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martes, 28 de marzo de 2023

El Legionario y el Cuerpo Místico de Cristo (2)

 



         El Manual del Legionario insiste en un concepto, acerca del cual todo legionario debe tenerlo siempre presente y meditar en él y es el de la Iglesia como “Cuerpo Místico de Cristo”[1].

         Este concepto se toma a su vez de San Pablo, en donde el Apóstol compara la unión entre Cristo y los bautizados con la unión que existe entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo humano. En el cuerpo los miembros tienen cada cual su función particular; algunos son más nobles que otros, pero todos se necesitan mutuamente y a todos los anima una misma vida, de modo similar a como todos los miembros del cuerpo humano están animados y vivificados por un mismo y solo espíritu o alma, así en el Cuerpo Místico de Cristo, todos los miembros están animados y vivificados por un solo espíritu, el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo. Y de la misma manera a como sucede con el cuerpo humano, que cuando un miembro sufre un daño, todo el cuerpo se resiente, así sucede en el Cuerpo Místico de Cristo: cuando un miembro está en pecado mortal, todo el Cuerpo Místico se resiente. Para darnos una idea, debemos recordar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: las heridas de su Cuerpo Humano, representan a los miembros del Cuerpo Místico, los bautizados, que están en pecado mortal; los colgajos de piel y músculo que son arrancados por los latigazos, son los miembros del Cuerpo Místico que se pierden en la eterna condenación.

         En la Iglesia, Cristo es la Cabeza, los bautizados somos los miembros y la Virgen es el Corazón, aunque también el cuello, dice el Manual, citando a San Bernardo, porque el cuello es la unión entre la cabeza y el cuerpo y de la misma manera, la Virgen actúa como unión entre Cristo y los bautizados, porque así como nadie va al Padre si no es por Cristo, nadie va a Cristo si no es por la Virgen. Que la Virgen sea el Corazón del Cuerpo Místico se explica porque Ella es Mediadora de todas las gracias y las gracias que brotan del Sagrado Corazón de Jesús, nos llegan pura y exclusivamente a través del Inmaculado Corazón de María.

         Es importante tener en cuenta este concepto de Cuerpo Místico, porque al estar todos unidos a Cristo Cabeza, todos estamos también unidos y vivificados por el mismo Espíritu, el Espíritu Santo, lo cual hace que estemos unidos con un lazo de unión mayor que el lazo sanguíneo, porque lo que nos une es el Espíritu de Dios. Esto quiere decir que cuando nos referimos a otro bautizado como “hermano”, no lo hacemos de modo simbólico o metafórico, sino que en la realidad, es nuestro hermano en Cristo, porque así como los hermanos sanguíneos tienen un mismo origen, así los bautizados tenemos un mismo origen, que es Cristo, desde el momento en que fuimos unidos a Cristo por el bautismo sacramental. De esto se deriva que tenemos, los unos para con los otros, deberes santos de amor y servicio de los miembros para con la Cabeza -debemos amar a Cristo y desagraviarlo cuando es injuriado- y de los miembros entre sí (1 Jn 4, 15-21) -es decir, debemos velar por el bien espiritual de nuestros hermanos y, en la medida de lo posible, por su bienestar material, esto implica la oración mutua de unos por otros, pidiendo por la conversión de quien no está convertido, por la perseverancia de quien está en el camino de la gracia y rezar también por los miembros del Cuerpo Místico que pertenecen a la Iglesia Purgante, las Almas del Purgatorio-. Por último, así como Cristo nos salvó, al expiar nuestros pecados, pecados que Él no había cometido -por eso dice la Escritura que “Cristo es el Salvador de su Cuerpo” (Ef 5, 23)-, así también los miembros del Cuerpo Místico, unidos a Cristo, deben ofrecerse como víctimas en la Víctima, para expiar los pecados propios y los pecados de sus hermanos en Cristo, convirtiéndose en corredentores en Cristo. Los miembros del Cuerpo Místico de Cristo estamos llamados a dar la vida por nuestros hermanos, en unión con Cristo Jesús, por su salvación eterna. No nos puede ser indiferente el hecho de que nuestros hermanos vivan en pecado mortal, porque están en riesgo de eterna condenación en el Infierno; por eso mismo, unidos a Cristo, debemos orar, ofrecer sacrificios y penitencias, pidiendo por la conversión de los pecadores, de cualquier parte del mundo, y por las Benditas Almas del Purgatorio. Sólo así estaremos cumpliendo nuestra función como miembros del Cuerpo Místico de Cristo.



[1] Cfr. Manual del Legionario, IX, 1.

jueves, 21 de agosto de 2014

Memoria de la Santísima Virgen María, Reina


         La Santísima Virgen María, Madre de Dios, es Reina por derecho propio, porque Ella desciende de una familia real; pero también es reina porque su Hijo la corona en el cielo con una corona de luz y de gloria, en el momento de la Asunción. Ahora bien, esta corona de luz y de gloria, la obtiene la Virgen luego de participar, espiritualmente, de la corona espinas de su Hijo Jesús, aquí en la tierra. La Virgen nunca llevó materialmente una corona de espinas, pero sí de modo espiritual y místico, porque cuando coronaron a su Hijo Jesús, Ella sintió las punzadas y los dolores de la corona de espinas de Jesús, con igual intensidad como las sintió Jesús. Y puesto que esas espinas representan la materialización de los pecados –los malos pensamientos, los pensamientos blasfemos, de ira, de lujuria, de maldad, de venganza, de odio, de rencor, de envidia, los pensamientos malos de cualquier clase que los hombres tienen contra sí mismos o contra sus hermanos-, y puesto que los pecados fueron lavados por la Sangre de Jesús, que empezó a correr de forma abundante, al salir de su Sagrada Cabeza, cuando los soldados romanos lo coronaron de espinas, diciéndole burlescamente: “¡Salve, Rey de los judíos!” (Mc 15, 18; Jn 19, 3), la Virgen, al compartir los dolores de la coronación de espinas de Jesús, compartió también el hecho de ser, estos dolores, salvíficos, porque con estos dolores de su coronación de espinas, Jesús estaba redimiendo todos los pecados de pensamiento de los hombres. 


Así, la Virgen se convertía en Corredentora de los hombres, junto a su Hijo Jesús, al compartir con su Hijo, los dolores salvíficos de la Pasión, aun no sufriendo Ella la Pasión de un modo físico y cruento, sino místico y espiritual, porque estaba unida a su Hijo por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Esto nos hace ver que los pecados de pensamiento, cualesquiera sean –de ira, de venganza, de odio, de lujuria, de rencor, de pereza, etc.-, que tanto placer producen al hombre, o que al hombre le parecen que no le provocan daño-, se traducen y se materializan, de un modo misterioso, en gruesas espinas, las espinas de la corona de Jesús, que mantiene y mantendrá, actualizada, su Pasión, hasta el fin de los tiempos. En otras palabras, los pensamientos pecaminosos, que creemos que, por un lado, no nos hacen daño, y que, por otro, nos provocan placer, en Jesús, se materializan en gruesas espinas, las espinas de su corona, que son las que laceran su cuero cabelludo, provocándole atroces dolores, y haciéndole salir abundantísima Sangre, su Preciosísima Sangre. Esas dolorosísimas heridas, producidas por las espinas, gruesas y filosas de su corona, producto de nuestros pecados, son las que siente la Virgen en su cabeza, y es por eso que la Virgen, de un modo místico y espiritual, comparte la corona de espinas de su Hijo Jesús. Si a Jesús los soldados romanos se le burlan, diciéndole: “¡Salve, Rey de los judíos!”, al tiempo que lo coronan de espinas, también podrían decirle lo mismo a la Virgen: “¡Salve, Reina de los judíos!”, porque Ella siente exactamente los mismos dolores de su Hijo Jesús, aunque no lleve materialmente puesta la corona de espinas.



         La Virgen, entonces, es Reina porque su ascendencia es real y es Reina también porque en la tierra compartió, espiritual y místicamente, la corona de espinas de su Hijo, “Rey de reyes y Señor de señores”, y es por esto que su Hijo, en el cielo, la coronó con la corona de luz y de gloria en los cielos, al recibirla en su Asunción gloriosa en cuerpo y alma. Y puesto que la Virgen es nuestra Madre del cielo, Ella quiere que también nosotros seamos coronados de luz y de gloria, pero para lograr esa corona, también debemos compartir espiritualmente, igual que Ella, la corona de espinas de Jesús -recordemos el caso de Santa Catalina de Siena, a quien Jesús se le apareció, ofreciéndole dos coronas, una de oro y otra de espinas, y ella eligió la corona de espinas-, lo cual quiere decir no solo rechazar cualquier tipo de pensamiento malo, sino pedir la gracia de tener los mismos pensamientos, santos y puros, que tiene Jesús, coronado de espinas, aceptar con amor y fe las humillaciones, pequeñas y grandes, que Dios quiera enviarnos en la vida cotidiana para hacernos participar de la cruz de Jesús y estar dispuestos a perder la vida, antes de consentir siquiera un pecado mortal o venial deliberado. Solo así, compartiendo espiritualmente la corona de espinas del Rey de los cielos y de María Santísima Reina, mereceremos ser coronados de luz y de gloria en la vida eterna. 

miércoles, 16 de julio de 2014

Cuál es el precio del Escapulario de Nuestra Señora del Carmen


         El Escapulario de Nuestra Señora del Carmen es un sacramental, entregado por la Madre de Dios en persona a la Iglesia, a través de San Simón Stock. El Escapulario constituye un regalo celestial de valor inestimable, y puede decirse que no hay nada en este mundo que tenga más valor que el Escapulario de la Virgen del Carmen. Quien recibe la gracia de desear usar el Escapulario, debe considerarse el más afortunado de los hombres, debido a la inmensidad del tesoro de gracia que el uso del Escapulario concede a quien lo lleva con fe, con piedad y con amor a Dios Uno y Trino.
Al entregárselo en una aparición, la Virgen le hizo la promesa a San Simón Stock, de que todo aquel que muriera con el escapulario puesto, no sufriría la condenación eterna en el Infierno, y si debiera sufrir el Purgatorio, sería la Virgen en persona quien iría a buscarlo el sábado siguiente al día de su muerte, para llevarlo al Cielo, y todo esto, gracias a la Sangre derramada en la cruz por su Hijo Jesús. El Escapulario de la Virgen del Carmen, por lo tanto, lejos de ser una costumbre piadosa pasada de moda, constituye, de parte del cielo, un regalo de inestimable valor para el alma que quiere salvarse, porque por su intermedio, el alma se predispone para recibir, en el momento de la muerte, la gracia necesaria para su eterna salvación; es decir, al usar el Escapulario de la Virgen del Carmen, el alma se predispone para recibir los frutos de gracia obtenidos por el sacrificio redentor del Hombre-Dios en la cruz. Por el Escapulario, el alma recibe, a siglos de distancia, la salvación eterna obtenida al altísimo precio de la Sangre de Jesucristo derramada en el Calvario, Sangre que la limpia de sus pecados, la protege del Enemigo de las almas, el Príncipe de las tinieblas, y le impide su caída en el Abismo eterno, pero esto, siempre y cuando el alma se comprometa a vivir en gracia y a rechazar aquello que la aparta de Dios, el pecado, es decir, el mal, en todas sus formas y grados, lo cual implica la disposición interior a perder la vida terrena antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, lo cual, por otra parte, es lo que pide el penitente en la confesión sacramental: “…antes querría haber muerto, que haberos ofendido”.

Solo en este caso, el Escapulario de la Virgen del Carmen alcanza su eficacia, porque solo así el alma demuestra que está dispuesta a responder con amor aquello que el cielo le regala con Amor, al precio de la Sangre del Cordero, y esto es la gracia que la predispone a la salvación, por medio del Escapulario de la Virgen del Carmen. Solo quien está dispuesto a perder la vida terrena, literalmente hablando, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, está en condiciones de usar el Escapulario de la Virgen del Carmen, porque ése es el que ha comprendido cuánto le ha costado al Hombre-Dios el regalo del Escapulario: le ha costado nada menos que su propia vida y su propia Sangre, derramada hasta la última gota en la cruz, derramada hasta la última gota en la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, la Santa Misa, y recogida en el cáliz del altar eucarístico.