En la Tradición oriental, el día de la Asunción de la Virgen es llamado: “Dormición de la Virgen”. La razón es que según los orientales, la Virgen, en el momento en que debía pasar de esta vida a la vida eterna, no murió, sino que se durmió, despertando luego, con su cuerpo y alma gloriosos, en el Cielo, rodeada de ángeles y en brazos de su Hijo Jesús. Por esta razón, abundan las imágenes de la Virgen en las que no se la ve muerta, sino durmiendo plácidamente: es el equivalente a la Asunción de María Santísima en cuerpo y alma, tal como se cree en la Tradición occidental.
De una u otra forma, lo cierto es que la Virgen Santísima
no experimentó la corrupción de la muerte; en otras palabras, nunca murió, ni
su cuerpo se convirtió en cadáver y la razón de esto debemos buscarla en su
Inmaculada Concepción. Puesto que la Virgen estaba destinada a ser la Madre de
Dios, no podía estar manchada por el pecado original, razón por la cual fue
creada sin la mancha del pecado original, esto es, como Inmaculada Concepción. Pero
además, la Virgen fue creada Llena de gracia, es decir, inhabitada por el Espíritu
Santo, que es la Gracia Increada y fuente de toda gracia participada. Por esta
razón, porque la Virgen estaba destinada a ser la Madre de Dios, que es la Vida
Increada en sí misma, no podía sufrir la descomposición de su cuerpo, es decir,
sobre Ella no podía triunfar la muerte, ya que había dado a luz a Aquel que es
la Vida en Sí misma y la fuente de toda vida creatural. Por todos estos
motivos, la Virgen, en el momento de morir, no murió, sino que se durmió -según
la versión oriental de la Tradición- y cuando se despertó, lo hizo en el Cielo,
rodeada de ángeles y en brazos de su Hijo Jesús.
Por último, en la Dormición y Asunción de la Virgen,
debemos ver nuestra propia esperanza de estar, junto a la Virgen, también con
nuestros cuerpos y almas glorificados, puesto que donde está la Madre, allí
deben estar también los hijos. En este sentido, la Asunción de María Santísima
en cuerpo y alma a los cielos debe constituir para nosotros un aliciente para
no solo evitar el pecado, sino para vivir siempre en estado de gracia, de
manera tal que esta gracia se convierta en gloria y así seamos glorificados en
cuerpo y alma y adoremos, junto a la Madre de Dios, a Aquel que es la Gloria
Increada, Cristo Jesús.