Cuando la Madre de Dios se le apareció al Beato Juan Diego,
le encargó que le transmitiera al Obispo del lugar su deseo de que en el monte
Tepeyac, lugar de su aparición, se construyera un templo para honrar a su Hijo
Jesús. A pesar de lo que pudiera parecer, que por el hecho de ser nada menos que
la Madre de Dios la que lo enviaba con ese recado, y que por eso mismo, tendría
el camino allanado, las cosas no le fueron fáciles para Juan Diego: antes de ser
creído, tuvo que enfrentar muchas adversidades: la desconfianza del Obispo; la malicia de los
hombres, porque aquellos enviados para que lo siguieran, al
perderle el rastro en su seguimiento por el monte, regresaron y dijeran
mentiras y calumnias de Juan Diego, afirmando que eran todas imaginaciones
suyas y que por lo tanto, merecía ser castigado para que aprendiera a no mentir
ni fabular; su propia condición de ser, humanamente hablando, muy limitado,
puesto que él mismo le dice a la Virgen de sí mismo: “yo soy solo un
hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy hoja, soy gente
menuda”; estaba preocupado porque debía llevar al Obispo una prueba de que la
que se le aparecía era efectivamente la Madre de Dios, y no eran inventos de su
imaginación; por último, la tribulación de encontrar a su tío gravemente
enfermo, a punto de morir[1] (ahora bien, hay que destacar que, a pesar de todas estas tribulaciones, lo más notable en Juan
Diego fue que en ningún momento disminuyeron su amor y su confianza en María
Santísima, además de permanecer siempre humilde y dócil a las
indicaciones de la Madre del cielo).
Es en este punto, en donde las tribulaciones de Juan Diego
no parecen sino aumentar cada vez más, cuando la Virgen Santísima, en la Cuarta
Aparición, calmó todas las inquietudes de su corazón, diciéndole: “Oye y ten
entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se
turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y
angustia. ¿No estoy yo aquí?, ¿No soy tu Madre?, ¿No estás bajo mi sombra?, ¿No
soy yo tu salud?, ¿No estás por ventura en mi regazo?, ¿Qué más has menester?
No te apene ni te inquiete otra cosa”.
A partir de estas palabras es que todas las tribulaciones
de Juan Diego desaparecen: lleva la prueba al Obispo –las rosas de Castilla hechas aparecer milagrosamente por la Virgen en el cerro Tepeyac, que
al volcarlas desde la tilma, dejan lugar a la maravillosa imagen de la Virgen-;
su tío se cura de su grave enfermedad; cesan las calumnias y mentiras hacia él; a pesar de seguir siendo, como él mismo decía, “gente menuda”, se
convierte en el mensajero de la Madre de Dios –su “embajador, muy digno de
confianza”, según las palabras de la misma Virgen-, al llevar al Obispo el mensaje de
la Virgen, quien con el milagro de la imagen de la tilma, queda a su vez totalmente
convencido de la veracidad de las palabras de Juan Diego, dando inicio a la
construcción del templo pedido por María Santísima.
Pero lo más hermoso de todo, es que las palabras de la
Virgen dichas a Juan Diego en medio de sus más grandes tribulaciones, nos las
dice la Madre de Dios a todos y cada uno de nosotros: “Oye y ten entendido hijo
mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu
corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No
estoy yo aquí?, ¿No soy tu Madre?, ¿No estás bajo mi sombra?, ¿No soy yo tu
salud?, ¿No estás por ventura en mi regazo?, ¿Qué más has menester? No te apene
ni te inquiete otra cosa”. En momentos de tribulación, debemos leer y releer estas palabras de María, como una oración del corazón, porque están dirigidas a cada uno de nosotros.
Esto significa que la Virgen nos auxilia, nos ampara, nos
acompaña, nos protege, como una madre amorosísima con su hijo recién nacido, como
al “más pequeño” y desprotegido de todos sus hijos. Al amor maternal de la
Virgen, entonces, debemos responderle imitando a Juan Diego: con amor y confianza sin límites en Jesús Eucaristía -la Virgen se le apareció cuando se dirigía a participar, con gran amor, fe y devoción, de la Santa Misa- y en Nuestra Madre del
cielo, pidiendo la gracia de la humildad del corazón, para en todo seguir las
inspiraciones de María, para que así pueda María obrar sus maravillas saliendo
al paso en nuestras vidas. Y aunque no tengamos una tilma, como Juan Diego, sí
podemos pedirle a la Virgen que imprima en nuestros corazones su sagrada
imagen, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, para que llevemos a todos los
hombres y a todas las naciones el mensaje de redención, de amor y de paz de
Nuestro Señor Jesucristo.