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viernes, 10 de septiembre de 2021

Nuestra Señora de los Dolores

 



         Según la narración del Evangelio, la Virgen estuvo al pie de la Cruz de Jesús durante su Calvario y hasta el momento de su muerte y según también l Biblia y la Tradición, la Virgen sostuvo en su regazo al Cuerpo de su Hijo ya muerto y luego acompañó al cortejo fúnebre que llevó a Jesús hasta el sepulcro.

         Por el hecho de que la Virgen se encuentra al pie de la Cruz, mientras su Hijo Jesús sufre la más dolorosa de las agonías, es que la Virgen lleva el título de “Nuestra Señora de los Dolores”. Ahora bien, debemos considerar qué clase de dolores sufre la Virgen, para entender en su amplitud el título que lleva la Virgen. Ante todo, sufre el dolor de toda madre que ve morir al hijo de su corazón, al hijo que llevó en sus entrañas: así como toda madre sufre un dolor desgarrador cuando asiste a la agonía y muerte del hijo al que ama con todo su corazón, así la Virgen ve desgarrado su Inmaculado Corazón, al ver al Hijo de su amor sufrir una muerte tan dolorosa. A este dolor materno, se le suma otro dolor, que hace todavía más intenso el dolor de la Virgen: la Virgen está unida a su Hijo por el amor de madre, pero también está unida místicamente a su Hijo por el Espíritu Santo, por el Amor de Dios, lo cual hace que su unión con su Hijo sea mucho más profunda, mística y misteriosa que cualquier unión de una madre con su hijo. Al estar unida a su Hijo Dios por el Espíritu Santo, la Virgen sufre el mismo dolor que sufre su Hijo y el dolor que sufre su Hijo es doble: en el Cuerpo, por las heridas físicas que suponen la flagelación y la crucifixión, pero también en el espíritu, en el alma, porque Jesucristo sufre las muertes de todos los hombres de todos los tiempos. Así, por ejemplo, Jesús sufre la muerte de todo niño que es abortado –sufre el mismo dolor que experimenta el niño cuando es acuchillado en el aborto- y esto no con un solo niño, sino con todos los niños de todos los tiempos y así mismo sufre con la muerte de todos y cada uno de los hombres. Este dolor espiritual, y también el dolor físico de Jesús, es sufrido, por participación, por la Virgen, de modo que se puede decir que si todo el dolor del mundo se concentró en el Sagrado Corazón de Jesús suspendido en la Cruz, ese mismo dolor, que es todo el dolor del mundo, se concentra en el Inmaculado Corazón de María, de manera que se puede decir, con toda certeza, que el Inmaculado Corazón de María es inundado con un océano de dolor, de amargura, de llanto, de tristeza. En otras palabras, la Virgen no sólo sufre como sufre toda madre al ver a su hijo morir, sino que sufre místicamente, los mismos dolores físicos y espirituales que sufre su Hijo Jesús, quien por medio de este padecimiento santifica el dolor humano, convirtiéndose en Redentor de los hombres por medio del dolor de la Cruz. Y si Jesús es Redentor, la Virgen, por participación mística a sus dolores, es Corredentora. Pidamos la gracia de participar de los dolores de la Virgen, que son los dolores de Jesús, para así también nosotros ser corredentores, junto a Jesús y María y luego, en la vida eterna, poder gozar de las alegrías eternas del Reino de los cielos.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Memoria de Nuestra Señora de los Dolores


         “Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre” (Jn 19, 25-27). Luego de relatar la Pasión y Crucifixión de Nuestro Señor, el Evangelio describe la presencia de María Virgen, que está de pie, “junto a la cruz” de Jesús, asistiendo a su Agonía y Muerte. De esta manera, La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo constituyen, con creces, el cumplimiento de la profecía del anciano Simeón, realizada el día en que la Virgen llevó a su Niño recién nacido al templo: “Una espada de dolor atravesará tu Corazón”. Ya en ese mismo momento, la Virgen sintió, con un dolor agudísimo en su Inmaculado Corazón, cómo la profecía comenzaba a cumplirse, porque su Hijo era el Mesías que habría de salvar al mundo inmolando su vida en el altar de la Cruz. Ahora, en el Calvario, la Virgen experimenta el cumplimiento cabal de la profecía que comenzó el día de la Presentación, solo que ahora, en el Calvario, el dolor es de tal intensidad y de tan grande magnitud, que si no estuviera sostenida por el Divino Amor, moriría de tanto dolor que acumula en su Purísimo Corazón. La Presentación y la Cruz son, entonces, dos momentos distintos de una misma profecía: el dolor que inundará, con torrentes inagotables, el Corazón de la Virgen, pero la diferencia es que si en la Presentación, cuando Jesús Niño era sostenido entre los brazos de su Madre, la Virgen sintió el dolor de una espada en su Corazón, ahora en el Calvario, en donde su Hijo amado está sostenido por gruesos clavos de hierro en los brazos de la Cruz, el dolor que inunda a la Virgen es tan grande, que se compara a cientos de espadas que laceran su Inmaculado Corazón. Y si en la Presentación, la Virgen ofrece a su Hijo a Dios, y al hacerlo, una filosa y aguda espada la hace palidecer de dolor, ahora, en el Monte Calvario, al ofrecer la Virgen a su Hijo a Dios por nuestra salvación, siente que se le arranca la vida misma, al ver a su Hijo agonizar y morir en la cruz porque su Hijo es su vida, su amor, su razón de ser y existir, y si su Hijo muere, siente la Virgen que Ella muere con Él.
Al pie de la Cruz, la Virgen es Corredentora, porque participa de los dolores y del sacrificio salvífico de su Hijo Jesús, al ofrecer a Dios, sin queja alguna, con mansedumbre y con dulce amor, los dolores de su Corazón y en un cierto sentido al sacrificarse Ella misma, porque al morir su Hijo, que es la Vida de su alma, siente que su alma muere y se va con Él.

“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre”. La Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, al permanecer de pie al lado de la Cruz, y al ofrecer a su Hijo al Padre por la salvación de los hombres –porque no se queja en ningún momento de los planes salvíficos de Dios-, es figura de la Iglesia que, por medio del sacerdocio ministerial y a través del Santo Sacrificio del Altar, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, ofrece al Padre la Eucaristía, esto es, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh María, Madre mía, Nuestra Señora de los Dolores, yo soy la causa de tu llanto, de tu amargura y de tu dolor; yo soy, con mis pecados, quien lacero y atravieso tu Inmaculado Corazón, provocándote dolores de agonía y muerte, y por eso te imploro, por tu Hijo Jesús que por mí está en la Cruz, traspasa mi duro corazón con el dardo de fuego del Divino Amor, para que amándote a ti y a Jesús en lo que resta de mi vida en la tierra, continúe amándolos por la eternidad en el cielo!

martes, 15 de septiembre de 2015

Nuestra Señora de los Dolores


         El Viernes Santo, la Virgen, al pie de la Cruz, siente su Inmaculado Corazón oprimido por un dolor inabarcable, un dolor inmenso, como inmenso es el Amor de la Madre. Al pie de la Cruz, la Virgen siente que su Corazón Purísimo navega en un océano inacabable de dolores interminables. Al pie de la Cruz, la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, llora amargamente por los dolores que la oprimen, llora y derrama, como un suave y dulce manantial, amargas lágrimas de sal. Su Corazón, creado por Dios Trino como morada del Divino Amor, creado tan grande, capaz de alojar al Amor de Dios, el Espíritu Santo, para amar al Hijo de Dios que en Ella se habría de encarnar, ahora alberga a tanto dolor, como tanto fue el amor por la Virgen prodigado.
¿Por qué llora la Virgen, al pie de la Cruz? ¿Cuáles son los dolores que atenazan al Inmaculado Corazón de María?
Hay tres tipos de dolores que se unen en el Inmaculado Corazón de María, haciendo de Ella Nuestra Señora de los Dolores:
         -Los dolores de su Hijo, porque los siente como propios: todos y cada uno de ellos, los físicos, los morales y los espirituales. Todos los dolores de Jesús, experimentados y sentidos por Él desde la Encarnación, incluidos los de la dolorosísima Pasión –la flagelación, la coronación de espinas, la crucifixión-, todos, absolutamente todos, son experimentados mística y espiritualmente por la Virgen y hacen de Ella la Mártir del Amor. Y porque los experimenta a todos místicamente, la Virgen, al pie de la Cruz, siente morirse a causa de la inmensidad del dolor que le significa ver al Hijo de su Amor. Al morir Jesús, cuyo Sagrado Corazón estaba unido al de la Virgen por el Amor de Dios, la Virgen siente que con la muerte de su Hijo se le va la vida, porque se le va el Amor de Dios Encarnado, Cristo Jesús y, como el Amor de Dios es Vida, la Virgen siente que con Jesús se le va también la vida y por eso, aunque no muere, porque sigue viva, al pie de la cruz, la Virgen siente que muere en vida, con su Corazón Inmaculado traspasado por una agudísima y filosísima “espada de dolor”. Es San Bernardo Abad[1] quien habla de la muerte mística de María al pie de la cruz: como dice San Bernardo, si la muerte de Jesús “fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra (la muerte mística de María) tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante”.
         -Los dolores suyos, propios del Inmaculado Corazón, porque la Virgen es una madre, la Madre de Dios, que ve agonizar a su Hijo, el Hijo de su Amor, con la agonía más dolorosa y cruenta que jamás haya podido sufrir, no solo un hombre de modo individual, sino toda la humanidad de todos los tiempos. Afirma el mismo San Bernardo[2] que la Virgen sufre en su Inmaculado Corazón en cumplimiento de la profecía de San Simeón quien, iluminado por el Espíritu Santo, le anunció que “una espada de dolor atravesaría su Corazón” (cfr. Lc 2, 35) y para la Virgen, estar al pie de la cruz, significa el cumplimiento con creces de esta profecía. Precisamente, tal vez el dolor más lacerante de todos los dolores lacerantes que padece la Virgen, es el causado por el contemplar cómo la lanza del soldado romano, sin piedad, atraviesa el costado de Jesús: en ese momento, el hierro afilado de la lanza, mientras perfora el costado de Jesús, para que de él brote Sangre y Agua, atraviesa al mismo tiempo, espiritual y místicamente, el Inmaculado Corazón de María, que sufre inmersa en un océano de dolores, al ver cómo su Hijo, ni siquiera después de muerto, es respetado.
         -Los dolores de todos los hombres, porque al haberlos adoptado Ella como hijos suyos al pie de la cruz, sufre por todos y cada uno de ellos, sobre todo los más pecadores, los más alejados de Dios, porque si una madre sufre cuando ve que su hijo se acerca, temerario, al filo del abismo, para precipitarse en él, mucho más sufre la Virgen, cuando ve a los hijos adoptivos de su Corazón Purísimo, correr enceguecidos hacia el Abismo del cual no se retorna, separándose de su regazo materno y desgarrando así cruelmente su corazón de madre. La Virgen al pie de la Cruz llora por nuestros pecados, los pecados de sus hijos adoptivos, los pecados que nos apartan de Dios y nos acercan al Abismo y porque ve que muchos de sus hijos, concebidos por el Amor en su Inmaculado Corazón, se apartan voluntariamente del Amor y de la Divina Misericordia encarnados en Cristo Jesús, la Virgen llora amargamente y es Ella quien se duele en el Libro de las Lamentaciones[3]: “Vosotros, que pasáis por el camino (…) mirad si hay dolor como mi dolor”. Es el Viernes Santo y Nuestra Señora de los Dolores, al pie de la cruz, ofrece al Padre, con el Amor de su Inmaculado Corazón, la muerte de su Hijo, por nuestra salvación y se ofrece Ella misma como víctima, pidiendo por nosotros, misericordia y perdón; llora amargamente la Virgen al pie de la cruz por la muerte del Hijo de su Amor y, aunque tiene el consuelo de saber que su Hijo habrá de resucitar “al tercer día”, como lo profetizó[4], al igual que Raquel, “no quiere ser consolada”[5].
Llora la Virgen al pie de la Cruz, llora Nuestra Señora de los Dolores y su llanto, suave y dulce como un río de aguas cristalinas cae, junto a la Sangre de su Hijo Jesús, sobre nuestras almas, lavando nuestros pecados.



[1] Cfr. Sermón en el domingo infraoctava de la Asunción, 14-15: Opera omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 273-274.
[2] Cfr. idem, ibídem.
[3] 1, 12.
[4] Mc 8, 27-35.
[5] Jer 31, 15.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Nuestra Señora de los Dolores



“Mirad y ved si hay dolor más grande que el mío”, dice el libro de las Lamentaciones (1, 12), y también lo dice la Virgen María, al pie de la cruz, viendo agonizar y morir a su Hijo. Puede decirse que el dolor de la Virgen es infinito, puesto que el dolor de la pérdida de un ser querido es tanto más grande cuanto más grande es el amor que se le tiene a quien se pierde.

La Virgen ama a su Hijo, el Hombre-Dios, con un amor infinito, con un amor que es el Amor mismo de Dios, y por eso su dolor, al verlo muerto en la cruz, no tiene medida, como no tiene medida su amor.

Pero el dolor, en la Virgen –así como en su Hijo Jesucristo- es un dolor santificante, y a la vez que produce hondo pesar y amargura, es el inicio de una alegría nueva para los hombres, porque en la Virgen y en Jesucristo, el dolor, el pesar, la muerte, han sido redimidos y santificados, y convertidos en causa de salvación.

Jesús y la Virgen son el Nuevo Adán y la Nueva Eva que redimen a la humanidad, asumiendo sus penas, sus dolores, sus tristezas, y también sus alegrías.

En el dolor del Corazón Inmaculado de María Santísima está contenido, literalmente, todo el dolor del mundo, porque todos los dolores de los hombres, luego de la muerte de su Hijo, son llevados a su Corazón de Madre, para ser purificados en la contemplación de Cristo muerto en la cruz, y para volverse, de esta manera, fuente de santificación.

Es por esto que el cristiano no puede nunca desesperarse en el dolor, o sufrir como si el dolor no tuviera sentido; a partir de que el dolor ha sido asumido por Cristo y redimido por Él, y co-redimido por María Santísima, el dolor adquiere un nuevo sentido, un sentido que antes no lo tenía, un sentido de trascendencia y de eternidad: si antes era castigo, como consecuencia del pecado, ahora se vuelve don del cielo, venido de lo alto, desde el seno mismo de Dios Trinidad.

El dolor, que ingresa en el mundo y en el hombre como consecuencia de su rebelión en el Paraíso, ahora, al ser sufrido por Jesús y por la Virgen, se vuelve camino de retorno al Padre y fuente de salvación y de alegría eterna.

No puede, por lo tanto, el cristiano, vivir su dolor aislado de la cruz, sin hacerlo partícipe de los dolores de la Virgen y Jesús. Si el cristiano asocia su dolor –físico, moral, espiritual- al dolor de la Virgen al pie de la cruz, al dolor de Cristo crucificado, no solo no sufre en vano, sino que hace que su dolor adquiera un significado completamente nuevo, insospechado, y es el de su propia santificación, y la santificación de sus seres queridos, y de muchas almas, y esto porque no sufre solo, sino con la Virgen de los Dolores, Co-rredentora de la humanidad.

De esto se deduce, entre otras cosas, el grave daño que supone la eutanasia, por un doble camino: porque es un suicidio asistido, y porque priva al alma de abrirse paso al cielo por medio de su dolor.