Mostrando entradas con la etiqueta Solemnidad de la Anunciación del Señor. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Solemnidad de la Anunciación del Señor. Mostrar todas las entradas

martes, 22 de marzo de 2022

Solemnidad de la Anunciación del Señor

 



         La Anunciación del Señor y la Encarnación del Verbo de Dios por obra del Espíritu Santo en el seno purísimo de María Virgen constituyen los misterios centrales sobre los cuales se fundamenta la espiritualidad y la actividad apostólica de la Legión de María. Por esta razón, vamos a meditar someramente acerca de este gran misterio salvífico, misterio por el cual la no solo la Legión de María, sino la Iglesia Católica en su totalidad, encuentran su razón de ser.

Antes de la Encarnación del Verbo, el Ángel Gabriel anuncia a la Virgen, de parte de Dios, la noticia más alegre y grandiosa que jamás alguien pueda recibir: Ella, por ser la Llena de gracia y la Inmaculada Concepción, ha sido elegida por la Trinidad para ser la Madre de Dios. Así, María Santísima obtiene, por los méritos de su Hijo en la cruz, un doble mérito, el de ser Virgen e Inmaculada, por un lado, y por otro, el de ser Madre de Dios.

         Al aceptar libremente el ofrecimiento de ser la Madre de Dios, la Virgen se convierte, en ese instante, en un sagrario viviente, porque en el instante de su “Fiat”, el Espíritu Santo conduce a Dios Hijo a su seno virginal y al mismo tiempo crea el Cuerpo y el Alma de Jesús de Nazareth, uniendo esta Humanidad Santísima a la Persona Divina del Hijo de Dios.

         El misterio de la Encarnación del Verbo de Dios en el seno de María Santísima es el centro de la fe católica y es el hecho más trascendente para la humanidad desde su creación al inicio de los tiempos y, con relación a la Legión de María, constituye el fundamento de su espiritualidad y de su apostolado, porque según Juan Pablo II, la Legión de María tiene como objetivo “la santificación de sus miembros y, a través de ellos, del mundo”[1], y esta tarea la realiza “desplegando la Bandera de la Inmaculada”, uniéndose a la Virgen por una específica “espiritualidad mariana”, convirtiéndose así la Legión en un dócil instrumento de la Madre de Dios en su tarea de ser Corredentora y “partícipe del plan de salvación”[2] de la Trinidad para la humanidad. La Encarnación del Verbo tiene un significado que trasciende absolutamente todo lo que seamos capaces de pensar o imaginar, porque es Dios Hijo en Persona quien se compadece de nuestra miseria, de nuestra humanidad abatida por el pecado original; Dios Hijo se apiada de nuestra doble esclavitud, la esclavitud de las pasiones y el vicio y la esclavitud del demonio y se encarna para no solo liberarnos de estas esclavitudes, cadenas y hierros que nos atenazan en esta vida, sino que se encarna para concedernos su propio Sagrado Corazón, envuelto en las llamas del Divino Amor, como alimento sagrado para nuestras almas, para convertir nuestras almas en una porción del Cielo, para hacernos participar, ya desde esta vida, de las dulzuras y alegrías eternas que brotan del Ser Divino trinitario y que por la Misericordia Divina esperamos gozar por toda la eternidad.

         Al encarnarse, Dios Hijo asume la naturaleza humana desde el instante mismo de la concepción y así se convierte en nuestro Hermano Santo, que santifica a la humanidad por su unión personal primero y por medio de la gracia santificante distribuida por los Sacramentos, después. Así el Hijo de Dios, al unirse a la Humanidad de Jesús de Nazareth en la Encarnación, nos predestina a todos a la santidad; al rebajarse a la unión con la humanidad, Dios en Persona nos invita a unirnos a Él en el Banquete celestial que Él mismo nos prepara, Banquete en el cual nos convida con la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre de Jesús, el Hombre-Dios y el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía, y nos convida a este Banquete celestial para hacernos partícipes de su Vida divina, su Alegría divina, su Ser divino trinitario.

         Como podemos ver, al contemplar el misterio de la Anunciación y Encarnación del Verbo, el misterio de la Virgen y Madre de Dios está estrecha e indisolublemente unido al misterio del Hombre-Dios Jesucristo, Salvador de los hombres, porque, como dicen los santos, “donde está la Madre, está el Hijo”. Por esta razón, el Papa Juan Pablo II advertía a los legionarios que el mundo se seculariza –es decir, se paganiza, se aleja del Único Dios Verdadero- y esta secularización se hace más profunda y más grave cuanto más se oscurece en los corazones de los hombres la devoción a la Virgen y es aquí donde entra de lleno la misión apostólica de la Legión de María: hacer crecer la devoción al Inmaculado Corazón de María que es, según San Luis María Grignon de Montfor, “el camino más rápido, más seguro y más eficaz” para llegar al Sagrado Corazón de Jesús. La Legión de María, haciendo conocer y amar a la Madre, hará conocer y amar al Hijo de Dios[3], Jesús de Nazareth, único camino al Cielo, única Verdad de la Trinidad y única Fuente Increada de vida divina para todo ser humano.



[1] Discurso de S. S. Juan Pablo II a un grupo de legionarios italianos el 30 de octubre de 1982.

[2] Cfr. ibidem.

[3] Cfr. ibidem.

sábado, 25 de marzo de 2017

Solemnidad de la Anunciación del Señor


         El Prólogo del Evangelio de San Juan es el que describe, con asombrosa claridad, el misterio de la Encarnación del Verbo, el hecho más grandioso jamás acontecido en la historia de la Creación, comprendida la creación de los creaturas tan excelsas como los ángeles. El Evangelista San Juan, precisamente caracterizado por un águila, se eleva, así como el águila hacia el sol, a la contemplación del Sol de justicia, Cristo Jesús, que en cuanto Verbo de Dios, procede del Padre, Origen Increado de la Trinidad, desde la eternidad, recibiendo del Padre su misma naturaleza divina y participando de su mismo Acto de Ser divino trinitario, y es por esta razón que lo describe como Dios igual al Padre: “En el principio era el Verbo (…) el Verbo estaba junto a Dios (…) el Verbo era Dios”. Y del mismo modo a como el águila, en su vuelo majestuoso en el cielo, contempla al sol con su mirada fija, y desde el mismo cielo, contempla luego la tierra, así también el evangelista Juan, luego de contemplar al Verbo de Dios en unión consubstancial con el Padre, lo contempla en su realidad terrena, como Palabra de Dios encarnada, que adquiere un cuerpo humano y un alma humana para habitar entre los hombres: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. El mismo Verbo que “estaba junto a Dios” desde la eternidad, que “era Dios” y, en cuanto Dios, Espíritu Purísimo, es el mismo Verbo que, revistiéndose de carne, se vuelve accesible y visible, pudiendo así ser captado por los sentidos del hombre, apareciendo como un hombre más entre tantos –sus contemporáneos lo llamaban “el hijo del carpintero”, “uno de nosotros”, “el Hijo de María”-, aunque la razón por la cual el Verbo se reviste de carne, es para poder ofrecerse a sí mismo, como Víctima Pura y Santa, en el altar de la cruz, en el Calvario, y continuar ofreciéndose cada vez, en la Cruz del altar, en la Santa Misa, como Carne de Cordero de Dios, embebida en el Espíritu Santo, la Eucaristía.
         Pero el prólogo del Evangelio de San Juan se complementa con el Evangelio de la Anunciación, en el que el Arcángel Gabriel le anuncia a la Elegida desde la eternidad, la Virgen Santísima, que si Ella acepta, será la Madre de Dios, porque el Lugar Purísimo en la tierra, en el que el Verbo de Dios habrá de revestirse de carne, es su seno virginal. Con su “Sí”, con su “Fiat” a la voluntad del Padre, la Virgen, concibiendo por el Espíritu Santo, se convierte en la Custodia Purísima y Viviente, que aloja en su seno el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Es en el vientre purísimo de María en donde el Verbo de Dios se aloja, iniciando Él, que es el Verbo Eterno del Padre, su vida terrena: sin dejar de ser Dios Hijo, se implanta en el útero de María Virgen como cigoto humano, como cualquier otro cigoto humano –el ovocito fecundado-, con la salvedad de que los genes paternos no son aportados por varón alguno, sino que son creados en el mismo instante de la Encarnación. Así, el Verbo de Dios, el Creador de cielos y tierra, comienza a vivir en la tierra en el seno purísimo de María, comenzando desde la etapa de cigoto, hasta llegar a los nueve meses -pasando por todos los estadios intermedios embrionarios-, al cabo de los cuales será dado a luz de forma milagrosa, “como un rayo de sol atraviesa el cristal”, dejando intacta la virginidad de su Madre.

         En la Solemnidad de la Anunciación, adoremos entonces al que es la Palabra y se ha hecho carne por nosotros, en el seno virgen de María Santísima, para entregar su Cuerpo en la Cruz en sacrificio expiatorio, y para continuar donándose a sí mismo, como Pan de Vida eterna en la Eucaristía.

miércoles, 25 de marzo de 2015

En la Solemnidad de la Asunción, la Legión de María se consagra a la Virgen imitando a su Reina que se consagró a su Hijo ante el Anuncio del Ángel


¿Por qué la Legión tiene indicado, en sus estatutos, que la consagración pública, como Legión, debe realizarse, de forma preferencial, el 25 de Marzo, es decir, el día de la Solemnidad de la Anunciación?[1]
Para saberlo, recordemos primero qué sucedió el día de la Anunciación: la Virgen, ante el Anuncio del Ángel, que le revelaba que Dios la había elegido para ser la Madre de Dios, la Virgen dijo “Sí” a la Voluntad Divina, aceptando con su Mente Sapientísima, es decir, con una fe firmísima, la Verdad de la Encarnación del Verbo; dijo “Sí” a la Voluntad Divina, amando con Inmaculado Corazón, al Verbo de Dios, que se hacía Hombre, sin dejar de ser Dios, para así salvar a la humanidad; dijo “Sí” a la Voluntad Divina, recibiendo con su Cuerpo Inmaculado al Hijo Eterno del Padre, que por ser Dios era Espíritu Puro y era Invisible, y que por lo tanto, necesitaba de un Cuerpo visible, un Cuerpo que es el que iba a ofrecer en la cruz, cuando fuera adulto, como sacrificio para la salvación de los hombres, y este Cuerpo se lo tejió la Virgen, en su útero materno, al proporcionarle de su propia carne y sangre los nutrientes, como hace toda madre con su hijo en el seno materno.
Es decir, en el día de la Anunciación, la Virgen, que ya estaba consagrada al Espíritu Santo -porque el Espíritu Santo moraba en Ella desde su Inmaculada Concepción-, se consagró a su Hijo en mente, corazón y cuerpo, y su Hijo comenzó a morar en Ella por la Encarnación, y así, la que hasta entonces era Hija de Dios Padre y Esposa de Dios Espíritu Santo, comenzó a ser también Madre de Dios Hijo.
Entonces, a imitación de María, que en la Solemnidad de la Anunciación, se consagró en mente, corazón y cuerpo a su Hijo Jesús, la Legión de María, en el Acies, se consagra públicamente, en sus miembros, en mente, cuerpo y alma, a la Virgen, y así como la Virgen le dijo a su Hijo: “Soy todo tuya, Rey mío, Hijo mío, y cuanto tengo tuyo es”, así el legionario, en el Acies, esto es, en el Acto de consagración colectiva de la Legión de María, repite, parafraseando a la Virgen, diciendo a la Virgen: “Soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo, tuyo es”. 
Esto es la consagración: "Ser TODO" de la Virgen. ¿Y qué significa "ser TODO" de la Virgen?
“Ser todo de la Virgen”, que es “Reina mía” y “Madre mía” y reconocer que “todo lo que tengo es de la Virgen”, implica, en esa frase, la consagración, es decir, dar a la Virgen TODO mi ser, toda mi vida, toda mi existencia, todo mi pasado, mi presente, mi futuro, mis bienes, mis pensamientos, mis deseos, mis palabras, mis obras, mis pasos, mi familia, mis seres queridos, mis seres no tan queridos, mi trabajo, mis preocupaciones, mis alegrías, mis penas, mis angustias, etc., porque TODO significa literalmente TODO, sin reservarme nada. La consagración a la Virgen quiere decir que TODO lo que soy y lo que tengo, le pertenece a la Virgen; es de la Virgen, para la Virgen, por la Virgen, y esto quiere decir que es de Jesucristo, para Jesucristo y por Jesucristo, porque, como dice San Luis María Grignon de Montfort, “quien se acerca a María, recibe a Jesús”. Esto también quiere decir que, si algo me reservo para mí, sin dárselo a la Virgen, entonces mi consagración es incompleta y si es incompleta, es falsa e inexistente, como si nunca hubiera existido. Implica también la lucha contra mis pecados, mis defectos, mis vicios, mis egoísmos, y todo lo que me impide alcanzar la santidad, porque la consagración del Acies, tiene un doble objetivo: honrar a la Virgen como Reina de la Legión –por eso la reconocemos como “Reina nuestra”-, pero además “recibir de Ella la fuerza y la bendición para otro año más de lucha contra las fuerzas del mal”[2]. Y las “fuerzas del mal” contra las cuales debe luchar el legionario día a día, no son fantasías de la imaginación, sino dos poderosas entidades espirituales malignas, el pecado y los “espíritus malos de los aires” (cfr. Ef 6, 12-14), los ángeles caídos, liderados por el “Príncipe de este mundo” (Jn 12, 31), Satanás, la Serpiente Antigua, el “Padre de la mentira” (Jn 8, 44), y el legionario se consagra a María, porque la victoria total y definitiva contra estas terribles fuerzas del mal, el demonio y el pecado, solo las puede obtener de la mano de María y Jesús, porque Jesús, que es Dios, es quien le participa de su poder divino a su Madre, y es así que el legionario, consagrado a la Virgen, aplasta con Ella la cabeza de la Serpiente (cfr. Gn 1, 3), venciendo así al Príncipe de este mundo, de la mano de María, y el legionario se consagra a la Virgen también para vencer al otro mal, el pecado, porque el pecado solo puede ser desterrado del corazón humano, en donde anida, únicamente por la gracia de Jesucristo, y la gracia de Jesucristo viene por mediación de María, que es “Medianera de todas las gracias”.
La consagración ideal, según el Manual Oficial de la Legión de María[3], es la que se realiza en la Eucaristía, puesto que allí Jesucristo, el Único Mediador, presenta al Padre, por el Espíritu Santo, y en las manos maternales de María, todas las consagraciones y ofrendas de la Legión. Esto quiere decir que, para hacer la consagración en la Misa, el legionario deberá tener en cuenta que la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la cruz, por lo que, para que su consagración sea perfecta, deberá ofrecerse, en la Misa, como víctima, uniéndose, en María, a la Víctima Inmolada, Jesús en la Eucaristía, con toda su vida, pasada, presente y futura, y pedir participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma, para la salvación de sus hermanos, los hombres.
Por último, la consagración debe realizarse, no de manera mecánica[4], automática, sino con amor, con todo el amor con el cual nuestros pobres corazones sean capaces. Para eso, nuestro modelo es la Virgen en la Anunciación: así como la Virgen aceptó con fe pura y con amor encendido en su cuerpo purísimo al Verbo de Dios, diciéndole a su Hijo: “Soy todo tuya, Rey mío, Hijo mío, y cuanto tengo tuyo es”, así nosotros, cuando digamos: “Soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo, tuyo es”, se lo diremos a la Virgen, con fe pura, con amor encendido y con pureza de cuerpo y alma.





[1] Cfr. Manual Oficial de la Legión de María, XXX, Actos Públicos.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

martes, 24 de marzo de 2015

Solemnidad de la Anunciación del Señor




(2015)

         Todo en la Anunciación es sobrenatural, celestial y divino: el origen de la Encarnación del Verbo; la Madre que concibe y engendra el Verbo y, por supuesto, el mismo Verbo de Dios que se encarna en sus entrañas virginales.
El origen celestial, divino y sobrenatural de Jesús de Nazareth es muy explícito en los Evangelios: tanto a San José como a  María Virgen, los respectivos anuncios del Ángel no dejan dudas al respecto. A San José, en sueños, le dice: “Lo concebido en Ella viene del Espíritu Santo” (Lc 1, 34); en el saludo a la Virgen, es todavía más explícito: “Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38). Por otra parte, el Evangelio detalla que la concepción se produce “cuando todavía no vivían juntos” (cfr. Mt 1, 18ss), es decir, que la concepción, claramente, no es de origen humano, sino celestial, divino, sobrenatural.
La Madre que concibe al Hijo de Dios, a su vez, no es una más entre tantas: es la Virgen María, la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, que ha sido creada Ella misma, por la Trinidad, no solo sin la mancha del pecado original, sino además inhabitada por el Espíritu Santo, porque había sido destinada, desde la eternidad, a alojar en su seno virginal, en el tiempo, al Verbo de Dios Encarnado, con lo que, de esta manera, el nombre propio de la Virgen es el de: “Madre de Dios”, porque concibe y da a luz a la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo encarnado, y como explica Santo Tomás, que se da el nombre de “madre” a la que da a luz a la persona, al dar a luz a la Persona Eterna del Hijo de Dios, la Virgen es “Madre de Dios”.
El Hijo de Dios, alojado en el seno de la Virgen en el momento de la Anunciación del Ángel, es la Segunda Persona de la Trinidad; es Dios, de igual majestad y poder que Dios Padre y Dios Espíritu Santo, porque las Tres Personas de la Trinidad poseen el mismo Acto de Ser divino, que es el que actualiza, desde la eternidad, a la naturaleza divina. El Hijo de Dios se encarna, por pedido del Padre, y es llevado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, desde el seno eterno del Padre, en el que vive desde la eternidad, hasta el seno virginal de María Santísima, en el que se encarna en el tiempo, para recibir de su Madre los nutrientes maternos con los cuales se alimentaría durante nueve meses, antes de nacer. La naturaleza humana del Verbo de Dios es creada en el momento de la Encarnación, desde el momento mismo en que no hay acción humana paterna. Esto significa que, en el momento de la Encarnación, se crea el alma humana de Jesús de Nazareth y se crea también su cuerpo humano, que al momento de la Encarnación posee el tamaño de una célula recién fecundada, el cigoto. Todo el material genético que debería ser aportado por el varón, que es lo que sucede en toda fecundación, al no existir aquí tal aporte, es creado en el momento de la Encarnación. Así, el alma y el cuerpo humanos de Jesús de Nazareth, es decir, la naturaleza humana del Verbo, es creada en ese momento y es unida hipostáticamente, es decir, personalmente, a la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios. Ésa es la razón por la cual la concepción de Jesús es de origen celestial. Este hecho, que la Encarnación se haya producido de esta manera, es decir, de origen celestial y sobrenatural, es de suma importancia para nuestra fe, porque el evento y la realidad de la Encarnación están estrecha e indisolublemente unidos al evento y la realidad de la Transubstanciación, milagro por el cual el Verbo de Dios continúa y prolonga, por el misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, su Encarnación. En otras palabras, porque Jesús de Nazareth es el Verbo de Dios Encarnado y no un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, ni el más santo entre todos, sino Dios Hijo en Persona, humanado, esto es encarnado, sin dejar de ser Dios, es que la Eucaristía no es un pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino el mismo Verbo de Dios Encarnado, que prolonga su Encarnación en el santo sacramento del altar.
“Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”, le dice el Ángel a la Madre Virgen, anunciándole así que lo que dará a luz será el Pan de Vida Eterna, Jesús de Nazareth.
“Concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo concebido en tu seno virginal, el altar eucarístico, será santo y será llamado Hijo de Dios, la Eucaristía”, le dice el Ángel a la Madre Iglesia, anunciándoles así que lo que dará a luz será el Pan de Vida Eterna, Jesús de Nazareht.
Por esto mismo, no debemos pensar que la celebración de la Solemnidad de la Anunciación se reduce a la conmemoración litúrgica, como si fuera un evento pasado, que quedó en la memoria de la Iglesia, pero que no tiene realidad ni conexión con el presente, con nuestro presente personal: celebrar la Solemnidad de la Anunciación del Verbo, significa ser partícipes, por la fe de la Iglesia, del hecho mismo de la Encarnación, porque la Encarnación del Verbo se prolonga en la Eucaristía. Por lo tanto, si por la liturgia de la Santa Misa participamos del misterio de la Encarnación porque Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía, entonces, para recibir a la Eucaristía, debemos imitar a la Virgen, que recibió a su Hijo en estado de gracia plena en su mente, en su corazón y en su seno virginal y esta imitación de la Virgen la logramos por la gracia, porque por la gracia podemos recibir a Jesús Eucaristía con pureza de cuerpo y alma.

Al comulgar, por lo tanto, tengamos presente que no recibimos un poco de pan, sino al Verbo de Dios que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; entonces, a imitación de María, recibamos la Verdad de la Eucaristía en nuestra mente, la deseemos con todo el amor de nuestro corazón y la recibamos en la boca, en estado de gracia. Y en silencio, desde lo más profundo del corazón, al recibir a Jesús Eucaristía, podemos decir, parafraseando a la Virgen: “He aquí tu esclavo/a, Señor, hágase en mí según tu voluntad”.