanidad; el humilde resta importancia a sus logros, lo cual no quiere decir que no obre para no obtener logros y así no pecar de soberbia al ser reconocido, sino que el humilde trabaja en perfección y obra perfectamente, pero no se vanagloria de ello, ni ante Dios, ni ante los hombres. El humilde es el que reconoce que todo lo bueno que tiene –dones naturales y sobrenaturales- lo tiene recibido de Dios y que todo lo malo que tiene –imperfecciones, vicios, defectos, pecados- proviene de la malicia de su corazón, tal como lo dice Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas: “las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23)”.
Jesús es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Mt 21, 5 que, lejos de buscar su gloria (Jn 8, 50), se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos (Jn 13, 14ss); él, igual a Dios –consubstancial al Padre-, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (Flp 2, 6ss); (Mc 10, 45); (Is 53). En Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existiríamos, sino también la caridad divina, sin la cual estaríamos perdidos (Lc 19,10).
Esta humildad (“signo de Cristo”, dice san Agustín), la del Hijo de Dios, es imprescindible para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Éf 4, 2; 1 Pe 3, 8s), porque “donde está la humildad, allí está la caridad”, dice también san Agustín. Los que “se revisten de humildad en sus relaciones mutuas” (1 Pe 5, 5; Col 3, 12), buscan los intereses de los otros y se ponen en el último lugar (Flp 2, 3s; 1 Cor 13, 4s). En la serie de los frutos del Espíritu pone Pablo la humildad al lado de la fe (Gal 5, 22s): es decir, se reconoce la presencia del Espíritu Santo en una persona cuando es humilde, pero la humildad no se ve en los sermones y discursos, sino en los hechos.
La humildad es también el sello distintivo de María: siendo Ella la Madre de Dios, la Llena de gracia, la Inmaculada Concepción, la Inhabitada por el Espíritu Santo, el Jardín cerrado del Padre, el Tabernáculo de Amor del Hijo, la Esposa Amada del Espíritu Santo; teniendo el doble privilegio de ser Madre de Dios y Virgen y de estar por encima de todos los ángeles y santos en cuanto a grado de gracia, María Santísima, al escuchar la noticia del Ángel que le anuncia que será la Madre de Dios, la Virgen se humilla a sí misma y dice: “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad” (Lc 1, 38).
El legionario, por lo tanto, debe ser humilde –o, al menos, intentar vivir la humildad-, la cual no se limita a un mero comportamiento externo y social “correcto”. Dice el Manual del Legionario que en el hecho de que la Virgen aplasta la cabeza de la Serpiente, que es el Ángel soberbio por antonomasia, está el principio de la humildad para el legionario, porque al aplastar al ángel soberbio, el hombre ve también aplastada a aquel que, al igual que una serpiente que cuando muerde inocula su veneno, inocula en el corazón del hombre el veneno de la soberbia y de la rebelión contra Dios. La soberbia demoníaca, dice el Manual, tiene múltiples cabezas –como si fuera una hidra-; al aplastar la cabeza del Demonio, la Virgen aplasta esas múltiples cabezas. La Virgen es entonces modelo y fuente de humildad por dos vertientes: durante toda su vida, pero especialmente en la Anunciación, y al aplastar la cabeza del Demonio. Con su ejemplo, la Virgen nos ayuda a combatir, en nosotros, la presencia de ese mal demoníaco que es la soberbia: la vana exaltación –el pretender recibir el reconocimiento de todos, cuando la Virgen se humilla ante Dios-, el buscarse a sí mismo –pensar y querer que todo esté centrado en mi propio yo, cuando la Virgen busca a Dios y sólo a Dios-, la propia suficiencia –el legionario debe desconfiar de sus propias fuerzas y confiar solo en las fuerzas de María, que son las fuerzas de Jesús-, la presunción –creer que es posible vivir sin Jesucristo-, el amor propio –María ama a Dios con el Amor de Dios, el Espíritu Santo-, la propia satisfacción –pretender siempre estar cómodo, sin preocuparse por los demás-, el buscar los propios intereses –María no busca sus propios intereses, sino los de su Hijo Dios-, la propia voluntad –aquí es donde se manifiesta la soberbia de modo particular, sobre todo en la desobediencia, que lleva a cumplir  mi voluntad en vez de la voluntad de Dios, expresada en los superiores o en quienes hagan las veces de ellos.
Por lo tanto, para crecer en humildad, el legionario debe olvidarse de sí mismo y pedirle a la Virgen que sea Ella quien le infunda la humildad, tanto la suya, como la de su Hijo Jesús.



[1] Cfr. Manual del Legionario, Capítulo VI.

sábado, 22 de agosto de 2015

La Santísima Virgen María, Reina


         La Virgen María es Reina, pues es Madre de Dios Hijo, Rey de cielos y tierra, y por el hecho de ser Madre de este Rey, es hecha partícipe de su reyecía, que abarca al universo visible e invisible. De María Reina es quien el habla el Apocalipsis, cuando describe a una “Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies”: “Y apareció en el cielo una señal: una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”[1]. También de la Virgen como Reina habla el Salmo: “De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir”[2]. Esta aclamación, dice San Amadeo de Lausana, la pronuncian los ángeles y arcángeles y los bienaventurados cuando la Virgen, glorificada en su cuerpo inmaculado y plena su alma del Espíritu Santo, es Asunta en cuerpo y alma a los cielos: “(…) cuando la Virgen de las vírgenes fue llevada al cielo por el que era su Dios y su Hijo, el rey de reyes, en medio de la alegría y exultación de los ángeles y arcángeles y de la aclamación de todos los bienaventurados, entonces se cumplió la profecía del Salmista, que decía al Señor: De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro de Ofir”[3].
         Ahora bien, esta condición de la Virgen de ser Reina de cielos y tierra –el hecho de ser Reina de los cielos está significado en la corona de doce estrellas y en el estar revestida de sol, que significa la gracia y la gloria de Dios de la cual estuvo inhabitada desde su Inmaculada Concepción, y el ser Reina del universo visible, está significado por la luna bajo sus pies-, le es concedido a la Virgen por dos motivos: uno, por ser la Virgen Madre de Dios Hijo, que es Rey del universo –visible e invisible- por ser Él el Creador; el otro, por haber participado, en la tierra, de la Pasión y Muerte de su Hijo, el Hombre-Dios Jesucristo. En efecto, si bien la Virgen no tomó parte material y físicamente de las torturas y vejaciones, de su Hijo, sí participó, en cambio, mística y espiritualmente, de todos los dolores de su Hijo, incluida la coronación de espinas. Es decir, aunque la Virgen no fue coronada física y materialmente con la corona de espinas de su Hijo, sí participó, espiritual y místicamente, de su coronación y de sus dolores. De esta manera, recibiendo la corona de espinas en su espíritu en esta vida, mereció recibir la corona de gloria y de luz divina en la otra vida, en el Reino de los cielos.
         Ahora bien, puesto que somos hijos de la Virgen, concebidos y nacidos espiritualmente, por deseo de Jesucristo al darnos a su Madre antes de morir en la cruz, cuando le dijo a Juan, en quien estábamos todos representados: “He aquí a tu Madre”[4], estamos llamados a imitar a Nuestra Madre del cielo, es decir, estamos llamados a ser coronados de gloria y de luz divina en el Reino de los cielos. Pero si María sólo fue coronada de gloria en el cielo luego de participar espiritualmente de la coronación de espinas aquí en la tierra, también nosotros, para imitar perfectamente a María, debemos participar de la corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo, para luego ser coronados de luz y de gloria en los cielos. Ésta es la gracia que debemos pedir a la Virgen en el día en el que la conmemoramos como Reina de cielos y tierra: ser coronados con la corona de espinas de Nuestro Señor, participar de sus dolores y amarguras cuando estuvo coronado de espinas, tener los mismos pensamientos y los mismos sentimientos, santos y puros, cuando estuvo coronado de espinas. Sólo así, al final de nuestra vida terrena, esta participación en la corona de espinas de Jesús será reemplazada por la corona de luz y de gloria, al inicio de la vida eterna, en el Reino de los cielos, y sólo así podremos ser dignos hijos de María, Reina de cielos y tierra.



[1] 12, 1.
[2] 44, 10.
[3] De las Homilías de san Amadeo de Lausana, obispo; Homilía 7: SC 72, 188. 190. 192. 200.
[4] Jn 19, 27.

sábado, 1 de agosto de 2015

La liturgia de la Eucaristía en unión con María


         En el Capítulo VIII del libro del legionario –Legio Mariae-, titulado “El legionario y la Eucaristía”, se habla de la Misa como lo que es, la renovación incruenta del Sacrificio de la cruz. El libro remarca que en la Misa “no se recuerda meramente en forma simbólica el Sacrificio de la cruz”; por el contrario, mediante la Misa, el Sacrificio del Calvario queda trasladado al presente inmediato. Y quedan abolidos el tiempo y el espacio. El mismo Jesús que murió en la cruz está aquí (en la Santa Misa)”[1]. Quedan abolidos el tiempo y el espacio, y el mismo Jesús –que es Dios- que murió en la cruz, se hace Presente en la Misa, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y si se hace presente Jesús, se hace Presente la Virgen, porque donde está el Hijo, ahí está la Madre. Dice así San Juan Pablo II: “Es necesario que en el sacrificio del altar esté Aquella que estuvo en el sacrificio del Calvario”.
         En el mismo sentido, el Manual del Legionario afirma que la Virgen María está presente en la Santa Misa, así como estuvo presente en el Calvario: “De la unión de sufrimientos y complacencia entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y dispensadora de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre. (La Virgen) permaneció al pie de la cruz en el Calvario, representando a toda la humanidad, y en cada misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la cruz. Está allí, como lo estuvo siempre, cooperando con Jesús como la Mujer anunciada desde el principio, aplastando la cabeza de la serpiente. Por lo tanto, en cada misa oída con verdadera devoción, la atención amorosa a la Virgen ha de formar parte de la misma”[2].
         ¿En qué consiste esta “atención amorosa” de la que habla el Manual del Legionario? Consiste en la unión en el amor y en el espíritu, y en la intención, del legionario con la Virgen; es decir, el legionario debe asistir a la Santa Misa con el espíritu de entrega y sacrificio total, por la salvación del mundo, con el que la Virgen estuvo al pie de la cruz y está al pie del altar eucarístico. El legionario, entonces, debe participar de la Misa en unión espiritual con la Santísima Virgen, haciendo lo mismo que hace la Virgen: así como la Virgen ofreció su Hijo en la cruz al eterno Padre, en expiación de nuestros pecados, ofreciéndose Ella misma en inmolación junto a su Hijo –por eso la Virgen es Corredentora-, así también el legionario debe ofrecer al Padre a Jesús en la Eucaristía, como Víctima Propiciatoria por nuestros pecados, pero también debe ofrecerse él mismo, a través de la Virgen, como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, tal como lo hace la Virgen. La asistencia a Misa, para el legionario, por lo tanto, no se reduce a una simple asistencia pasiva, sino que es intensamente espiritual, desde el momento en que ofrece, junto a María, a Jesús Eucaristía, al Padre, y en la Virgen, se ofrece a sí mismo como víctima unida a la Víctima Inocente, Cristo Jesús. Así, el legionario se vuelve corredentor, uniendo su vida al Redentor del mundo y a la Virgen, Corredentora.



[1] Cfr. Karl Adam, El Espíritu del Catolicismo, en Legio Mariae. Manual Oficial de la Legión de María, 48.
[2] Cfr. ibidem.

domingo, 2 de noviembre de 2014

María, Madre y Medianera de la Gracia


A la Virgen María se la llama “Medianera o Mediadora de todas las Gracias” desde muy antiguo en la Iglesia, pero es recién en el año 1921 en el que se introduce una fiesta dedicada a la Madre de Dios, con el título específico de “María, Medianera de todas las gracias”.
¿Qué significa este título? ¿Cuál es la razón por la que la Virgen es “Medianera de todas las gracias?
         La razón radica en la naturaleza misma de la Virgen María: Ella es la Inmaculada Concepción y la Llena de gracia, porque estaba destinada, desde toda la eternidad, a ser la Madre de Dios; como tal, no podía estar contaminada ni siquiera mínimamente con la más ligerísima mancha del pecado original y por eso fue concebida sin pecado –Inmaculada Concepción- e inhabitada por el Espíritu Santo –Llena de gracia-. Pero además de ser la Madre de Dios, la Virgen tuvo el encargo de ser la Madre de toda la humanidad, porque así lo dispuso Nuestro Señor Jesucristo, cuando antes de morir en la cruz, le dio la Virgen a Juan por Madre, diciéndole: “Hijo, he ahí a tu Madre”, y diciéndole a la Virgen: “Madre, he ahí a tu hijo”. De esta manera, la Virgen, por ser la Madre de Dios, era ya en sí misma, por su misma naturaleza, la Madre de todas las gracias, porque al dar a luz virginalmente a su Hijo Jesús, nos daba todas las gracias, porque nos daba a Jesús, que es la Gracia Increada; pero además, al ser la Madre de todos los hombres, era también la Medianera de todas las gracias, porque siendo Madre celestial, se habría de comportar con nosotros, los hombres, como se comportan todas las madres de la tierra con sus hijos, esto es, dándoles alimentos y toda clase de bienes, y en el caso de la Virgen, el principal alimento que Ella habría de darnos, sería la Eucaristía, al ser Ella Nuestra Señora de la Eucaristía y Madre de la Eucaristía, y los principales bienes que habría de darnos, sería su mediación maternal, para obtener la gracia santificante. Así lo sostienen los grandes santos de la Iglesia: “Las madres no contabilizan los detalles de cariño que sus hijos les demuestran; no pesan ni miden con criterios mezquinos. Una pequeña muestra de amor la saborean como miel, y se vuelcan concediendo mucho más de lo que reciben. Si así reaccionan las madres buenas de la tierra, imaginaos lo que podremos esperar de nuestra Madre Santa María”[1]; “María es el tesoro de Dios y la tesorera de todas las misericordias que nos quiere dispensar”[2]; “Siempre que tengamos que pedir una gracia a Dios, dirijámonos a la Virgen Santa, y con seguridad seremos escuchados”[3].
         Le confiemos entonces a la Virgen María, Medianera de todas las Gracias, todo lo que somos y lo que tenemos, todo nuestro ser, nuestro pasado, presente y futuro, nuestros bienes espirituales y materiales, nuestros seres queridos y nuestro propio ser, para que Ella los colme de todas las gracias necesarias para la contrición perfecta del corazón, para la conversión y la eterna salvación, puesto que lo único y más importante en esta vida es la salvación del alma, confiados en las palabras de San Bernardo: “Aquello poco que desees ofrecer, procura depositarlo en manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor, sin sufrir de Él repulsa”[4].




[1] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 280.
[2] San Alfonso María de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento, 25.
[3] Santo Cura de Ars, Sermón sobre la pureza.
[4] Homilía en la Natividad de la Beata Virgen María, 18.

martes, 13 de mayo de 2014

Nuestra Señora de la Visitación


         “Durante su embarazo, María fue a casa de Zacarías (…) y saludó a Isabel” (cfr. Lc 1, 39-47). La Virgen, encinta por obra del Espíritu Santo, enterada que su prima Santa Isabel está también embarazada de modo milagroso, acude a ayudarla en su embarazo. Lo que parece una simple visita de una mujer encinta, primeriza, a su pariente, esconde sin embargo, misterios divinos inalcanzables para la mente humana, misterios que se manifiestan por las reacciones de los protagonistas de la escena evangélica. Cuando la Virgen llega, Juan el Bautista, que se encuentra en el seno de Isabel, salta de alegría, mientras que su madre, Santa Isabel, saluda a su pariente, María, llamándola, no por su nombre, “María”, sino con un nombre celestial, divino, sobrenatural, ya que le dice: “Madre de mi Señor”, al tiempo que reconoce que el salto que su hijo da en el vientre no se debe a un movimiento fisiológico, sino a la alegría sobrenatural que experimenta por la llegada de la Virgen. Por otra parte, la misma Virgen María no saluda con un saludo familiar a su prima Isabel, como debería hacerlo si se tratara la escena de una simple escena de familia; la Virgen entona un cántico celestial, en el cual su espíritu Purísimo exulta de gozo y de alegría, proclamando la sublime majestad de la Divinidad que la ha enviado: “Mi alma canta la grandeza del Señor; mi Espíritu se alegra en Dios mi Salvador”.
         Todo esto se debe a que la Visitación de la Virgen contiene un misterio sobrenatural divino, absoluto, encerrado en sus entrañas, y es su Hijo Jesucristo, Dios Hijo encarnado, y es el motivo por el cual todos los integrantes de la escena evangélica exultan de alegría, y es el motivo también por el cual, cuando la Virgen visita a alguien, cualquiera que sea, ese alguien, nunca queda con las manos vacías, siempre recibe un don, el don de la alegría y del Amor de Dios y del Espíritu de Dios.
         La Visitación de la Virgen no deja nunca a nadie con las manos vacías, porque la Virgen es Portadora de Jesucristo; la Virgen es la Custodia Viviente de Jesús; la Virgen es el Sagrario Ambulante de Cristo y como Cristo es el Dador del Espíritu junto al Padre, adonde llega la Virgen llega Cristo y Cristo sopla el Espíritu y es el Espíritu el que infunde el Amor y el Conocimiento de Cristo y con el Amor y el Conocimiento de Cristo vienen la Alegría de Conocerlo y Amarlo. Esto es lo que explica que la Visitación de la Virgen a Santa Isabel hagan saltar de gozo a Juan el Bautista en el vientre de Santa Isabel y que Santa Isabel, llena del Espíritu Santo, llame a la Virgen “Madre de mi Señor”, y que la Virgen cante, llena de la alegría del Espíritu Santo, el Magnificat.

         La Virgen María en la Visitación es, entonces, Modelo de la Iglesia Misionera, porque donde va María, va Cristo y Cristo sopla al Espíritu Santo, Espíritu que enciende al alma en el Amor y la Alegría divinas, para que el alma cante, en el tiempo y en la eternidad, las misericordias de Dios.

lunes, 12 de mayo de 2014

Las Apariciones de la Virgen en Fátima, la visión del Infierno y nuestra visión de la Iglesia y del mundo


         Nuestra Señora se apareció en Fátima a tres niños pastorcitos –Lucía, de nueve años, Jacinta, de siete y Francisco de diez años- en el año 1917, durante seis veces, entre los meses de mayo y octubre del año 1917. Estas apariciones de la Virgen estuvieron precedidas el año anterior, 1916, por las apariciones del Ángel de la Paz o también Ángel de Portugal, que fueron tres en total. Una aproximación superficial a estas apariciones podría hacer pensar en una situación bucólica, ideal, y hasta romántica: un ángel de la paz y la Virgen, se aparecen a tres niños para darles mensajes. Estos mensajes, puesto que se  tratan de la religión cristiana, y están dirigidos a los niños, no pueden no ser mensajes de ternura, mensajes edulcorados, acaramelados, que hablen de paz, de cielo, de bondad, de cosas lindas. ¿De qué otras cosas hablarían nada menos que un ángel y la misma Madre de Dios a tres niños? ¿Podrían, estos seres celestiales, asustar a los niños, hablándoles del infierno? ¿Podrían, el ángel y la Virgen, hablarles de sacrificios, de penitencias, de renuncias, de rezar constantemente el Rosario, a tres niños pequeños? ¿No sería eso traumatizarlos? ¿No sería eso hacerlos retroceder a una visión de un catolicismo ya perimido para un siglo XXI, pleno de avances científicos y tecnológicos, en donde el hombre ha superado estas concepciones antiguas y obsoletas?
         Pues bien, tanto el Ángel de la Paz o Ángel de Portugal, y la mismísima Madre de Dios, la Virgen María, en sus apariciones, hablaron a los niños de pecado y de gracia, de la necesidad de oración constante y perseverante, incluso el Ángel interrumpió el juego de los niños para decirles que recen; les hablaron de mortificación y sacrificio y de la gran importancia del sacrificio y de sacrificios importantes, como la privación del agua hasta el punto de experimentar la sed, o el dormir con una soga que provocara dolor, como en el caso de Jacinta; les hablaron de rezar el Santo Rosario todos los días; les hablaron de la ingratitud y de la malicia de los  hombres pecadores para con Jesucristo, que le pagan con desprecios, ultrajes e indiferencias, su gran Amor, demostrado en la Pasión; les hablaron de la necesidad imperiosa de reparar, con sacrificios, penitencias y mortificaciones, este gravísimo ultraje que los hombres pecadores hacían a Jesucristo principalmente en su Presencia sacramental; el Ángel, por orden de Dios, les enseñó dos oraciones de reparación[1],[2], al tiempo que en una de sus apariciones, los interrumpe en sus juegos para decirles que oren y se mortifiquen, porque “los corazones de Jesús y de María están prontos para escucharlos”.
         Pero es sobre todo la Virgen María quien nos llama la atención en estas apariciones: primero, porque Sor Lucía nos dice que “no estaba contenta”, sino triste; y en segundo lugar, porque no es que simplemente les “habla” del Infierno a los tres niños, sino que, misteriosamente, con el poder divino que la asiste por ser Ella la Madre de Dios y Reina de cielos y tierra, les hace “experimentar místicamente”, o bien los conduce -no lo sabemos exactamente- al Infierno, según la vivacidad de la experiencia que los niños sienten. Eso se deduce de las palabras mismas de Sor Lucía, quien relata así lo sucedido en la Tercera Aparición de la Virgen en Fátima, el 13 de Julio de 1917: “Mientras Nuestra Señora decía estas palabras abrió sus manos una vez más, como lo había hecho en los dos meses anteriores. Los rayos de luz parecían penetrar la tierra, y vimos como si fuera un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban demonios y almas en forma humana, como tizones transparentes en llamas, todos negros o color bronce quemado, flotando en el fuego, ahora levantadas en el aire por las llamas que salían de ellos mismos junto a grandes nubes de humo, se caían por todos lados como chispas entre enormes fuegos, sin peso o equilibrio, entre chillidos y gemidos de dolor y desesperación, que nos horrorizaron y nos hicieron temblar de miedo. (Debe haber sido esta visión la que hizo que yo gritara, como dice la gente que hice). Los demonios podían distinguirse por su similitud aterradora y repugnante a horribles animales desconocidos, negros y transparentes como carbones en llamas. Horrorizados y como pidiendo auxilio, miramos hacia Nuestra Señora, (…)”.
         En consecuencia, si esta es la visión que la Virgen y un ángel de Dios nos muestran a través de las Apariciones de Fátima, ¿cuál es nuestra visión de la Iglesia? Porque pareciera ser que, para muchos en la Iglesia de hoy, no existirían ni el pecado, ni la gracia, ni la necesidad del sacrificio, ni de la penitencia, ni de la mortificación; tampoco existirían el infierno, ni la necesidad de la conversión de los pecadores, ni las tentaciones del mundo, ni el demonio y sus ángeles caídos, y nuestro paso por la vida, sería algo así como un parque de diversiones, al estilo Disneylandia, en el que lo único que hay que hacer es disfrutar, al máximo posible, los goces mundanos que ofrece el mundo y el dinero, y para acallar la conciencia, basta con dar un barniz superficial de cristianismo, ocultando y separando de este cristianismo todo lo que impida concretar el ideal mundano de este “Mundo Feliz” sin Dios y sin Cristo crucificado y resucitado, sin Virgen María y sin Mandamientos; un “Mundo Feliz” de Disneylandia, con un cristo sin cruz, un anticristo con mandamientos hechos a la medida del hombre, elegidos por el hombre, que satisfacen todos sus apetitos carnales y mundanos. Pero un mundo así, es un mundo sin Dios, que finaliza en el Abismo de donde no sale; un mundo así, en el que vivimos en el día de hoy, finaliza en el Infierno, el mismo que le mostró la Virgen a los pastorcitos de Fátima: “Mientras Nuestra Señora decía estas palabras abrió sus manos una vez más, como lo había hecho en los dos meses anteriores. Los rayos de luz parecían penetrar la tierra, y vimos como si fuera un mar de fuego…”. Es hora de despertar, católicos, porque el “Mundo Feliz sin Dios”, el que pintan los medios de comunicación masiva, no existe, es solo una pantalla de cartón pintado, detrás del cual se encuentra el Infierno mostrado por la Virgen a los Pastorcitos de Fátima.




[1] En la primera aparición, el Ángel se arrodilló y tocando la frente con el suelo, dijo esta oración: ‘Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”. Sor Lucía dijo: “Después de repetir esta oración tres veces el ángel se incorporó y nos dijo: “Oren de esta forma. Los corazones de Jesús y María están listos para escucharlos”.
[2] En la tercera aparición, el Ángel les da a comulgar la Hostia y a beber del Cáliz, a la par que les enseña la segunda oración de reparación, esta vez dirigida a la Santísima Trinidad. Dice así Sor Lucía: “Después de haber repetido esta oración no sé cuantas veces vimos a una luz extraña brillar sobre nosotros. Levantamos nuestras cabezas para ver que pasaba. El ángel tenía en su mano izquierda un cáliz y sobre él, en el aire, estaba una hostia de donde caían gotas de sangre en el cáliz. El ángel deja el cáliz en el aire, se arrodilla cerca de nosotros y nos pide que repitamos tres veces: Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente, y te ofrezco el precioso cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesucristo, presente en todos los tabernáculos del mundo, en reparación de los sufragios, sacrilegios e indiferencia por medio de las cuales Él es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Sagrado Corazón y por el Inmaculado Corazón de María, pido humildemente por la conversión de los pobres pecadores.
Después se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la hostia. La hostia me la dio a mí y el contenido del cáliz se los dio a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo,
Tomen y beban el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo terriblemente agraviado por la ingratitud de los hombres. Ofrezcan reparación por ellos y consuelen a Dios.

domingo, 6 de octubre de 2013

Nuestra Señora del Rosario y la preparación del alma para entrar a la vida eterna


         El Rosario es una oración cuyo origen es celestial, pues fue la misma Madre de Dios en Persona quien lo enseñó y lo entregó a la Iglesia, a través de Santo Domingo de Guzmán. A diferencia de lo que muchos erróneamente piensan, no se trata de una oración destinada a señoras integrantes de cofradías menguadas en número; el Rosario es un arma espiritual poderosísima que puede cambiar el destino de naciones enteras, como por ejemplo, la victoria obtenida por la cristiandad en la Edad Media. Pero si el Rosario puede decidir a favor de los cristianos batallas terrenas, como en Lepanto, puede decidir también a favor de los cristianos batallas mucho más importantes, como la lucha por la salvación del alma, batalla crucial en la que se juega el destino eterno de una persona. Esto es así porque la Virgen prometió que “no habría gracia que no sería concedida” si se la pedía a través del Santo Rosario, lo cual quiere decir que por medio de esta oración mariana el cristiano puede obtener la gracia más grande que se puede recibir en esta vida: la gracia de la salvación eterna del alma. En otras palabras, quien reza el Rosario, según las promesas de la Virgen, tiene asegurada su entrada al cielo, tiene asegurada la salvación.
La razón de esta efectividad del Santo Rosario, es simplemente que ha sido Dios mismo quien ha querido asociar esta oración, compuesta de rosas espirituales ofrecidas a la Madre de Dios –cada “Avemaría” es una rosa espiritual- con la concesión de gracias y dones espirituales imposibles siquiera de imaginar, entre ellos y el primero de todos, nada menos que la eterna salvación. 
Tal vez alguien, con cierto escepticismo, podría decir: ¿porqué razón una oración tan simple y que lleva tan poco tiempo rezarla, trae tantos beneficios, incluido uno tan grande que ni siquiera puede ser apreciado en toda su dimensión, como es el no solo evitar la condenación, sino obtener la eterna salvación? La razón es que, cuando alguien reza el Rosario, enunciando y meditando los misterios de la vida del Hombre-Dios, se evocan los misterios de la vida de Jesús, pero esta evocación no es un mero recuerdo de la memoria, sino una misteriosa actualización de esos misterios -obrada por el Espíritu Santo que actúa por intercesión de María-, en el corazón y en la vida de aquel que reza el Rosario, lo cual es la causa de la transformación del alma en una imagen viviente de Jesús. Esto es lo que explica que, como resultado del rezo del Rosario –devoto, confiado, piadoso, constante- el alma se vea configurada con Cristo, de modo que el efecto principal del Rosario -más allá de las gracias concedidas por la Virgen a quien lo rece- es que sea Cristo quien comience a vivir en el alma y el alma en Cristo, haciendo realidad en su vida las palabras de San Pablo: “No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Rezar el Rosario, entonces, no es el pasatiempo piadoso de un alma devota: es recibir, por la mediación de la Virgen María, la gracia de la configuración del alma con Cristo por medio de la meditación orante de los misterios de la vida de Jesús, y esto como una preparación para el paso de esta vida a la vida eterna, para que, cuando llegue el momento de pasar de esta vida a la otra, Dios Padre vea en el alma una imagen viviente de su Hijo Jesús y no solo no la rechace, sino que la haga partícipe y heredera del Reino de los cielos.


lunes, 20 de mayo de 2013

María Madre de la Iglesia



         La Virgen es Madre de la Iglesia porque en la Encarnación engendra a Cristo, Cabeza de la Iglesia, cuando el Ángel le anuncia que será Madre de Dios, y porque engendra a los hijos de Dios, que forman el Cuerpo Místico de Cristo, en la Crucifixión, cuando Jesús le anuncia que será Madre de los hijos adoptivos de Dios: “Madre, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 3).
         María es Madre de la Iglesia porque da a luz virginalmente y por el poder del Espíritu, a la Cabeza de la Iglesia en el Nacimiento, y da a luz virginalmente y por el poder del Espíritu, al Cuerpo de la Iglesia en el Monte Calvario, en la Cruz.
         María, Madre de la Iglesia, ejerce para con sus hijos adoptivos la misma función maternal que ejerció con su Hijo Jesús: así como dio a luz a la Gracia Increada, Jesús, así da a luz a los hijos de la Iglesia por la gracia del Bautismo; así como alimentó a su Hijo con la leche de su pecho materno, así alimenta a sus hijos con la leche nutritiva de la Palabra de Dios y la gracia santificante; así como alimentó a su Hijo en su seno virginal dándole de su carne y de su sangre, así alimenta a sus hijos adoptivos, con la Carne y la Sangre del Cordero de Dios, el alimento nutricio del cielo que los hace crecer fuertes y robustos en el espíritu.
La Virgen María, Madre de la Iglesia, llevó en su seno virginal por nueve meses a su Hijo para darlo a luz y presentarlo a Dios Padre en el templo; del mismo modo, esta Madre celestial, a los quiere hacer nacer a la vida de la gracia, los concibe en su Corazón Inmaculado y cuando llega el momento del nacimiento, los arropa con su Manto celeste y blanco y los lleva en sus brazos, para presentárselos  a su Hijo Jesús.
Así como solo por esta Madre y nada más que por esta Madre, vino el Hijo de Dios al mundo, así también por esta Madre, y solo por esta Madre, los hijos adoptivos de Dios subirán al cielo, porque solo a través de Ella se accede al Sagrado Corazón de Jesús, Puerta abierta al cielo.
La Virgen María, Madre de la Iglesia, vive en el Reino de la luz, y quiere llevar a sus hijos adoptivos, que viven en "tinieblas y en sombras de muerte" (cfr. Lc 1, 68-79), a su Reino, que es el de su Hijo, reino de paz, de luz, de alegría y de amor; el Reino en donde Ella es Reina y Madre, el Reino en donde el Cordero es adorado en su trono, noche y día, por siglos sempiternos, por miríadas y miríadas de ángeles y santos.
         La Virgen María, Madre de la Iglesia, se comporta con sus hijos adoptivos de la misma manera a como lo hizo con su Hijo Jesús: siendo Niño, lo crió y lo educó; ya de adulto, lo acompañó durante el Via Crucis, y cuando lo crucificaron estuvo a su lado sin moverse ni un centímetro de su lado. Y del mismo modo a como no abandonó a su Hijo en los momentos más dolorosos y tristes, como los del Camino de la Cruz, así esta Madre no desampara a sus hijos adoptivos, los que adquirió al pie de la Cruz, y está más a su lado todavía en los momentos más duros, dolorosos y tristes, suavizando con su amorosa presencia las amarguras y tristezas de sus hijos, acompañándolos en el Camino del Calvario, para conducirlos a la Resurrección.
           La Madre de la Iglesia, cuando dio a luz a la Cabeza de la Iglesia, su Hijo Jesús, lo preservó del ataque del dragón infernal, quien vomitó de sus fauces como un río de agua inmunda, buscando ahogarlo (cfr. Ap 12, 15); a la Madre se le dieron dos alas de águila y voló al desierto, salvando a su Hijo del dragón; de la misma manera, esta Madre amorosa y valiente, fuerte y temible "como un ejército formado en batalla" (Cant 6, 10), salvará a sus hijos adoptivos que yacen cautivos bajo las garras del dragón, rescatándolos y evitando que sean ahogados por el inmundo torrente de agua infecta y pútrida que el Dragón arroja de sus fauces, las perversas tentaciones con las que incita al pecado; la Virgen Madre los llevará también al desierto, como llevó a su Hijo Jesús, y lejos del estruendo del mundo, les enseñará el silencio y la oración, por medio de los cuales les hablará al corazón del inagotable e incomprensible Amor de Dios.
           Finalmente, el deseo de esta Madre celestial es que todos sus hijos adoptivos recorran el mismo camino que recorrió su Hijo, que de Niño se convirtió en adulto y, ya crecido, subió a la Cruz para morir y luego resucitar y así subir al cielo; esta Madre amorosa quiere que sus hijos también crezcan "en gracia y sabiduría", día a día, para que sean capaces de "negarse a sí mismos y cargar la cruz de cada día" y seguir al Calvario para morir crucificados junto a su Hijo Jesús, de manera que, muertos al pecado y al hombre viejo y destruida su muerte por la Muerte de Jesús, puedan recibir la Vida eterna que brota del Sagrado Corazón traspasado y ser llevados, resucitados y gloriosos, al Reino de los cielos.
             La Virgen, Madre de la Iglesia, Madre de los bautizados, quiere que todos sus hijos se salven, y no descansa ni de noche ni de día, y no descansará, hasta ver a todos sus hijos salvos.
                 

domingo, 7 de abril de 2013

La Anunciación del Señor




(Ciclo C - 2013)
“El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra (…) Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 26-38). El Ángel Gabriel le anuncia a María Virgen una noticia de Dios Trino: el Amor divino, el Espíritu Santo, “la cubrirá con su sombra”, es decir, llevará del seno del Padre, a su seno, a Dios Hijo, para que se encarne y luego, naciendo milagrosamente en Belén, Casa de Pan, se done a sí mismo como Pan de Vida eterna.
María Santísima, que ha sido creada por Dios en Inmaculada y Llena de gracia, precisamente para este momento, da su “Fiat”, su “Sí” a la Voluntad divina, permitiendo de esta manera que se ponga en marcha el plan de salvación para toda la humanidad.
La escena y el contenido del anuncio del Ángel a María y la respuesta afirmativa libre de María permitiendo que se cumpla en Ella la Voluntad salvífica de Dios, constituye a la Virgen María como el Portal de eternidad, mediante el cual Dios ingresa en el mundo. Con su Inmaculado Corazón y con su “Fiat”, María es la Puerta que desde la tierra se abre al cielo para que ingrese a los hombres el Dios Invisible a quien Ella, oficiando de Madre de Dios, revestirá con su carne y su sangre, como hace toda madre con su hijo, para volverlo visible. En un admirable intercambio, Ella le aporta de su naturaleza humana, para que el Verbo de Dios, Espíritu Puro e Invisible, posea un Cuerpo y sea visible, de modo de poder ofrecerlo en el Santo Sacrificio de la Cruz; a su vez Él, Dios Hijo, le comunica de su divinidad por anticipado, en vistas a su admirable triunfo y resurrección después de la muerte en Cruz, y le concede la gracia de ser Inmaculada y Llena de gracia, para que en su seno virgen pueda alojarse, por nueve meses, Aquél cuyo Ser trinitario es Inmaculado es la Gracia Increada misma. Gracias al “Fiat” de María, se cumple por Cristo Cabeza el plan divino de salvación, porque a la Anunciación del Ángel le sigue la Encarnación del Verbo, y a su Encarnación le sigue su Pasión, Muerte y Resurrección.
Pero el “Fiat” de María a la Anunciación de la Voluntad de Dios por parte del Ángel, encierra otra admirable realidad salvífica, además de la Encarnación del Verbo; esta admirable realidad salvífica, de la cual la Virgen es su Celestial Precursora y a la vez maravilloso anticipo, es la realidad de la Santa Misa: así como el Ángel anuncia a María que el Verbo de Dios se habrá de encarnar en su seno virgen por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo, así el sacerdote ministerial, representado en el ángel, anuncia a la Iglesia, por las palabras de la consagración, que el Verbo de Dios encarnado prolongará su encarnación en su seno virgen, el altar eucarístico, por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo; así como la Virgen dio de su naturaleza humana al Hijo eterno del Padre, permitiendo que, al ser revestido, fuera visible y, luego de nacer en Belén, Casa de Pan, tuviera un Cuerpo para ofrecer en el altar de la Cruz y así donarse como Pan de Vida eterna, así también la Iglesia da, a través de la naturaleza humana del sacerdote ministerial, las palabras de la consagración, por medio de las cuales el Hijo eterno del Padre, con su Cuerpo resucitado, se reviste de las apariencias de pan, para ser visible como Eucaristía y, luego de nacer en el Nuevo Belén, el altar eucarístico, tenga un Cuerpo sacramentado para ofrecer en el Altar del sacrificio y así donarse como Pan de Vida eterna, Pan que alimentará con la vida misma de Dios a quien lo reciba con fe y con amor en la Eucaristía.
Pero el “Fiat” de María a la Anunciación de la Voluntad de Dios por parte del Ángel, encierra otra admirable realidad salvífica, además de la Encarnación del Verbo y de la Santa Misa; su “Fiat” encierra y anticipa el “Fiat” que habrían de repetir, en su imitación y a lo largo de la historia, miles y miles de hijos suyos adoptivos, que al igual que Ella, recibirían por el poder de la gracia del Espíritu Santo, la iluminación en sus mentes y en sus corazones para recibir al Verbo de Dios, en sus mentes por la aceptación de la primero, y en sus corazones por la recepción de su Cuerpo sacramentado, la Eucaristía después; a lo largo de la historia, los hijos de María recibirían al Pan de Vida eterna por la gracia y por la comunión eucarística, en sus mentes y en sus corazones, y revistiendo al Verbo con sus palabras, lo darían a conocer al mundo por medio de las obras del Amor, las obras de misericordia.
“El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra (…) Hágase en mí según tu palabra”. El “Fiat” de María, su “Sí” a la Voluntad de Dios, inaugura para los hombres una maravillosa Nueva Era, la Era de la Presencia de Dios entre los hombres, la Era de la Presencia de Cristo Eucaristía, Dios eterno, en su Iglesia, la Era de los hijos adoptivos de Dios, que habrían de iluminar al mundo con el Amor de Cristo convertido en obras de misericordia.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

“¡Alégrate!, Llena de gracia (…) El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra y el Niño será llamado Hijo de Dios”



“¡Alégrate!, Llena de gracia (…) El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra y el Niño será llamado Hijo de Dios” (cfr. Lc 1, 26-38). El saludo del Ángel a la Virgen nos da una idea de cómo habrá de ser nuestra contemplación del Pesebre, cuando el Niño ya haya nacido para Navidad, porque aunque veamos a una mujer y a un hombre con su hijo recién nacido, en el Pesebre hay un misterio inabarcable e incomprensible para la mente humana.
El saludo del Ángel Gabriel a la Virgen María nos revela que Dios Hijo, que habría de nacer como Niño para salvar a los hombres, había elegido para su Encarnación no un lugar cualquiera, sino el seno virgen de la creatura más pura y santa que jamás la Trinidad, con toda su infinita Sabiduría y Amor, pudiera crear: la “Llena de gracia”, como la llama el Ángel, la “Llena del Espíritu Santo”, la “Llena del Amor de Dios”, la “Llena de la pureza inmaculada del Ser trinitario”.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, obedeciendo al pedido de Dios Padre, había decidido su Encarnación redentora, Encarnación por medio de la cual habría de donar al mundo, luego de su muerte en Cruz, y por medio de su Corazón traspasado, a Dios Espíritu Santo.
Ahora bien, las Tres divinas Personas, trabajando en conjunto y poniendo en acto –como están en Acto eterno desde la eternidad- toda su Sabiduría y su Amor, común a las Tres Personas, deciden crear en la tierra un Paraíso terrenal, para que la Segunda Persona, al encarnarse y venir a este mundo, lleno de espinas, plantas venenosas y abrojos, no extrañara el Paraíso celestial que es el seno de Dios Padre, y así crearon ese Paraíso terrenal que es el seno de la Virgen Madre, el cual contiene todas las alegrías, los amores, los cantos, los gozos, del seno del Padre.  Y porque la Alegría del Padre, Dios Hijo, iba a encarnarse en su seno, es que el Ángel le dice a la Virgen: “¡Alégrate!”.
Para que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que es la Gracia Increada y el Autor de toda gracia, no extrañara el seno purísimo e inmaculado del Padre, en quien brillan con fulgor indecible la más excelsa santidad y pureza, la Santísima Trinidad creó en esta tierra, a una creatura Purísima e Inmaculada, la Virgen María, Llena de gracia, llena de santidad y de perfección, llena de pureza y de amor, sin la más pequeñísima y ni siquiera ligerísima sombra de imperfección, tan parecida al seno de Dios Padre en su pureza, que Dios Hijo, al encarnarse, no notó la diferencia entre la pureza inmaculada del seno del Padre y la pureza inmaculada del seno de la Virgen Madre. Y es por eso que el Ángel le dice: “Llena de gracia”.
Para que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, al venir a este mundo -llamado “valle de lágrimas” a causa del pecado y de la maldad de los corazones de los hombres, lleno también de arideces, de sequedades, de frialdades, de indiferencias y de desprecios hacia Dios, por parte de los hombres-, no extrañara el Amor del Padre, que es el Espíritu Santo, llamado “fuego de Amor divino”, la Santísima Trinidad creó en la tierra a una creatura excelsa, inhabitada por el Espíritu Santo desde su Concepción Inmaculada, y por lo tanto, poseedora del mismo Amor con el que el Padre amaba a Dios Hijo desde la eternidad, y así esta creatura, que es la Virgen Inmaculada, al amar a su Hijo Dios con el Amor del Espíritu Santo, hizo que el Niño Dios no sintiera la diferencia entre el Amor recibido por el Padre en los cielos eternos, y el Amor recibido por la Madre en este “valle de lágrimas”. Y es por eso que el Ángel le dice: “El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra”, porque Ella concebirá por el Amor purísimo de Dios, y ningún amor mundano, profano, impuro, humano, osará ni siquiera ligeramente acercársele.
Para que al venir a este mundo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad no extrañara el Amor del Padre, siendo Él Dios Hijo, las Tres Divinas Personas crearon a la Virgen Madre, para que al nacer Dios Hijo como Niño, recibiera en la tierra el amor materno de María, amor que le haría recordar al Amor del Padre en los cielos. Y es por eso que el Ángel le dice: “El Niño será llamado Hijo de Dios”.
Por lo tanto, al contemplar el Pesebre, ya para Navidad, debemos recordar el saludo del Ángel y su significado, para poder abismarnos en el misterio insondable que encierra el Niño de Belén y su Madre, la Virgen Santísima: “¡Alégrate!, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra y el Niño será llamado Hijo de Dios”.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¿Qué quiere decir “consagrarse a la Virgen”?



         Consagrarse a la Virgen quiere decir entregarle a la Virgen nuestro modo de pensar, de desear, de obrar, y el fin de la consagración es hacer la Voluntad de Dios. A partir de la Consagración, toda nuestra vida queda “marianizada”, queda bajo la protección maternal de la Virgen María.
         Esto quiere decir que, a partir de la Consagración -luego de realizar las cuatro semanas de preparación, según el método de San Luis María Grignon de Montfort-, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras palabras, nuestras obras, ya no son más los nuestros, sino los de la Virgen.
         ¿Cómo se traduce esto en la vida de todos los días? Dependerá de nuestro deber de estado.
         Para los hijos, será tratar a los padres y a los hermanos tal como la Virgen trataba a sus padres y a su hermana, Saromé; para los padres, será tratar a sus hijos tal como la Virgen trataba a su Hijo Jesús; para todos, será amar a Dios y al prójimo como la Virgen amaba a Jesús, que era al mismo tiempo su Dios y su Hijo.
El que se consagra a la Virgen recibe el signo de la Cruz en su frente, en su corazón y en sus manos, porque los pensamientos, los deseos, las palabras y las obras de la Virgen son  los mismos de Cristo,: en su frente, para que todos sus pensamientos sean santificados por la Cruz; en el corazón, para que no entre ningún otro deseo que no sean los de Cristo crucificado; en las manos, para que sus obras no sean más las de la tierra, sino las obras de Cristo, que son obras de amor, de bien y de paz.
Esto quiere decir rechazar todo tipo de pensamiento, deseo y obra malos y oscuros, como la venganza, el enojo, el rencor, el resentimiento, de impureza, de pereza, de rebelión, de negación de la Cruz, porque todas esas cosas, oscuras y malas, no provienen nunca del Espíritu de Dios, ni conducen a Él, sino que vienen del mal espíritu, del Dragón del Apocalipsis, el demonio; pero no solo quiere decir rechazar todas estas cosas malas, sino ante todo tener los pensamientos, los deseos y las obras de perdón, de reconciliación, de paz, de amistad, de pureza, de sacrificio, de obediencia, de amor a la Cruz, de oración y de adoración, que vienen del Espíritu de Dios, a través de María Santísima, que es Madre y Mediadora de todas las gracias.
En todo momento, el consagrado debe preguntarse interiormente: “¿Qué pensaría la Virgen en mi lugar?”; “¿Cómo obraría la Virgen en esta situación?”; “¿Cuáles serían los sentimientos de la Virgen en esta situación?”, y acomodar sus pensamientos, sus deseos y sus obras, a los pensamientos, deseos y obras de la Virgen, que son los de Jesús.
Por último, nos consagramos a la Virgen porque Ella pidió la consagración a su Corazón Inmaculado en Fátima y en muchos otros lugares, y lo hacemos para cumplir más prontamente y a la perfección la Voluntad de Dios en nuestras vidas, porque el fin de nuestro paso por la tierra es hacer su Voluntad, que siempre es santa, y que quiere que todos nos salvemos, que todos vayamos al Cielo. La mejor manera de cumplir la Voluntad de Dios en nuestras vidas, es consagrándonos a la Virgen, porque así nos unimos a Ella, que dijo “Fiat”, “Sí”, “Cúmplase”, a la Voluntad de Dios, en el anuncio del Ángel: “Hágase en mí según tu Palabra”. Con la consagración, le decimos “Sí” a la Voluntad de Dios sobre nuestras vidas, con el mismo “Sí” de María.