Consagrarse a la Virgen quiere decir entregarle a la Virgen
nuestro modo de pensar, de desear, de obrar, y el fin de la consagración es
hacer la Voluntad de Dios. A partir de la Consagración, toda nuestra vida queda
“marianizada”, queda bajo la protección maternal de la Virgen María.
Esto quiere decir que, a partir de la Consagración -luego de realizar las cuatro semanas de preparación, según el método de San Luis María Grignon de Montfort-, nuestros
pensamientos, nuestros deseos, nuestras palabras, nuestras obras, ya no son más
los nuestros, sino los de la Virgen.
¿Cómo se traduce esto en la vida de todos los días? Dependerá
de nuestro deber de estado.
Para los hijos, será tratar a los padres y a los hermanos
tal como la Virgen trataba a sus padres y a su hermana, Saromé; para los
padres, será tratar a sus hijos tal como la Virgen trataba a su Hijo Jesús;
para todos, será amar a Dios y al prójimo como la Virgen amaba a Jesús, que era
al mismo tiempo su Dios y su Hijo.
El
que se consagra a la Virgen recibe el signo de la Cruz en su frente, en su
corazón y en sus manos, porque los pensamientos, los deseos, las palabras y las
obras de la Virgen son los mismos de
Cristo,: en su frente, para que todos sus pensamientos sean santificados por la
Cruz; en el corazón, para que no entre ningún otro deseo que no sean los de
Cristo crucificado; en las manos, para que sus obras no sean más las de la
tierra, sino las obras de Cristo, que son obras de amor, de bien y de paz.
Esto
quiere decir rechazar todo tipo de pensamiento, deseo y obra malos y oscuros,
como la venganza, el enojo, el rencor, el resentimiento, de impureza, de
pereza, de rebelión, de negación de la Cruz, porque todas esas cosas, oscuras y malas, no provienen nunca del Espíritu de Dios, ni conducen a Él, sino que vienen del mal espíritu, del Dragón del Apocalipsis, el demonio; pero no solo quiere decir rechazar todas estas cosas malas, sino ante todo tener los pensamientos, los
deseos y las obras de perdón, de reconciliación, de paz, de amistad, de pureza,
de sacrificio, de obediencia, de amor a la Cruz, de oración y de adoración, que vienen del Espíritu de Dios, a través de María Santísima, que es Madre y Mediadora de todas las gracias.
En
todo momento, el consagrado debe preguntarse interiormente: “¿Qué pensaría la
Virgen en mi lugar?”; “¿Cómo obraría la Virgen en esta situación?”; “¿Cuáles
serían los sentimientos de la Virgen en esta situación?”, y acomodar sus
pensamientos, sus deseos y sus obras, a los pensamientos, deseos y obras de la
Virgen, que son los de Jesús.
Por
último, nos consagramos a la Virgen porque Ella pidió la consagración a su Corazón Inmaculado en Fátima y en muchos otros lugares, y lo hacemos para cumplir más prontamente y a la
perfección la Voluntad de Dios en nuestras vidas, porque el fin de nuestro paso
por la tierra es hacer su Voluntad, que siempre es santa, y que quiere que todos
nos salvemos, que todos vayamos al Cielo. La mejor manera de cumplir la
Voluntad de Dios en nuestras vidas, es consagrándonos a la Virgen, porque así
nos unimos a Ella, que dijo “Fiat”, “Sí”, “Cúmplase”, a la Voluntad de Dios, en
el anuncio del Ángel: “Hágase en mí según tu Palabra”. Con la consagración, le
decimos “Sí” a la Voluntad de Dios sobre nuestras vidas, con el mismo “Sí” de
María.