sábado, 24 de agosto de 2019

El Legionario y la Eucaristía 2



La Misa (2)
         ¿Qué es la Misa? ¿Por qué tiene tanta importancia para la Iglesia y por supuesto para el legionario? Afirma el Manual del Legionario que “La Misa no es una mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente entre nosotros aquella acción suprema, que tuvo como recompensa nuestra redención”[1]. ¿Y cuál es la “acción suprema” que nos valió la redención? El Santo Sacrificio de la Cruz. Es decir, en la Misa está el Santo Sacrificio de la Cruz, el mismo y único sacrificio del Calvario, del Viernes Santo. Pudiera suceder que alguien piense que el sacrificio del Calvario tiene más valor que la Misa, pero no es así, dice el Manual: “La Cruz no valió más que vale la Misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del Todopoderoso, desaparece la distancia de tiempo y espacio entre las dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio”[2]. Prestemos atención a estas palabras: “Por la mano del Todopoderoso desaparece la distancia de tiempo y espacio entre las dos”, es decir, entre la Cruz del Viernes Santo y la Santa Misa: esto quiere decir que, de modo misterioso, hacemos un “viaje en el tiempo y en el espacio”, de manera que al asistir a Misa es como si fuéramos a Tierra Santa, al Monte Calvario, o que el Monte Calvario viniera a nuestro hoy, a nuestro aquí y ahora en el que celebramos la Misa. Por eso, asistir a Misa con un estado de ánimo distinto al que tenían la Virgen y San Juan en el Calvario, es no comprender de qué se trata la Misa. Otro aspecto que debemos considerar es cuando se dice que “el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio”. Esto quiere decir que el Viernes Santo, el Sacerdote y la Víctima eran uno solo, Cristo Jesús, Sumo Sacerdote y al mismo tiempo Cordero del sacrificio, que se ofrecía a sí mismo de modo cruento, con efusión de sangre. En la Misa, aunque veamos al sacerdote ministerial, el Sacerdote Sumo y Eterno sigue siendo Cristo, sin el cual el sacerdote ministerial es nada; el sacerdote ministerial no obra nada por sí mismo, sino que es Cristo quien obra el milagro de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, por el poder de su Espíritu. Por eso se dice que el Sacerdote y la Víctima son uno mismo, en el Calvario y en la Misa, Cristo Jesús. La otra diferencia es el modo de ser ofrecido: cruento, con efusión de sangre en la Cruz; incruento, sin efusión de sangre visible, en la Santa Misa.
         El legionario, por lo tanto, no debe asistir a Misa de cualquier modo; no sólo no debe asistir con ánimo distraído y desganado, sino que debe asistir con el mismo ánimo y estado espiritual con el cual la Santísima Virgen y el Evangelista Juan se encontraban al pie de la Cruz el Viernes Santo, en el Monte Calvario.  



[1] Cfr. Manual del Legionario, El legionario y la Eucaristía, cap. VIII, 1, 47.
[2] Cfr. ibidem, 47.

domingo, 18 de agosto de 2019

Santa María Reina



          La Virgen es Reina porque participa en grado inefable, infinitamente más alto que los bienaventurados del cielo, de la reyecía de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. El hecho de que María sea Reina está íntimamente ligado al hecho de que Nuestro Señor Jesucristo es Rey y por eso todas las características de Cristo Rey se aplican a María Reina: Él es Rey de reyes y Señor de señores, como dice el Apocalipsis; es el Rey que reina desde el madero y desde la Eucaristía; es el Rey de los ángeles y es el Rey de los hombres. No hubo, no hay ni habrá Rey más grande, majestuoso, humilde y poderoso que el Rey Jesucristo. De la misma manera, la Virgen es Reina, así como su Hijo es Rey: Ella es Reina de ángeles y hombres y no hay, no hubo ni habrá reina más majestuosa, humilde y grandiosa que la Virgen María.
          En los cielos, la Virgen ostenta la corona de gloria que su Hijo Jesús le colocó en su cabeza apenas la Virgen ingresó en los cielos, en la Asunción y desde entonces y para siempre, la Virgen es Reina y Emperatriz de cielos y tierra. Pero hay algo que se debe tener en cuenta en el hecho de que María es Reina y es que su corona de gloria que ahora ostenta en los cielos y por la eternidad, no le fue dada sin antes haberle sido concedido participar, de manera mística, sobrenatural, misteriosa, de la corona de espinas de su Hijo Jesús. Sólo después de recibir místicamente –no físicamente, pero no quiere decir menos real- aquí en esta tierra la corona de espinas de Nuestro Señor y sólo después de participar de su Pasión, la Virgen fue merecedora de la corona de gloria que ahora ostenta por toda la eternidad.
          De la misma manera nosotros, como hijos de la Virgen, estamos llamados también a participar de la corona de gloria de María Virgen, porque estamos llamados a reinar en los cielos, con los bienaventurados. Pero, al igual que Nuestra Madre del cielo, que llevó mística y espiritualmente la corona de espinas aquí en la tierra para recibir la corona de gloria en los cielos, también nosotros debemos, de la misma manera, pedir la gracia de llevar la corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo en nuestra vida terrena, para luego ser coronados de gloria en el cielo.

martes, 13 de agosto de 2019

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María



         Cuando una persona muere, su alma, que es el principio vital que da vida al cuerpo, se separa del cuerpo, quedando este privado de la vida que le daba el alma. Por esta razón, lo que caracteriza a la muerte de una persona, es la separación del cuerpo y del alma, los cuales emprenden caminos distintos: el alma es llevada ante la presencia de Dios, para asistir a su Juicio Particular, mientras que el cuerpo comienza su descomposición cadavérica. Es necesario tener en mente esto que sucede en la muerte, para saber que es lo que NO se produjo en la Virgen, ya que la Virgen, en realidad, no murió, sino que se durmió en esta tierra y despertó en el cielo. En la Virgen no se produjo esta separación de cuerpo y alma, por lo que no se puede decir que la Virgen murió; es más correcto hablar de una “dormición” de la Virgen, tal como lo hacen los católicos ortodoxos. En efecto, ellos no hablan nunca de “muerte” de la Virgen, sino que a esta solemnidad le llaman “Dormición de la Virgen” y es por este hecho, porque consideran que la Virgen nunca murió sino que, cuando llegó la hora de pasar de este mundo al Padre, se durmió en la tierra y despertó en el cielo, siendo recibida allí por un cortejo de ángeles y sobre todo por su Hijo amado, Jesucristo.
         Otro aspecto que hay que tener en cuenta en la Asunción de la Virgen, además de que no murió, es su glorificación. La Virgen, que en la tierra y desde su Inmaculada Concepción era la Llena de gracia y la inhabitada por el Espíritu Santo, al momento en que debía morir, en vez de morir se durmió y la gracia que la inhabitaba se convirtió en gloria y esa gloria se derramó, por así decirlo, sobre su cuerpo, glorificándolo. Por esto es que la Virgen ingresó en el Cielo con su cuerpo glorificado, porque la gracia que inhabitaba en ella se convirtió en gloria y glorificó su cuerpo, permaneciendo así desde entonces y para toda la eternidad. Es por esto que se dice que la Virgen fue Asunta en cuerpo y alma al cielo, con su cuerpo ya glorificado, porque no puede ingresar nadie en el cielo que no esté glorificado en cuerpo y alma.
         Un último aspecto que debemos considerar es que la Virgen, Asunta en cuerpo y alma al cielo, es nuestra Madre y que Ella, que nos ama con el Amor de Dios a nosotros, sus hijos pecadores, quiere que participemos con Ella de la gloria del cielo y de la dicha de adorar por la eternidad a su Hijo Jesucristo. Para que el deseo de nuestra Madre sobre nosotros se cumpla, debemos entonces hacer el propósito de vivir en gracia, adquiriéndola si no la tenemos, conservándola y acrecentándola si ya la poseemos. Si esto hacemos, en el momento de nuestra muerte, nuestra alma en gracia será llevada ante la Presencia de Dios y cuando sea la resurrección de los cuerpos, entonces nuestros cuerpos serán glorificados con la gloria de Dios y así podremos participar de la alegría de la Virgen, que adora y ama a su Hijo, el Cordero, por toda la eternidad.