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viernes, 6 de junio de 2025

El Legionario y la Eucaristía

 



         El Manual del Legionario dedica todo un capítulo a la Santa Misa y a la Eucaristía[1] y la razón es que, sin la Santa Misa y sin la Eucaristía, la Legión no tiene razón de ser y lo mismo sucede con el legionario. Es decir, un legionario podría, eventualmente, cumplir al pie de la letra con todo lo que el Manual exige, podría ser un legionario ejemplar, en sus oraciones, en su apostolado, en su desempeño cotidiano, pero si no asiste a Misa para recibir la Eucaristía -obviamente, en estado de gracia-, nada de lo que haga el legionario tendrá valor para el cielo.

         El Manual lo explica de la siguiente manera: afirma que “el fin de la Legión de María es la santificación personal de sus miembros” y que esa santificación es imprescindible para que el legionario pueda ser verdaderamente “legionario”: “También hemos dicho que esta santificación es a la vez, para la Legión, su medio fundamental de actuar: sólo en la medida en que el legionario posea la santidad, podrá servir de instrumento para comunicarla a los demás”. Ahora bien, ¿cómo es que logra la santificación el legionario? ¿De dónde obtiene la santidad que necesita, para ser verdaderamente legionario? El Manual dice que el legionario debe pedir la intercesión de la Virgen, para así “llenarse del Espíritu Santo”, con lo cual podrá así efectivamente llevar a cabo su tarea de ser instrumento del Espíritu Santo, Quien será el que “renueve la faz de la tierra”. Dice así el Manual: “Por eso el legionario, al empezar a servir en la Legión, pide encarecidamente llenarse, mediante María, del Espíritu Santo, y ser tomado por este Espíritu como instrumento de su poder, del poder que ha de renovar la faz de la tierra”. Entonces, aquí se responde la primera pregunta, sobre “cómo” logra la santificación el legionario.

Para la segunda pregunta, acerca de “dónde” se obtienen las gracias necesarias para la santificación, el Manual dice que todas las gracias necesarias para la santificación personal del legionario fluyen, sin excepción, del Sacrificio en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, sacrificio que se renueva de modo incruento y sacramental en la Santa Misa: “Todas estas gracias fluyen, sin una sola excepción, del Sacrificio de Jesucristo sobre el Calvario. Y el Sacrificio del Calvario se perpetua en el mundo por el Sacrificio de la Misa”. Esto se debe a que la Santa Misa, acción litúrgica exclusiva de la Iglesia Católica -el protestantismo y las demás sectas solo realizan una mímica vacía de la Santa Misa-, no es un mero recuerdo ni representación del Santo Sacrificio de la Cruz, sino que, por el misterio de la liturgia, “hace presente, actual”, al mismo sacrificio, como si los asistentes a la misa viajaran en el tiempo y en el espacio y se trasladaran al Calvario en el momento en el que la Santa Misa se celebra. Dice así el Manual: “La misa no es mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente en medio de nosotros aquella acción suprema, que tuvo como recompensa nuestra redención. La Cruz no valió más que vale la misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del Todopoderoso, desaparece la distancia de tiempo y espacio entre las dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio. La misa contiene todo cuanto Cristo ofreció a su Padre, y todo lo que consiguió para los hombres; y las ofrendas de los que asisten a la misa se unen a la suprema oblación del Salvador”. Asistir a Misa es asistir al Calvario, al Sacrificio del Señor Jesús realizado hace veinte siglos, aun cuando estemos viviendo en el siglo veintiuno. Y en este asistir a la Santa Misa, es de donde fluyen absolutamente todas las gracias necesarias para la santificación del legionario. Dice así el Manual: “A la misa, pues, ha de recurrir el legionario que desee para sí y para otros copiosa participación en los dones de la Redención”. De esto se comprende cómo se impone el silencio, tanto exterior como interior, en la Santa Misa, además de la adoración al Salvador que se hace Presente en Persona en el Altar Eucarístico. Y de esto se deduce, también, la absoluta falta de respeto hacia Nuestro Señor y su Sacrificio, cuando se asiste sin las debidas disposiciones interiores, o cuando se comienza a hablar antes de Misa, rompiendo el silencio sagrado que debe reinar antes, durante y después de la Santa Misa.

Por último, el Manual destaca la necesidad imperiosa de que la Legión “suplique” y no “imponga” -aun si la impusiera, esta imposición sería una imposición de amor a Dios, que se nos dona bajo la apariencia de pan y vino- la asistencia a Misa a los legionarios: “Si la Legión no impone a sus miembros ninguna obligación concreta en este particular, es porque las facilidades para cumplirla dependen de muy variadas condiciones y circunstancias. Mas, preocupada de su santificación y de su apostolado, la Legión les exhorta, y les suplica encarecidamente que participen en la Eucaristía frecuentemente -todos los días, a ser posible-, y que en ella comulguen”.

Solo así, bebiendo de la Sangre que fluye del Costado traspasado del Salvador y que se recoge en el Cáliz del altar y solo alimentándose de la Carne del Cordero de Dios, la Sagrada Eucaristía, podrá el legionario santificarse y ser instrumento del Espíritu Santo para la santificación de sus hermanos los hombres y de todo el mundo.



[1] CAPITULO VIII El legionario y la Eucaristía 1. La misa, Pág. 47. 2. La liturgia de la Palabra, Pág. 48. 3. La liturgia de la Eucaristía en unión con María, Pág. 49. 4. La Eucaristía, nuestro tesoro, Pág. 51. 1.


martes, 27 de agosto de 2024

El Manual y el socio perfecto

 


         ¿Cómo es el “socio perfecto”, según el Manual de la Legión? En su capítulo XI, párrafo 3, dice así: “Según el criterio de la Legión, es legionario perfecto el que cumple en todo el reglamento y no precisamente aquél cuyos esfuerzos se vean coronados por algún triunfo visible o endulzados por el consuelo. Cuanto más se adhiera uno al sistema legionario, tanto se es más socio de la Legión”.

Ahora bien, recordemos que, para la Legión, “cumplir el reglamento”, implica ante todo considerar el espíritu de la ley, que en este caso es la santificación de la propia alma, la glorificación de la Trinidad y la salvación del prójimo, esto en un contexto como lo es el de la Legión, en donde no hay una estructura al estilo de las órdenes religiosas de religiosos consagrados, sino que se trata de una “organización permanente de seglares” y que como tal, “llevan una vida ordinaria -seglar” y que por lo tanto tienen margen para ocupaciones que no son estrictamente religiosas[1]. Esto es lo que deben recordar permanentemente tanto los directores espirituales de la Legión, como los presidentes de la praesidia.

Ahora bien, el Manual insiste en que, precisamente, al tratarse de una estructura seglar, los momentos en los que la Legión reúne a sus integrantes son escasos, en comparación con las órdenes religiosas, por lo que sus miembros deben tener presente más que nunca el dicho que dice “el tiempo es oro”, en el sentido de que se debe, por un lado, ser estrictamente puntuales, cuidar la asistencia a las reuniones al máximo -faltar solo por un motivo realmente grave- y aprovechar al máximo dichas reuniones.

En el punto 4 del capítulo XI, dice así el Manual: “El punto más saliente del reglamento legionario es la obligación rigurosísima que la Legión impone al socio de asistir a las juntas. Es el deber primordial, porque la junta es lo que da el ser a la Legión (si no hubiera reuniones, la Legión no tendría forma de funcionar como tal)”. Luego el Manual compara a las reuniones con el lente de una lupa con relación a los rayos del sol: “Lo que la lente es para los rayos solares, esto es la junta para los socios: los recoge, los inflama, e ilumina todo cuanto se acerque a ella”. Es como alguien que está al sol en un día frío y alguien que no lo está: el que está al sol, recibe su calor, mientras que el que no lo está, no recibe el calor del sol, solo puede imaginarlo, pero no puede aprovecharlo para sí (El Sol de nuestras almas es Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía y análogamente, sucede de forma similar: quien se acerca al Sol, a Jesús Eucaristía, recibe los rayos de su gracia santificante, recibe al Sol mismo en Persona; quien se aleja de Jesús Eucaristía, deja de recibir esos rayos del Sol divino que es Jesucristo y se queda con su alma fría y a oscuras). Esto, porque en las reuniones se derraman las gracias más que suficientes, que son las que el Legionario necesita para cumplir su misión como miembro de la Legión. La organización es tanto más fuerte, dice el Manual, en la medida en que se respeten las reuniones.

Luego el Manual cita aquello que la Legión considera con relación a las reuniones: “En la organización, los individuos se asocian a los demás, así como los engranajes en una máquina, sacrificando parte de su independencia por el bien del conjunto (…) Obrando en conjunto, el accionar es mucho más eficaz, así como es mucho más eficaz un carbón cuando se arroja al fogón ardiente, que un carbón que arde por sí solo”. Otro elemento a tener en cuenta con respecto a la importancia de la reunión es que, al obrar en forma conjunta, el grupo tiene “vida propia y distinta a la de los individuos que lo componen”. Obrar en conjunto, dice el Manual, permite que los legionarios no se desanimen en las pruebas y que no se enaltezcan vanamente en los logros, porque todo se hace de forma conjunta y no individual.

Ahora bien, el Praesidium no es una reunión para elaborar proyectos humanos, en donde es la razón humana la que dicta lo que se debe hacer: el Manual dice que la reunión semanal tiene que tener un elevado espíritu sobrenatural -oración, prácticas piadosas y caridad fraterna entre sus miembros, quienes por el bautismo son todos hermanos en Cristo-; es en este ámbito en donde se le asignan a los legionarios un trabajo concreto y al mismo tiempo se reciben informes sobre lo que ha realizado cada uno.

La reunión semanal es el corazón de la Legión, dice el Manual, desde donde fluye su sangre que circula por venas y arterias, es decir, es donde la Virgen derrama las gracias que nos dona el Espíritu Santo -recordemos que cualquier gracia, por pequeña o grande que sea, pasa, ineludiblemente, a través del Inmaculado Corazón de María, porque Ella es la “Medianera de todas las gracias”, por eso es inimaginable que alguien obtenga ninguna gracia de ningún tipo, sino es a través de la Virgen Santísima- y estas se comunican a sus miembros. Si un miembro falta por pereza, esas gracias no las recibe y es muy importante, porque se trata de las gracias necesarias para la realización del trabajo personal que se le ha encomendado a cada legionario. Es por esto que el Legionario debe considerar a la reunión semanal de su praesidium como el primero y el más sagrado deber para con la Legión; sin la reunión, el trabajo es como un cuerpo sin alma. Finaliza el Manual citando a San Agustín, para advertirnos acerca de la enorme importancia de la reunión semanal: “A los que no militan bajo el estandarte de María se les pueden aplicar las palabras de San Agustín: “Corréis mucho, pero descaminados”. ¿Adónde iréis a parar?”. En otras palabras, se trata de lo siguiente: si la Virgen reúne a sus hijos pequeños de la Legión, en la reunión semanal, para instruir a sus hijos con la Divina Sabiduría y para darles las gracias que el Santo Espíritu de Dios tiene para darles, para que realicen sus obras de misericordia glorificando a la Santísima Trinidad; si alguno de sus hijos no se encuentra, por libre decisión, fuera de la reunión con la Virgen, entonces, ¿qué puede hacer ese legionario, por sí mismo, sin las gracias que vienen a través de la Virgen? La respuesta la tiene Nuestro Señor Jesucristo: “Nada”, “Sin Mí, NADA podéis hacer” (Jn 15, 5).



[1] Cfr. Manual del Legionario, XI, 2.


viernes, 12 de mayo de 2023

Nuestra Señora de Fátima y el castigo de Dios

 

   

         Recientemente, un religioso que ocupa un alto cargo en una Academia Pontificia, declaró que todas las apariciones de la Virgen donde se anunciaba un castigo de Dios, eran falsas: “Fray Stefano Cecchin, ofm, presidente de la Pontificia Academia Mariana, ha concedido una entrevista al semanal Alfa y Omega, en la que, entre otras cosas, asegura que “las apariciones que hablan de castigos de Dios son absolutamente falsas”[1]. Esta afirmación es contraria a la Tradición, al Magisterio y a las Escrituras y, por lo tanto, no la vamos a aceptar; entre otras cosas, cabría preguntarse si estas declaraciones decretan como falsas las apariciones de la Virgen en Fátima, Akita y La Salette, en donde se habla de “castigo divino”, de “condenación eterna”, de “ira de Dios”. Estas declaraciones abarcarían no solo a la Devoción a la Divina Misericordia, sino que incluso al mismo Señor Nuestro Jesucristo, quien en el Evangelio habla igual o incluso más, acerca del Infierno y del Reino de las tinieblas, es decir, Jesús habla más de la eterna condenación en el Infierno, que la salvación en el Cielo y habla más del Reino de las tinieblas, que del Reino de los cielos.

         Habiendo dicho esto, haremos referencia, brevemente, a los que consideramos que son los elementos centrales de las Apariciones de Fátima. En estas apariciones de la Virgen, aprobadas por la Santa Iglesia Católica, hay cuatro elementos centrales: devoción piadosa -comunión de rodillas- y con amor a Jesús Eucaristía; rezo del Santo Rosario por la conversión de pecadores; penitencia y sacrificios por conversión de pecadores; existencia del Infierno y condenación eterna como consecuencia de despreciar los Mandamientos y los Sacramentos de la Iglesia Católica.

         La piedad, la devoción, el amor y la fe a la Eucaristía, es un elemento central, tal vez el principal, en las Apariciones de Fátima: antes de aparecerse la Virgen, se aparece el Ángel de Portugal por tres veces; en la tercera aparición del Ángel, el Ángel trae la Eucaristía y el Cáliz y antes de darles la Sagrada Comunión a los niños, deja suspendidos en aire a la Eucaristía y el Cáliz y se postra en tierra, con la frente tocando el suelo y les enseña a los Pastorcitos las oraciones eucarísticas de adoración y reparación. La tercera aparición ocurrió al final del verano o principio del otoño de 1916, nuevamente en la Gruta del Cabeço y, siempre de acuerdo con la descripción de la Hermana Lucía[2], transcurrió de la siguiente forma: “En cuanto llegamos allí, de rodillas, con los rostros en tierra, comenzamos a repetir la oración del Ángel: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo...”. No sé cuántas veces habíamos repetido esta oración cuando advertimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos incorporamos para ver lo que pasaba y vemos al Ángel trayendo en la mano izquierda un cáliz sobre el cual está suspendida una hostia de la que caían, dentro del cáliz, algunas gotas de sangre. Dejando el cáliz y la hostia suspendidos en el aire, se postró en tierra y repitió tres veces la oración: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo: yo te adoro profundamente y te ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los infinitos méritos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pobres pecadores”. Después se levantó, tomó de nuevo en la mano el cáliz y la hostia, y me dio la hostia a mí. Lo que contenía el cáliz se lo dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo: “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios”. De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: “Santísima Trinidad...”. Y desapareció. Llevados por la fuerza de lo sobrenatural que nos envolvía, imitábamos al Ángel en todo, es decir, nos postrábamos como él y repetíamos las oraciones que él decía. La fuerza de la presencia de Dios era tan intensa, que nos absorbía y aniquilaba casi por completo. Parecía como si nos hubiera quitado por un largo espacio de tiempo el uso de nuestros sentidos corporales. En esos días, hasta las acciones más materiales las hacíamos como llevados por esa misma fuerza sobrenatural que nos empujaba. La paz y felicidad que sentíamos era grande, pero sólo interior; el alma estaba completamente concentrada en Dios. Y al mismo tiempo el abatimiento físico que sentíamos era también fuerte”.

         El otro mensaje de Fátima es el pedido de oración, específicamente, del Santo Rosario, diciéndoles así la Virgen: “Soy del Cielo (…) Vas al Cielo y Jacinta y Francisco también (…) Cuando recéis el Rosario, diréis después de cada misterio: ¡Oh Jesús (…) lleva todas las almas al Cielo!”[3] y también la oración de reparación por las ofensas cometidas por los hombres contra Dios Uno y Trino. En la primera aparición del Ángel, se les enseña a los niños cómo rezar, en adoración y reparación a Dios; ocurrió en la primavera o en el verano de 1916, en una gruta del “outeiro do Cabeço”, cerca de Aljustrel, y se desarrolló de la siguiente manera, conforme narra la Hermana Lucía: “Sólo habíamos jugado unos momentos cuando un viento fuerte sacude los árboles y nos hace levantar la vista para ver qué pasaba, pues el día estaba sereno. Comenzamos a ver, a cierta distancia, sobre los árboles que se extendían en dirección al este, una luz más blanca que la nieve, con la forma de un joven transparente más brillante que un cristal atravesado por los rayos del sol. A medida que se aproximaba fuimos distinguiendo sus facciones: era un joven de unos catorce o quince años, de una gran belleza. Estábamos sorprendidos y absortos; no decíamos ni una palabra. Al llegar junto a nosotros nos dijo: “No temáis, soy el Ángel de la Paz. Rezad conmigo”. Y arrodillándose, inclinó su frente hasta el suelo. Llevados por un movimiento sobrenatural, le imitamos y repetimos las palabras que le oímos pronunciar: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”. Después de repetir esto tres veces se irguió y dijo: “Rezad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas”. Y desapareció. El ambiente sobrenatural que nos rodeaba era tan intenso, que casi no nos dimos cuenta de nuestra propia existencia durante mucho tiempo y permanecimos en esta posición en que nos había dejado repitiendo siempre la misma oración. La presencia de Dios se sentía tan intensa y tan íntima que ni entre nosotros nos atrevíamos a hablar. Al día siguiente todavía sentíamos nuestro espíritu envuelto por esa atmósfera, que sólo muy lentamente desapareció”[4].

         Otro elemento central en las Apariciones de Fátima es la importancia de la penitencia y del sacrificio. La segunda aparición del Ángel ocurrió en el verano de 1916, sobre el pozo de la casa de los padres de Lucía, junto al cual jugaban los niños. Así narra la Hermana Lucía lo que entonces les dijo el Ángel a ella y a sus primos: “¿Qué hacéis? Rezad, rezad mucho. Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios. ¿Cómo nos tenemos que sacrificar?, pregunté. “De todo lo que podáis, ofreced a Dios un sacrificio de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así la paz sobre vuestra patria. Yo soy su ángel de la guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con resignación el sufrimiento que Nuestro Señor os envíe. Y desapareció. Estas palabras del Ángel se grabaron en nuestro espíritu como una luz que nos hacía comprender quién era Dios, cómo nos amaba y quería ser amado; el valor del sacrificio y cómo le era agradable; y cómo en atención a él, convertía a los pecadores”[5].

Por último, un elemento también central en Fátima es la existencia del Infierno, realidad y existencia que es un dogma de fe de la Iglesia Católica, sin cuya creencia nos apartamos de esta Santa Fe. De modo concreto, en las Apariciones de Fátima, la Virgen no se anda con vueltas con respecto a la pedagogía con los niños o si estos tal vez quedarían “traumatizados” si supieran del Infierno, todos argumentos modernistas para ocultar la existencia del Infierno a los niños: la Virgen los lleva al Infierno, en donde los niños, cuyas edades iban desde los siete años -Jacinta- hasta los ocho o nueve, ven, con sus propios ojos, el Infierno, ven el lago de fuego, ven caer a las almas en el lago de fuego, “como copos de nieve”, ven a los demonios atormentando a las almas condenadas. Dice así la Hermana Lucía con respecto a la visión sobre el Infierno en Fátima: “Fue el día 13 de julio de 1917, después de haber dicho estas palabras: “Sacrificaos por los pecadores, y decid muchas veces, en especial cuando hicierais algún sacrificio: Oh Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en desagravio por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”. Al decir estas últimas palabras, escribe Sor Lucía, abrió de nuevo las manos como en los meses pasados. El reflejo parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego. Sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fuesen brasas transparentes y negras o broceadas, con forma humana que fluctuaban en el incendio, llevadas de las llamas que de ellas misma salían, juntamente con nubes de humo cayendo por todos los lados, semejantes al caer de las pavesas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debe haber sido a la vista de esto cuando di aquel “ay”, que dicen haberme oído). Los demonios se distinguían por formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones en brasa. Asustados y como para pedir socorro, levantamos la vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo entre bondadosa y triste: «Habéis visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón”[6].

 

“Mar de fuego, formas horribles de los demonios, gritos de desesperación”: lo que vieron los pastorcitos corresponde perfectamente con las penas físicas y morales que sufren para siempre los que murieron en estado de pecado mortal. Y con respecto al Infierno, hay que decir que es una muestra de que Dios SÍ castiga, sí castiga al ángel rebelde y al ser humano rebelde, que muere voluntariamente en pecado mortal, porque voluntariamente no quiere recibir el Amor de Dios. Entonces, decir que una aparición mariana es falsa porque anuncia el castigo de Dios, es una afirmación temeraria, falsa, modernista, contraria a la Santa Fe Católica.

Reparemos las ofensas a los Sagrados Corazones de Jesús y María; reparemos por nuestros propios pecados y por los pecados de los demás; hagamos adoración eucarística, pidamos nuestra conversión eucarísica, recemos el Santo Rosario, hagamos sacrificios y penitencias por las conversiones de los pecadores, pidamos insistentemente la gracia de perseverar en la Santa Fe Católica hasta el último día de nuestras vidas y de perseverar en la gracia y en las obras de misericordia, para así evitar el castigo divino, el Infierno eterno.

        

 

sábado, 4 de diciembre de 2021

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

 



         La Iglesia celebra, con júbilo celestial, uno de los misterios más grandes y asombrosos de la historia de la humanidad, misterio superado en majestad y gracia sólo por el misterio más grande por excelencia, el de la encarnación del Verbo en el seno purísimo de María Santísima y es el misterio de la Inmaculada Concepción de María.

         Que María Santísima sea “Inmaculada Concepción” quiere decir que, por designio de la Santísima Trinidad, la Virgen fue concebida sin la mancha del pecado original, mancha que, desde el pecado primordial de Adán y Eva, se transmite sin excepción a todo ser humano. La única excepción es, precisamente, la de María Santísima y es por eso que se llama “Inmaculada Concepción”, porque esta horrible mancha del pecado original no la afectó, como sí lo hace a todo ser humano, desde el primer instante de su concepción. Que sea Inmaculada Concepción significa que la Virgen no tuvo nunca, jamás, en ningún momento, ni siquiera por un instante, no solo ni el más ligero pecado y tampoco estuvo, ni siquiera mínimamente, inclinada a la concupiscencia, sino que su Inmaculado Corazón estuvo siempre, en todo momento, rebosante de la gracia, la bondad, la santidad, la paz y la humildad de Dios Uno y Trino.

         Pero hay otro aspecto a considerar y es que la Trinidad la eligió para que fuera concebida sin la mancha del pecado original, porque la Virgen estaba destinada a ser Madre de Dios y como Madre de Dios, no podía estar contaminada con la mancha del pecado original. Todavía más, al estar destinada a ser la Madre de Dios, debía no solo no poseer el pecado original, sino que debía estar inhabitada por el Espíritu Santo y es por eso que la Virgen es concebida, además de exenta del pecado original, como Inmaculada Concepción, como “Llena de gracia”, lo cual quiere decir, inhabitada por el Espíritu Santo. La razón de este otro privilegio de la Virgen es que el Verbo de Dios, quien habría de encarnarse en su seno virginal, al provenir desde el Cielo, en donde era amado desde la eternidad por Dios Padre con el Divino Amor, el Espíritu Santo, debía ser recibido y amado en la tierra, en su encarnación, con el mismo Amor con el que el Padre lo amaba desde la eternidad, el Espíritu Santo y la única forma en que esto fuera posible, era que la Virgen misma estuviera inhabitada por el Espíritu Santo y es por eso que es concebida no solo sin la mancha del pecado original, sino como “Llena de gracia”, es decir, inhabitada por el Espíritu Santo. Así, el Verbo de Dios, al encarnarse en el seno purísimo de María Santísima, no sentiría diferencias en el Amor con el que era amado desde la eternidad por el Padre, porque iba a ser amado con ese mismo Amor, el Espíritu Santo.

         Por lo tanto, en el misterio de la Inmaculada Concepción, se unen entre sí, de modo indisoluble, otros dos grandes misterios, el de la Virgen como Madre de Dios y el de la Encarnación del Verbo de Dios.

         Por último, si estos tres misterios son en sí mismos insondables, majestuosos, celestiales y sobrenaturales, hay otro misterio que debe agregarse y es el hecho de que la Santa Iglesia, en cada Santa Misa, prolonga y actualiza, en su seno virginal, el altar eucarístico, el misterio de la Encarnación del Verbo, porque por las palabras de la consagración, el Verbo prolonga su Encarnación en la Eucaristía y es por este motivo que la Iglesia Católica es, a imagen de su Madre, la Virgen, santa, pura, inmaculada y llena del Espíritu Santo. No dejemos nunca de alabar, bendecir, glorificar y adorar a la Santísima Trinidad por el misterio de la Inmaculada Concepción, misterio al cual están unidos el misterio de María como Llena de gracia y el misterio de la Encarnación del Verbo en su seno purísimo, que se prolonga a su vez y se actualiza en cada Santa Misa.

martes, 2 de noviembre de 2021

La Eucaristía, nuestro tesoro

 



         Afirma el Manual del Legionario que “la Eucaristía es el centro y la fuente de la gracia” y que “ninguna actividad apostólica tiene valor alguno si no se tiene en cuenta que el principal objetivo es establecer el reino de la Eucaristía en todos los corazones”[1]. La razón por la que la Eucaristía es el “centro y fuente de la gracia” es que no se trata de un trozo de pan, como aparece a los sentidos, sino del Hombre-Dios Jesucristo, la Segunda Persona de la Trinidad, oculta en apariencia de pan. Puesto que el Hijo de Dios es, en cuanto Dios, la Gracia Increada, es Él en la Eucaristía la Fuente de toda gracia que recibe el alma para su santificación; por eso es que es el “centro y fuente de la gracia”. En otras palabras, si la Eucaristía fuera solamente un poco de pan bendecido, no podría, de ninguna manera, irradiar la gracia, tal como lo hace, desde el Sagrario, desde el Altar Eucaristía.

         Otro elemento importante que nos hace considerar el Manual es cuál es el objetivo final de todo apostolado, no solo de la Legión, sino de toda la Iglesia y es el de “establecer el reino de la Eucaristía en los corazones”. Una vez más, esto no sería posible si la Eucaristía no fuese Cristo Dios en Persona: porque la Eucaristía es Cristo, Rey de los corazones, es que debe ser entronizada, por la persona, en su propio corazón, sin dar lugar a nadie más, para que sólo Cristo Eucaristía sea el Único Rey del corazón del cristiano. Así como el Sagrado Corazón debe ser entronizado en cada hogar y en cada familia de nuestra Patria y así como debe ser entronizado como Rey de la Patria, de la Nación Argentina, así la Eucaristía, que es mismo Rey Jesús, debe ser entronizada en el corazón de cada bautizado.

         Afirma el Manual que la Eucaristía es “el bien infinito” y por eso, el tesoro más preciado, porque se trata del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que arde en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo y ese Amor es infinito y eterno, por ser el Amor de Dios, el Amor del Padre y del Hijo. Es por esto que la Eucaristía no se compara con nada y nada en el universo visible o invisible, merece ser más amado que la Eucaristía, porque nada debe ser más amado que el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         La Eucaristía, dice el Manual, “no es mera figura de su Persona”, sino que es la Persona misma del Hijo de Dios, tal como se encuentra glorificado en los cielos, sólo que en la Eucaristía se encuentra oculto a los ojos del cuerpo, aunque “visible” a los ojos de la fe.

         Por esta razón, el legionario debe considerar a la Eucaristía como el centro y la raíz de su vida y como el tesoro más preciado, más valioso que todo el oro y la plata del mundo. Al comulgar, entonces, no lo hagamos de forma distraída o mecánica, sino que recibamos la Sagrada Eucaristía con fervor, con piedad y, sobre todo, con todo el amor y la adoración de los que seamos capaces.



[1] Cfr. VIII, 4.

miércoles, 12 de mayo de 2021

Las Apariciones y enseñanzas de Nuestra Señora de Fátima

 



         En el año 1917 se produjeron una de las más grandiosas apariciones de la Madre de Dios en la historia de la Iglesia. Estas apariciones estuvieron precedidas por las apariciones, a su vez, de un Ángel, quien se presentó a sí mismo como “El Ángel de la Paz” y también “El Ángel de Portugal”.

         Estas apariciones nos dejaron numerosas enseñanzas:

         Por un lado, el Ángel les enseña a adorar la Presencia Sacramental de Jesucristo en la Eucaristía, dictándoles dos oraciones de adoración a Jesús Sacramentado y enseñándoles en la práctica cómo adorar con el cuerpo, postrándose él mismo, el Ángel, ante Jesús Eucaristía. Una de las oraciones del Ángel dice así: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os  pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”. La otra oración que les enseña el Ángel es: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”. Estas oraciones, profundamente eucarísticas, mantienen su plena vigencia, hoy más que nunca, debido a las innumerables profanaciones y sacrilegios que sufre, día a día, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y es por eso que es muy conveniente rezar estas oraciones en las Horas Santas, en la Adoración Eucarística al Santísimo Sacramento del altar.

         Por otra parte, la Virgen les proporciona numerosas enseñanzas a los Pastorcitos:

         El rezo del Santo Rosario y su importancia para la conversión de los pecadores; la existencia del Infierno, haciéndolos participar, místicamente, de la realidad del Infierno, al llevarlos al Infierno y hacerlos contemplar cómo las almas de los condenados caían en el lago de fuego y fluctuaban como “copos de nieve”: al respecto, la Beata Sor Lucía describe así la experiencia del Infierno: “Mientras Nuestra Señora decía estas palabras abrió sus manos una vez más, como lo había hecho en los dos meses anteriores. Los rayos de luz parecían penetrar la tierra, y vimos como si fuera un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban demonios y almas en forma humana, como tizones transparentes en llamas, todos negros o color bronce quemado, flotando en el fuego, ahora levantadas en el aire por las llamas que salían de ellos mismos junto a grandes nubes de humo, se caían por todos lados como chispas entre enormes fuegos, sin peso o equilibrio, entre chillidos y gemidos de dolor y desesperación, que nos horrorizaron y nos hicieron temblar de miedo (debe haber sido esta visión la que hizo que yo gritara, como dice la gente que hice). Los demonios podían distinguirse por su similitud aterradora y repugnante a miedosos animales desconocidos, negros y transparentes como carbones en llamas. Horrorizados y como pidiendo auxilio, miramos hacia Nuestra Señora, quien nos dijo, tan amablemente y tan tristemente: ‘Ustedes han visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Es para salvarlos que Dios quiere establecer en el mundo una devoción a mi Inmaculado Corazón. Si ustedes hacen lo que yo les diga, muchas almas se salvarán, y habrá paz’”. Luego, después de la visión, María les indicó una oración esencial para ayudar a los pecadores: “Cuando ustedes recen el Rosario, digan después de cada misterio: Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu infinita Misericordia”.

Además, la Virgen les enseña el valor del sacrificio, de la penitencia, de la mortificación y del ayuno, como vías de crecimiento en santidad personal y también para la conversión de las almas más necesitadas de la gracia de Dios, los pecadores: “Hagan sacrificios por los pecadores, y digan seguido, especialmente cuando hagan un sacrificio: Oh Jesús, esto es por amor a Ti, por la conversión de los pecadores, y en reparación por las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de María”; también les advierte acerca del peligro del Comunismo y de cómo este régimen satánico, despiadado y ateo habría de “propagar sus errores por todo el mundo”, tal como sucedió y tal como está sucediendo en la actualidad: desde que se implementó en Rusia por medio de una sangrienta revolución, el Comunismo ha esparcido el ateísmo, la violencia y la lucha de clases por todo el mundo, provocando desde entonces hasta ahora un genocidio de más de ciento cincuenta millones de muertos, sin contar los cuatrocientos millones de muertos provocados por la política del “hijo único” aplicado por el gobierno comunista chino durante treinta años.

La Virgen les enseña también a rezar el Santo Rosario y les enseña la devoción del rezo del Rosario reparador, el cual se reza durante cinco sábados, los primeros sábados de cada mes, meditando en los misterios del Santo Rosario y acompañando este rezo con el deseo de un profundo cambio de vida, haciendo un completo examen de conciencia, confesando los pecados y recibiendo la Sagrada Comunión, todo para reparar las ofensas que se realizan al Inmaculado Corazón de María y también al Sagrado Corazón de Jesús.

No debemos creer que las Apariciones de Fátima son cosa del pasado: estas apariciones, importantísimas para la vida espiritual y de la Iglesia, son atemporales, en el sentido de que abarcan todos los tiempos y por lo tanto son actuales y mucho más en nuestros días, en los que se atenta cotidianamente contra la Sagrada Eucaristía y contra el Inmaculado Corazón de María y también contra la vida humana por nacer, por medio de la inicua e infame ley del aborto. Hoy, más que nunca, es necesario recordar las Apariciones de la Virgen en Fátima y aplicar, con todo el corazón, sus invalorables enseñanzas celestiales.

miércoles, 17 de marzo de 2021

La Anunciación del Señor

 



         La Anunciación y la consecuente Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad en el seno purísimo de María Virgen, es el acontecimiento más grandioso que jamás haya tenido lugar en la historia de la humanidad y no habrá otro acontecimiento más grandioso que este, hasta el final de los tiempos. La Encarnación del Verbo de Dios, por obra del Espíritu Santo y por voluntad expresa de Dios Padre, supera en majestad, infinitamente, a la majestuosa obra de la Creación del universo, tanto visible como invisible. No hay otro acontecimiento más grandioso que el hecho del ingreso, en el tiempo humano, de la Persona de Dios Hijo, que en cuanto Dios, es la eternidad en sí misma.

         Debido a su trascendencia, que supera infinitamente en majestad a la obra de la Creación, la Encarnación del Hijo de Dios divide a la historia humana en un antes y un después, no solo porque nada volverá a ser como antes de la Encarnación, sino porque la Encarnación hace que la historia de la humanidad –y de cada ser humano en particular- adquiera una nueva dirección: si antes de la Encarnación la historia humana tenía un sentido horizontal, por así decirlo, porque las puertas del cielo estaban cerradas para el hombre, a partir de la Encarnación de Dios Hijo esas puertas del cielo se abren para el hombre y por esto a la humanidad se le concede un nuevo horizonte y una nueva dirección, no ya horizontal, sino vertical, en el sentido de que ahora la humanidad, cada ser humano, tiene la posibilidad de ingresar en el Reino de Dios, el Reino de los cielos, ingreso que hasta Jesucristo estaba vedado, a causa del pecado original.

         La importancia del evento de la Encarnación está dada por dos elementos: por un lado, porque Quien ingresa en la historia humana no es un hombre santo, ni el profeta más grande de todos los tiempos, sino Dios Hijo en Persona, por quien los santos son santos y por cuyo Espíritu los profetas profetizan; por otro lado, la importancia está dada por la obra que llevará a cabo Dios Hijo encarnado, una obra que será mucho más grandiosa y majestuosa que la primera Creación, puesto que llevará a cabo una Nueva Creación y así Él lo dice en las Escrituras: “Yo hago nuevas todas las cosas”. Serán nuevos los hombres, porque por su gracia les será quitado el pecado y les será concedida la filiación divina adoptiva, por la que pasarán a ser hijos adoptivos de Dios y herederos del cielo; serán nuevas todas las cosas, porque al final de los tiempos desaparecerán estos cielos y esta tierra para dar lugar a “un nuevo cielo y una nueva tierra”; será nueva la vida del hombre, porque Dios Hijo encarnado derrotará definitivamente, de una vez y para siempre, en la Cruz del Calvario, a los tres grandes enemigos mortales de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado; será nueva la forma de vivir del hombre, porque ya no se alimentará sólo de pan, sino ante todo del Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía y desde ahora saciará su sed no simplemente con agua, sino con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero y ya no comerá solo carne de animales que nutren su cuerpo, sino que su manjar será la Carne del Cordero de Dios, que alegrará su alma con la substancia divina del Hombre-Dios Jesucristo, todo esto por medio de la Santa Misa.

         Por todos estos motivos y muchos otros todavía, es que el evento de la Anunciación y la Encarnación del Verbo solo pueden ser agradecidas a la Trinidad con un único obsequio digno de la majestad divina trinitaria, el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía, por medio de María Inmaculada, la Esposa Mística del Cordero de Dios.

miércoles, 25 de marzo de 2020

La Anunciación del Señor


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          Mientras la Virgen se encuentra orando, haciendo una pausa en las labores hogareñas, recibe la visita del Arcángel Gabriel, quien le hace el Anuncio más grande y maravilloso que jamás nadie podría recibir, y es que el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, la Palabra Eterna del Padre, que inhabita en el seno eterno del Padre desde todos los siglos, habrá de encarnarse en el seno virginal de María Santísima, si Ella consiente a los planes salvíficos de Dios Padre. La Virgen, que es toda humildad, gracia y pureza y que no desea otra cosa que cumplir la voluntad de Dios, dice “Sí” a la Encarnación del Verbo y en ese momento, se produce el hecho más admirable de la humanidad y más grandioso que la creación de miles de universos juntos, y es que el Verbo de Dios, que habitaba con el Padre desde siempre, comenzará a inhabitar en ese cielo en la tierra que es el seno virginal de María Santísima. Que el que se encarna, sin obra de hombre alguno, es Dios Hijo, lo dice el mismo Evangelio, cuando el Ángel le dice: “La sombra del Altísimo te cubrirá (…) y el Hijo que será engendrado en ti será llamado “Hijo del Altísimo”. Es decir, no cabe duda que no solo no hay intervención de hombre alguno –por esta razón San José es solo su padre adoptivo terreno-, sino que el que se encarna en el seno virginal de María es el Hijo del Eterno Padre, Dios consubstancial al Padre, merecedor, con el Espíritu Santo, de la misma adoración y gloria. Es por esta misma razón que el sacrificio en Cruz de Aquel que se encarna en la Virgen María no es la crucifixión de un hombre cualquiera, sino la del Hombre-Dios y es por eso que su sacrificio en Cruz tiene valor infinito, valor que alcanza de modo más que suficiente para salvar a todos los hombres de todos los tiempos.
          La Anunciación del Ángel constituye la esencia del mensaje del cristianismo, porque quien se encarna, como lo dijimos, no es un hombre más entre tantos, sino que es el mismo Hijo de Dios que, hecho Hombre, ofrecerá el sacrificio perfecto en la Cruz para la salvación de toda la humanidad. Pero no sólo eso: la Iglesia nos enseña que quien se encarnó en el seno virginal de María Santísima por obra del Espíritu Santo, para entregarse como Pan de Vida eterna en el Santo Sacrificio de la Cruz, es el mismo que, también por obra del Espíritu Santo, prolonga su encarnación, en el misterio de la liturgia eucarística, en el seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico, para entregársenos a nuestras almas como Pan Vivo bajado del cielo, que comunica de la vida eterna a quien se une con Él por la Comunión Eucarística. De esta manera, la Anunciación del Ángel a la Virgen, de la Encarnación del Verbo, se complementa con la Anunciación que la Iglesia hace de la prolongación de la encarnación de este mismo Verbo, en el seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico, para donársenos como Eucaristía, como Pan de Vida eterna.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Volver la mirada a Cristo Dios en la Eucaristía



          Nuestra vida puede compararse a la siguiente imagen: un hombre que va caminando por un sendero, atento a las indicaciones que le dicen por dónde debe seguir. Mientras el hombre está atento a las indicaciones, no se pierde y está seguro de llegar a su fin. Sin embargo, puede suceder que un enemigo suyo le ponga señales erróneas que lo hagan equivocar el camino, o puede suceder que él mismo, por su propia distracción, deje de prestar atención a las indicaciones, con lo cual inevitablemente perderá el camino. El enemigo en nuestras vidas es el demonio, que nos pone señales falsas en el camino al Reino, para que nos extraviemos y nunca lleguemos; las distracciones, son nuestras propias faltas a la Ley de Dios, cometidas a causa de la debilidad de nuestra naturaleza humana. Tanto en uno como en otro caso, el resultado es el mismo: nos desviamos de nuestro último fin, que es Dios y así no conseguimos llegar al Reino de los cielos.
          Es por lo tanto algo imperativo que no nos dejemos engañar por las falsas señales del enemigo, ni que nos desviemos por nuestra propia distracción, para poder llegar al Reino de los cielos. Ahora bien, nos hacemos una pregunta: ¿de qué manera estaremos seguros de poder llegar al Reino, sin desviarnos del camino y sin hacer caso de las señales falsas? Hay una sola forma y es fijando la vista del alma en el la Eucaristía y en el Inmaculado Corazón de María, Refugio de pecadores. Si miramos constantemente al Santísimo Sacramento del altar y al Corazón de la Virgen y aún más, si nos consagramos a Ella, estaremos seguros de que no sólo nunca nos desviaremos del camino, sino que llegaremos pronta y rápidamente al Reino de los cielos, nuestro destino final.

sábado, 24 de agosto de 2019

El Legionario y la Eucaristía 2



La Misa (2)
         ¿Qué es la Misa? ¿Por qué tiene tanta importancia para la Iglesia y por supuesto para el legionario? Afirma el Manual del Legionario que “La Misa no es una mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente entre nosotros aquella acción suprema, que tuvo como recompensa nuestra redención”[1]. ¿Y cuál es la “acción suprema” que nos valió la redención? El Santo Sacrificio de la Cruz. Es decir, en la Misa está el Santo Sacrificio de la Cruz, el mismo y único sacrificio del Calvario, del Viernes Santo. Pudiera suceder que alguien piense que el sacrificio del Calvario tiene más valor que la Misa, pero no es así, dice el Manual: “La Cruz no valió más que vale la Misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del Todopoderoso, desaparece la distancia de tiempo y espacio entre las dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio”[2]. Prestemos atención a estas palabras: “Por la mano del Todopoderoso desaparece la distancia de tiempo y espacio entre las dos”, es decir, entre la Cruz del Viernes Santo y la Santa Misa: esto quiere decir que, de modo misterioso, hacemos un “viaje en el tiempo y en el espacio”, de manera que al asistir a Misa es como si fuéramos a Tierra Santa, al Monte Calvario, o que el Monte Calvario viniera a nuestro hoy, a nuestro aquí y ahora en el que celebramos la Misa. Por eso, asistir a Misa con un estado de ánimo distinto al que tenían la Virgen y San Juan en el Calvario, es no comprender de qué se trata la Misa. Otro aspecto que debemos considerar es cuando se dice que “el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio”. Esto quiere decir que el Viernes Santo, el Sacerdote y la Víctima eran uno solo, Cristo Jesús, Sumo Sacerdote y al mismo tiempo Cordero del sacrificio, que se ofrecía a sí mismo de modo cruento, con efusión de sangre. En la Misa, aunque veamos al sacerdote ministerial, el Sacerdote Sumo y Eterno sigue siendo Cristo, sin el cual el sacerdote ministerial es nada; el sacerdote ministerial no obra nada por sí mismo, sino que es Cristo quien obra el milagro de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, por el poder de su Espíritu. Por eso se dice que el Sacerdote y la Víctima son uno mismo, en el Calvario y en la Misa, Cristo Jesús. La otra diferencia es el modo de ser ofrecido: cruento, con efusión de sangre en la Cruz; incruento, sin efusión de sangre visible, en la Santa Misa.
         El legionario, por lo tanto, no debe asistir a Misa de cualquier modo; no sólo no debe asistir con ánimo distraído y desganado, sino que debe asistir con el mismo ánimo y estado espiritual con el cual la Santísima Virgen y el Evangelista Juan se encontraban al pie de la Cruz el Viernes Santo, en el Monte Calvario.  



[1] Cfr. Manual del Legionario, El legionario y la Eucaristía, cap. VIII, 1, 47.
[2] Cfr. ibidem, 47.

martes, 30 de abril de 2019

El Legionario y la Eucaristía 1



         La Misa

         El primer fin de la Legión es la santificación personal de sus miembros y esta santificación es su medio de actuar: es decir, sólo en la medida en que el Legionario posea la santidad, podrá servir de instrumento para comunicarla a los demás[1].
         Antes de proseguir, respondamos a esta pregunta: ¿qué es la santidad y cómo se la consigue en el catolicismo? La santidad es ser buenos, pero no con la bondad humana, sino con la bondad divina, que es algo distinto y se consigue por medio de la gracia, que nos hace partícipes de la vida de Dios, que es santa. Cuanto más se está en gracia, más santo se es, porque más se participa de la vida de Dios. Otro elemento a tener en cuenta es que la gracia, para nosotros, los católicos, nos viene fundamentalmente por los sacramentos, sobre todo la confesión sacramental y la Eucaristía, por lo que alejarnos de los sacramentos, es alejarnos de la santidad.
         Porque tiene que santificarse, es que el Legionario pide, encarecidamente, al empezar a servir en la Legión, llenarse, mediante María, del Espíritu Santo y ser utilizado por el Espíritu Santo como instrumento de su poder santificador sobre la tierra. El Espíritu Santo es santo; la Virgen, Mediadora de las gracias del Espíritu Santo, es santa; el instrumento, por el que se santifica el mundo, el legionario, debe en consecuencia, ser santo. No pueden, ni el Espíritu Santo ni la Virgen, utilizar instrumentos –legionarios- que no sean santos o que por lo menos no se propongan el camino de santidad.
         Ahora bien, ¿de dónde fluye la santidad con la cual el Legionario se hace santo? Es verdad que del Espíritu Santo y del Espíritu Santo a la Virgen y de la Virgen al legionario, pero hay algo que “conecta” al Espíritu Santo y la Virgen con este mundo, que hace que fluya la santidad como un río inagotable y es el Santo Sacrificio de Jesucristo en la Cruz, en el Calvario, el Viernes Santo. El sacrificio de Jesús en la cruz viene a ser como el canal por el cual la santidad del Espíritu Santo baja desde el cielo a la tierra, por medio de la Virgen. Ahora bien, puesto que este sacrificio de la cruz se perpetúa en el mundo por el Santo Sacrificio de la Misa, la cual no es mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente en medio de nosotros el sacrificio de Cristo en la cruz, la Misa tiene el mismo valor que el sacrificio de la cruz. Entre la Misa y el sacrificio de la cruz desaparecen el tiempo y el espacio, de modo que asistir a Misa es asistir al sacrificio de la cruz, solo que representado incruenta y sacramentalmente.
         De esto se deduce que el legionario que no asiste a Misa o que lo hace en forma discontinua o mecánica o distraída, no obtiene la santificación que fluye del sacrificio de Jesús en la cruz y que se perpetúa en la Misa. No asistir a Misa equivale, para el legionario, cortar la fuente de su santificación y frustrar el fin para el cual está en la Legión.
        



[1] Cfr. Manual del Legionario, cap. VIII.

martes, 30 de octubre de 2018

La Virgen de la Eucaristía nos entrega al Niño, la Iglesia nos entrega la Eucaristía



         Al contemplar la imagen de Nuestra Señora de la Eucaristía, podemos constatar lo siguiente: la Virgen está de pie, con el Niño en brazos. No se encuentra estática, sino en movimiento; está en el momento en el que alguien da un paso hacia adelante, para dirigirse al interlocutor. Además, su gesto es el de toda madre que, orgullosa de su hijo, lo acerca al interlocutor para que éste pueda alegrarse por el niño, felicitar a la madre y, si fuera posible, cargarlo en brazos por un momento. Nuestra Señora de la Eucaristía se encuentra en este gesto, en el gesto de dar un paso hacia adelante, para entregar al Niño en los brazos de quien está enfrente suyo. Es decir, la Virgen de la Eucaristía nos está dando a su Niño, que es el Niño Dios, para que nosotros nos gocemos y alegremos con la Presencia del Niño. El Niño Dios viene a nosotros no de cualquier manera, sino a través de la Virgen de la Eucaristía. Otro gesto a destacar en la imagen de la Virgen son sus manos: mientras con una sostiene a su Niño –con esto nos da una idea de la fortaleza de la Virgen, que sostiene al Niño Dios y al mismo tiempo, la confianza y el Amor que Dios le tiene a la Virgen de la Eucaristía-, con la otra mano, lo señala, indicándonos a nosotros, que es a su Hijo Jesús a quien debemos acudir, para adorarlo.
A su vez, el Niño porta entre sus brazos un racimo de uvas, las cuales las lleva ayudado por su Madre y cuya intención es convidarnos, para que nos sirvamos de ellas cuando tengamos al Niño. Entonces, la Virgen nos da el Cuerpo de su Hijo Jesús y su Hijo Jesús nos entrega las uvas que, hechas vino, se convierten en su Sangre en la Santa Misa. A través de la imagen de la Virgen de la Eucaristía, recibimos el Cuerpo y la Sangre de Jesús, el Hijo de Dios, es decir, recibimos la Eucaristía.
Ahora bien, hay un paralelismo entre Nuestra Señora de la Eucaristía y la Iglesia: así como la Virgen nos da a su Niño, que es el fruto de sus entrañas virginales, así la Iglesia nos da la Eucaristía, que es el fruto de sus entrañas virginales, el altar eucarístico.
Entonces, así como acudiríamos con amor a recibir al Niño que nos da la Virgen, así debemos ir, con el alma en gracia y el corazón lleno del mismo amor, a comulgar, para recibir la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús.

domingo, 11 de febrero de 2018

La Inmaculada Concepción, modelo para nuestra vida espiritual



         Cuando la Virgen se le apareció a Santa Bernardita, en una de las apariciones, ante la pregunta de Santa Bernardita acerca de quién era Ella, la Virgen le dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Esto ya fue, en sí mismo, una prueba de que las apariciones eran reales y no fábulas de Santa Bernardita, porque siendo ella casi analfabeta, no tenía modo de saber ni siquiera que existían las palabras “Inmaculada Concepción”.
         Ahora bien, la Virgen, que es la Inmaculada Concepción, es nuestra Madre del cielo, lo cual quiere decir que, como hijos suyos, y como forma de honrarla y homenajearla, debemos buscar de imitarla. Podría parecernos algo imposible, puesto que Ella es Concebida sin pecado original y nosotros somos “nada más pecado”, además de ser la Virgen la Llena de gracia, mientras que nosotros estamos llenos solamente de pecado.
         ¿Cómo podemos imitar a la Virgen? Por medio de dos sacramentos, la Confesión y la Comunión. Por la Confesión, nuestras almas se convierten en “inmaculadas”, es decir, sin mancha de pecado, y por la Comunión, nuestras almas se convierten en “llenas de gracia”, porque recibimos a Aquel que es la Gracia Increada, Cristo Jesús.
         Al recordar a la Virgen en su advocación de la Inmaculada Concepción, no debemos pensar que es una devoción que no tiene nada que ver con nuestra vida espiritual de todos los días. Por el contrario, la Virgen se manifiesta como Inmaculada Concepción, para que también nosotros seamos inmaculados por la gracia del Sacramento de la confesión y llenos de la Gracia de Dios, por la Eucaristía.