Mostrando entradas con la etiqueta Inmaculado Corazón de María. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Inmaculado Corazón de María. Mostrar todas las entradas

sábado, 12 de junio de 2021

El Inmaculado Corazón de María, modelo inigualable de amor a Jesucristo

 



         Si alguien deseara, en algún momento, amar a Cristo Dios como Él se lo merece, lo único que debería hacer es contemplar al Inmaculado Corazón de María y, con la ayuda de la gracia, introducirse en este Corazón Sacratísimo de María e imitarlo. Así lo sugiere en uno de sus sermones San Lorenzo Justiniano[1], obispo.

         El santo obispo dice así: “María iba reflexionando sobre todas las cosas que había conocido leyendo, escuchando, mirando, y de este modo su fe iba en aumento constante, sus méritos crecían, su sabiduría se hacía más clara y su caridad era cada vez más ardiente”. San Justiniano nos dice que la Virgen meditaba con su mente sapientísima y guardaba con amor en su Inmaculado Corazón aquello que había “leído, escuchado, mirado” y esto no era otra cosa que los misterios de la vida de su Hijo Jesús. La Virgen, además de amar a su Hijo con amor purísimo maternal, como hace toda madre con su hijo, sabía que su Hijo era Dios Hijo encarnado y es este misterio el que la admiraba, la asombraba, la colmaba de amor y de adoración hacia su Hijo quien, como lo dijimos, además de ser su Hijo, era al mismo tiempo su Dios. Pero la Virgen no se quedaba en la contemplación de los misterios de la vida de su Hijo: dicha contemplación la hacía crecer en “sabiduría y caridad”, de manera tal que cuanto más los contemplaba, tanto más su mente brillantísima se colmaba de la Divina Sabiduría y tanto más su Inmaculado Corazón se encendía en el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo.

         Continúa así San Lorenzo Justiniano: “Su conocimiento y penetración, siempre renovados, de los misterios celestiales la llenaban de alegría, la hacían gozar de la fecundidad del Espíritu, la atraían hacia Dios y la hacían perseverar en su propia humildad”. El conocimiento de los misterios de la Santísima Trinidad, revelados por el mismo Dios Trino hacia Ella, hacía que en la Virgen brillara la Sabiduría Divina en su mente y que ardiera su Corazón Inmaculado en el Amor de Dios y esto la colmaba de alegría, una alegría celestial, sobrenatural, divina, que al mismo tiempo que la atraían cada vez más a la Trinidad, la hacían crecer en su humildad, en su adoración, en su amor y en su anonadamiento hacia Dios Uno y Trino.

         Afirma San Lorenzo Justiniano que todos estos prodigios que se verificaban en la Santísima Virgen, eran todos productos de la gracia santificante, que es la que eleva a la naturaleza humana –junto con sus potencias, la inteligencia y la voluntad- a la participación en la vida trinitaria, lo cual tiene como efecto transformar la naturaleza humana, “de resplandor en resplandor”, en la naturaleza divina, con lo que, con toda verdad, se puede decir que la naturaleza humana, cuanto más gracia posee, más se diviniza: “Porque en esto consisten los progresos de la gracia divina, en elevar desde lo más humilde hasta lo más excelso y en ir transformando de resplandor en resplandor. Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por el magisterio del Espíritu que habitaba en ella, se sometía siempre y en todo a las exigencias de la Palabra de Dios”. Y puesto que la Virgen Santísima no solo había sido concebida sin la mancha del pecado original, sino que además había sido concebida como Llena de gracia, como inhabitada por el Espíritu Santo, los progresos en el conocimiento de la Divina Sabiduría, en el Amor del Espíritu Santo y en la práctica de toda clase de virtudes, eran en Ella en grado inefable y de tal manera, que ni todos los ángeles del Cielo ni todos los santos bienaventurados podían siquiera asemejárseles.

         Continúa San Lorenzo: “Ella no se dejaba llevar por su propio instinto o juicio, sino que su actuación exterior correspondía siempre a las insinuaciones internas de la sabiduría que nace de la fe. Convenía, en efecto, que la sabiduría divina, que se iba edificando la casa de la Iglesia para habitar en ella, se valiera de María santísima para lograr la observancia de la ley, la purificación de la mente, la justa medida de la humildad y el sacrificio espiritual”. Con estas palabras nos quiere significar el santo que la Virgen no tenía ni la más ínfima sombra de juicio propio sino que, llevada por el esplendor de la Sabiduría y por el Fuego del Divino Amor, aumentaba en Ella cada vez más aquella virtud que Nuestro Señor Jesucristo nos pide explícitamente en el Evangelio que la practiquemos, imitándolo a Él y es la humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. La Virgen poseía en tal grado y perfección esta virtud de la humildad, que sólo era superada por su Hijo Jesucristo, que es en Sí mismo la Humildad Increada y por esto era la Virgen más agradable a la Trinidad que todos los ángeles y santos del Cielo.

         Por último, San Lorenzo Justiniano nos invita a imitar a la Virgen si es que de veras deseamos alcanzar y vivir en la perfección espiritual: “Imítala tú, alma fiel. Entra en el templo de tu corazón, si quieres alcanzar la purificación espiritual y la limpieza de todo contagio de pecado. Allí Dios atiende más a la intención que a la exterioridad de nuestras obras. Por esto, ya sea que por la contemplación salgamos de nosotros mismos para reposar en Dios, ya sea que nos ejercitemos en la práctica de las virtudes o que nos esforcemos en ser útiles a nuestro prójimo con nuestras buenas obras, hagámoslo de manera que la caridad de Cristo sea lo único que nos apremie. Éste es el sacrificio de la purificación espiritual, agradable a Dios, que se ofrece no en un templo hecho por mano de hombres, sino en el templo del corazón, en el que Cristo el Señor entra de buen grado”. Es decir, así como Cristo entró en ese templo sacratísimo que es el Inmaculado Corazón de María, desde el primer instante de su Concepción, por estar este Corazón de María colmado de gracia, así Cristo ingresa en todo corazón que, a imitación de María Santísima, posea en él la gracia santificante. Si esto hacemos, es decir, si nuestro corazón está en gracia, a imitación de María Santísima, nuestro corazón se convertirá en templo en el que ingresará el Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, para ser adorado en el altar de nuestra alma, el corazón, por el tiempo que nos queda de vida terrena y luego en el Cielo, por toda la eternidad.

 

 

 



[1] Cfr. Sermón 8, En la fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen María: Opera 2, Venecia 1751, 38-39.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Volver la mirada a Cristo Dios en la Eucaristía



          Nuestra vida puede compararse a la siguiente imagen: un hombre que va caminando por un sendero, atento a las indicaciones que le dicen por dónde debe seguir. Mientras el hombre está atento a las indicaciones, no se pierde y está seguro de llegar a su fin. Sin embargo, puede suceder que un enemigo suyo le ponga señales erróneas que lo hagan equivocar el camino, o puede suceder que él mismo, por su propia distracción, deje de prestar atención a las indicaciones, con lo cual inevitablemente perderá el camino. El enemigo en nuestras vidas es el demonio, que nos pone señales falsas en el camino al Reino, para que nos extraviemos y nunca lleguemos; las distracciones, son nuestras propias faltas a la Ley de Dios, cometidas a causa de la debilidad de nuestra naturaleza humana. Tanto en uno como en otro caso, el resultado es el mismo: nos desviamos de nuestro último fin, que es Dios y así no conseguimos llegar al Reino de los cielos.
          Es por lo tanto algo imperativo que no nos dejemos engañar por las falsas señales del enemigo, ni que nos desviemos por nuestra propia distracción, para poder llegar al Reino de los cielos. Ahora bien, nos hacemos una pregunta: ¿de qué manera estaremos seguros de poder llegar al Reino, sin desviarnos del camino y sin hacer caso de las señales falsas? Hay una sola forma y es fijando la vista del alma en el la Eucaristía y en el Inmaculado Corazón de María, Refugio de pecadores. Si miramos constantemente al Santísimo Sacramento del altar y al Corazón de la Virgen y aún más, si nos consagramos a Ella, estaremos seguros de que no sólo nunca nos desviaremos del camino, sino que llegaremos pronta y rápidamente al Reino de los cielos, nuestro destino final.

sábado, 12 de mayo de 2018

La Verdadera Devoción implica un sacrificio místico en esa ara santa que es el Inmaculado Corazón de María



         Afirma el Manual que la Verdadera Devoción a María –según el espíritu de San Luis María Grignon de Montfort- implica “entregar a la Virgen hasta el último suspiro, para que Ella disponga (de nuestra entrega) a la mayor gloria de Dios”[1]. Es un sacrificio de todo el ser –alma y cuerpo- sobre un altar muy particular: el Inmaculado Corazón de María. Este sacrificio de sí mismo “para Dios sobre el ara del Corazón de María” es un martirio, en el sentido de que implica una muerte y es la muerte del “yo” propio: es la muerte del ego, es la muerte de las pasiones sin la razón, es la muerte de la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, es la muerte de los vicios, es la muerte de los pecados, de la pereza, la envidia, la ira, etc., para que pueda nacer el hombre nuevo, el hombre que vive la vida de la gracia, el hombre que vive no ya él, sino que es Cristo quien vive en él. El martirio o muerte al propio yo o ego que supone la devoción a la Virgen, es una imitación, una prolongación y una participación al “martirio o sacrificio de Jesús, quien lo inicia en el seno de María, desde el instante mismo de su Encarnación; lo promulga públicamente en sus brazos el día de su Presentación y lo mantiene toda su vida hasta consumarla en el Calvario, sobre el ara de la cruz y sobre el ara mística del corazón sacrificado de la Madre”[2].
         La consagración o devoción a María no queda nunca en un mero acto externo: es, ante todo, la inmolación del propio ser, con el alma y el cuerpo, y con todos sus bienes, materiales y espirituales, a la Virgen, más específicamente, a su Corazón Inmaculado. Y como el Corazón Inmaculado de la Virgen está inhabitado por el Espíritu Santo, el Fuego del Divino Amor, todo nuestro ser es ofrendado sobre el ara mística que es el Corazón de María, para que sea allí quemado todo lo que en nosotros no dé gloria a Dios, para que nuestro ser sea purificado en el Fuego del Amor Divino y así quede brillante y reluciente, como el oro queda brillante y reluciente cuando sus impurezas desaparecen por la acción del fuego. La Verdadera Devoción implica un sacrificio místico en esa ara santa que es el Inmaculado Corazón de María.


[1] Cfr. Manual del Legionario, VI, 5.
[2] Cfr. ibidem.