miércoles, 31 de diciembre de 2014

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


(Ciclo B – 2015)
         Hacia el final del año civil y en el comienzo exacto del Nuevo Año, la Iglesia coloca una de sus solemnidades más importantes y significativas: la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Debemos preguntarnos el motivo: si es coincidencia o casualidad –es decir, si la Solemnidad está puesta en esta fecha por la Iglesia sin un motivo especial- o si, por el contrario, guiada por el Espíritu Santo y asistida por la Sabiduría Divina, la Santa Madre Iglesia tiene una razón especial para colocar en este momento de fin de un año y de inicio de otro, una Solemnidad tan importante. Y la respuesta es que la Iglesia, Madre y Maestra de Sabiduría, guiada e iluminada por el Espíritu Santo y asistida por la Divina Sabiduría, no hace nada al azar, y si ha puesto en esta fecha la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, es porque tiene alguna razón. ¿Cuál es?
         Para entender el porqué, debemos primero considerar quién es el Hijo de la Madre de Dios, Cristo. Cristo es Dios. Y puesto que Cristo es Dios, Él, el Hijo de la Virgen, es “su misma eternidad” y Él, siendo Dios Eterno, ingresó en nuestro tiempo, en nuestra historia humana, encarnándose en el seno virgen de María, para redimirnos, es decir, para salvarnos, para destruir y vencer para siempre, con su sacrificio en cruz, a los tres grandes enemigos de la humanidad: el demonio, el pecado y la muerte. Jesús, el Hijo de María, Dios Hijo, siendo Dios Eterno, procedente del seno del Eterno Padre, al encarnarse en el seno virginal de María Santísima, asumió nuestra naturaleza humana en unidad de Persona: quiere decir que Él, siendo Dios, se hizo hombre, sin dejar de ser Dios, para que nosotros nos hiciéramos Dios por participación, por medio de la participación en la vida divina, a través de la gracia.
         Pero el hecho de que Dios Hijo se haya encarnado y haya asumido nuestra naturaleza humana, significa que ha santificado toda nuestra naturaleza humana -con excepción del pecado, porque este ha sido precisamente destruido con su Encarnación y Muerte en cruz- y es por eso que, lo que antes era castigo divino por habernos apartado de Dios –la enfermedad, el dolor, la muerte-, ahora, en Él, en Cristo Jesús, puesto que son realidades asumidas, redimidas –esto es, santificadas- por Él, unidas a Él, se convierten en sacrificios y ofrendas agradabilísimas a Dios. Así, para nosotros, los cristianos, la enfermedad, el dolor y la muerte, si bien son realidades dolorosas, en Cristo Jesús –ofrecidas a Él por manos de su Madre, la Virgen- adquieren una nueva dimensión, una dimensión impensada, inimaginable, porque al unirlas a estas realidades a su cruz, todas estas realidades nuestras humanas, dolorosas, quedan santificadas por Él, porque Él, en cuanto Dios, “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5; Is 43, 19), y a estas realidades las “hace nuevas”, porque las convierte en eventos de santificación y de salvación.
 Por la Encarnación del Hombre-Dios, entonces, quedan santificadas y redimidas nuestras realidades humanas como la enfermedad, el dolor y la muerte, y por supuesto que también la alegría y el gozo, porque todo lo humano bueno, que puede ser asumido y rescatado, no solo es asumido y rescatado por Jesucristo, sino que es elevado a evento de salvación.
Y dentro de estas realidades humanas, asumidas por el Hombre-Dios en la Encarnación y elevadas a eventos de salvación, está el tiempo, la historia, tanto de la humanidad –de toda la humanidad, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final-, como el tiempo y la historia de cada hombre, de cada ser humano, en particular. Al encarnarse, Jesús, Hombre-Dios, Dios Eterno, ha asumido y santificado el tiempo, y ha orientado la historia humana y la historia de cada hombre particular, hacia el vértice de la eternidad trinitaria, de manera tal que los segundos, los minutos, las horas, los días, los meses, los años, desde la Encarnación, han quedado “impregnados” –si se puede decir así- de la eternidad divina, y han sido orientados hacia la eternidad divina, por lo que la consumación del tiempo humano finaliza en la eternidad del Ser trinitario.
Dicho en otras palabras, desde la Encarnación del Verbo, toda la historia humana y el tiempo humano, así como el tiempo y la historia personal de cada ser humano, no se explican, ni en su origen ni en su fin, sin una relación directa con el Ser trinitario divino. Esto quiere decir que cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada año, todo el año, todos los años, vividos por el cristiano, le pertenecen, no a él –al cristiano-, sino a Jesús, Dios Eterno, porque Él los ha adquirido, los ha comprado, al precio altísimo de su Sangre, de su Santo Sacrificio de la Cruz. Por la Encarnación del Verbo, cada segundo de nuestras vidas –y por lo tanto, todo el año-, le pertenece a Jesucristo, Dios Eterno, y a Él le debe estar dedicado y consagrado, cada segundo de nuestras vidas y, por lo tanto, todo el año y todos los años que nos resten por vivir en esta vida terrena, para así ser merecedores del feliz encuentro, cara a cara, en el Reino de los cielos.

Ahora, entonces, estamos en grado de comprender por qué la Iglesia coloca, hacia el fin del año civil, y sobre todo, en el primerísimo instante del Año Nuevo que se inicia, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios: la Iglesia quiere que, al iniciar el Año Nuevo, los hijos de Dios consagren a Jesucristo, por medio de la Virgen, todo el Año Nuevo que se inicia: todo, cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada mes, todos los meses, para que todo el tiempo del Año Nuevo sea vivido de cara a la feliz eternidad, la Eternidad personificada, Cristo Jesús; la Iglesia coloca esta Solemnidad al inicio de un Nuevo Año, para que todo el Año Nuevo sea consagrado a Jesucristo, por manos de la Virgen, para que todo este nuevo tiempo que se inicia sea santo y santificado por Jesucristo, y que ningún segundo –ni uno solo- escape de su santísima, amabilísima y adorabilísima Voluntad. Ésta es la razón, entonces, de por qué la Iglesia coloca la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, al inicio del Año Nuevo: para que lo consagremos, por medio de sus manos y de su Inmaculado Corazón, a su Hijo, que es la Divina Misericordia encarnada, para que cada segundo del Año Nuevo que iniciamos, esté sumergido en el Amor Eterno de la insondable Misericordia Divina.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Magnificat anima mea Dominum


“Mi alma canta la grandeza del Señor” (Lc 1, 46-55).
Llena del Espíritu Santo, inhabitada por su Presencia y colmada por su Amor y por su Alegría Santa, la Virgen entona el Magnificat, el canto de alabanzas y de glorificación a Dios.
 “Proclama mi alma la grandeza del Señor
Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador
Porque ha mirado la humillación de su esclava.
La Virgen se alegra por haber sido concebida sin mancha de pecado original, por haber sido concebida en gracia, inhabitada por el Espíritu Santo; la Virgen se alegra por haber sido redimida y por eso llama a Dios “mi Salvador”, pero sobre todo se alegra por la inmensidad de la majestuosidad del Ser Divino Trinitario Divino, que la ha elegido al mirar su humillación, cuando ante el anuncio del Ángel de haber sido la Elegida para ser la Madre de Dios, movida por la humildad y por el amor a Dios, se llamó a sí misma “esclava del Señor”;
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones.
La Virgen ve, en la luz de Dios, que toda la humanidad, de todos los tiempos, la llamará “bienaventurada”, porque lo que Dios ha obrado en Ella, es como la Bienaventuranza eterna, ya anticipada en la tierra: es la Hija Predilecta del Padre, es la Esposa del Espíritu Santo, es la Madre de Dios Hijo, y por eso no hay, no hubo ni habrá creatura como Ella, y todas las generaciones la felicitarán y se alegrarán con su alegría.
Porque el poderoso ha hecho obras grandes en mí.
La Virgen canta y exulta de alegría porque Dios ha obrado en Ella obras grandiosas: ha obrado en Ella la obra grandiosa de la gracia santificante de su Hijo Jesucristo, que le ha sido concedida en anticipo, en mérito al sacrificio en cruz de su Hijo y por eso Ella ha sido concebida Inmaculada, sin mancha de la malicia original; ha sido concebida inhabitada por el Amor Divino desde el primerísimo instante de su concepción; ha sido concebida como la más hermosa y excelsa creatura, como la Mujer revestida de sol del Apocalipsis (12, 1), porque está inhabitada por el Espíritu de Dios; como la Mujer que aplasta la cabeza de la Serpiente Antigua, (Gn 3, 15) porque le ha sido participado el poder de la omnipotencia divina; como la Mujer de los Dolores, que al pie de la cruz pare virginalmente a la humanidad, al adoptar, por encargo de su Hijo (cfr. Jn 19, 25-30), a todos los hombres de todos los tiempos, para salvarlos. La Virgen es la Mujer que “con alas de águila” lleva al mismo Dios Hijo en sus brazos al desierto, poniéndolo a salvo del río de impurezas, blasfemias, violencias de todo tipo, con el que el Dragón quiere asesinar la pureza de su Niño (Ap 11, 7). Las obras que Dios ha hecho en la Virgen son “grandes”, inconmensurables, y por eso las canta la Virgen, con alegría y con amor, en el Magnificat.
Su Nombre es Santo.
“Santo”, es el nombre propio de Dios, porque Él es la santidad en sí misma; Él es la santidad personificada; nada es santo, puro, bueno y bello, si Dios no lo santifica con su Presencia y su gracia, y la Virgen ha sido santificada, desde el inicio mismo de su existencia, por haber sido concebida sin mancha de pecado original, y por haber sido concebida inhabitada por el Espíritu Santo. La Virgen es santa, porque está llena de la santidad de Dios y por eso es connatural a la Trinidad Santísima y es lo que la lleva a proclamar el Nombre de Dios, que es Tres veces Santo: “Su nombre es Santo”.
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
La Virgen se alegra porque la Misericordia Divina llega a los hombres “de generación en generación”, es decir, a toda la humanidad, y Ella es, precisamente, el Medio, el Puente, el Portal, a través del cual llega la Misericordia Divina, porque Ella es la Madre de la Divina Misericordia, Ella es la Madre de Jesús, Dios Misericordioso, y a través de Ella, se encarna, nace en Belén, “Casa de Pan”, y se dona al mundo, en la cruz, y luego en la Santa Misa, como Pan de Vida Eterna, Jesús, Dios Misericordioso, para que las almas puedan beber de la fuente inagotable de la Divina Misericordia, su Sagrado Corazón traspasado.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
La Virgen describe las proezas de Dios, delante de quien, no pueden subsistir los soberbios de corazón, a quienes “dispersa”, como al demonio, a quien arrojó, por medio de San Miguel Arcángel, de los cielos, para siempre, a causa de su soberbia; Dios también “derriba del trono a los poderosos” de la tierra, porque también son soberbios, mientras que “enaltece a los humildes”, a los que, sabiéndose nada delante de Dios, se humillan ante su Presencia y lo aman y adoran con todas sus fuerzas; “colma de bienes a los hambrientos”, es decir, derrama las riquezas inagotables de su Amor sobre los corazones de quienes lo aman, mientras que “a los ricos los despide vacíos”, es decir, a los engreídos, a los que se piensan que no necesitan de Dios ni de su gracia, los despide de su Presencia y los deja con lo que quieren, es decir, con las manos vacías.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
Dios auxilia a Israel, el Pueblo Elegido, enviando el Mesías, tal como lo había prometido ya en el Génesis, apenas producida la caída de los primeros padres, Adán y Eva. Ella es la Nueva Eva y su Hijo Jesús es el Nuevo Adán; por ellos, la humanidad es regenerada, es re-creada por la gracia; del costado traspasado del Nuevo Adán, Jesucristo, brota la gracia santificante, de donde surgirán los nuevos hijos de Dios, la descendencia de Abraham re-generada por la gracia bautismal, los cristianos, los que pertenecen al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica.
“Mi alma canta la grandeza del Señor” (Lc 1, 46-55).
Llena del Espíritu Santo, inhabitada por su Presencia y colmada por su Amor y por su Alegría Santa, la Virgen entona el Magnificat, el canto de alabanzas y de glorificación a Dios, canto por el que contempla el misterio de la Encarnación y por el que alaba a Dios por haberla elegido a Ella para ser depositaria del Amor del Padre, su Hijo Jesús.
Sin embargo, el Magnificat, como canto propio de alabanzas y de glorificación a Dios, si es el canto de la Madre, debe ser también el canto propio de los hijos de esta Madre del cielo; el Magnificat debe ser el canto del alma que contempla el misterio de la Encarnación, el misterio de la Navidad, y que se asombra y se alegra por ello, pero que contempla también y se asombra y se alegra por el misterio de cómo ese Dios la ha elegido a ella para, por la gracia santificante y por la comunión eucarística, continuar y prolongar su Encarnación y Nacimiento en su alma, renovando el milagro sucedido en el seno virginal de María Santísima. Así como María Santísima recibió en su seno virginal, inhabitado por la Gracia Increada, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo, convirtiéndose en Sagrario Viviente de su Hijo Jesús, Pan de Vida Eterna, así el cristiano, al comulgar en gracia, convierte su corazón en Tabernáculo viviente en donde se aloja y es adorado el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, el Pan de Vida eterna, a imitación de María Santísima. Y esta es la razón por la cual, cada comunión eucarística, debe ser una oportunidad para cada alma, para entonar, junto a la Virgen, el Magnificat, porque Dios, por la gracia, ha hecho maravillas en su alma, la ha elegido para encarnarse en ella, para obrar maravillas así como lo hizo con la Virgen, para colmarla de sus gracias, para derramar la inmensidad de sus dones y, sobre todo y fundamentalmente, para derramar en el alma que la recibe por la comunión, la plenitud inagotable del Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.

Cada comunión eucarística es, por lo tanto, una oportunidad, para el alma, para entonar el “Magnificat”, junto a la Virgen, su Madre.

jueves, 18 de diciembre de 2014

María, presente en el sacrificio del altar


María al pie de la cruz
(Meister des Pähler Altars)

Sobre el Gólgota, sobre el Monte Calvario, se encuentra Jesús Crucificado, coronado de espinas, derramando su Sangre a través de las heridas de las manos y de los pies, perforados por los clavos de hierro. Jesús en la cruz sufre dolores inmensos, insoportables, en el cuerpo pero también en el espíritu, ya que el dolor más grande era por aquellos que habrían de condenarse porque iban a rechazar su sacrificio. Por su sufrimiento en el cuerpo y en el espíritu, Jesús en la cruz es el Señor de los Dolores. Y al pie de la cruz, está María, la Virgen Madre, Señora de los Dolores.
¿Qué hace María al pie de la cruz? Consuela, con su Presencia maternal, a su Hijo que sufre. Ella alivia la amargura y el dolor de su Hijo, con su Presencia maternal trae al Corazón de su Hijo que cuelga de la cruz en medio de terribles dolores, un poco de paz, y así Jesucristo, en medio de sus inmensos dolores, en algo se ve aliviado. La Madre consuela al Hijo con su Presencia de Amor.
Sin embargo, María al pie de la cruz no sólo consuela a su Hijo, el único consuelo en medio de ese mar de dolor que es la cruz, sino que participa de los dolores de su Hijo. La Madre comparte los dolores de su Hijo; los siente dentro suyo, como si fueran propios. Aún cuando una madre, en el exceso de amor de su hijo, por el amor que siente por su hijo, quisiera, para aliviarle sus dolores, tomar sobre sí esos dolores de su hijo, aunque lo deseara, no podría experimentarlos en sí.
En cambio María, por su unión mística con Jesús, comparte y participa de esos dolores, y los hace suyos y propios, de tal manera que se puede decir que María sufrió los mismos dolores, en su misma intensidad, que su Hijo. No en el cuerpo, pero sí en el espíritu, como si a Ella la hubieran coronado de espinas, flagelado, atravesado las manos y los pies con clavos de hierro, como a Jesús en la cruz.
Y así como Jesús es Redentor de la humanidad por sus dolores, así la Virgen es Corredentora por haber participado de esos mismos dolores. La Virgen nos salva a través de sus dolores, por eso es llamada Corredentora, Salvadora de la humanidad y de cada uno de nosotros.
Pero no sólo nos salva, sino que además, por haber participado al pie de la cruz del sacrificio supremo de su Hijo, sacrificio por el cual nos mereció la gracia de la filiación, María se vuelve, al pie de la cruz, Madre nuestra. Así como imploró el descenso del Espíritu Santo sobre su seno para que diera vida a su Hijo Niño, así implora, al pie de la cruz, el Espíritu de su Hijo, para que nos dé a nosotros su Espíritu, el Espíritu que nos hace ser hijos de Dios. En la cruz, donde Jesús muere derramando su Sangre para darnos su vida, nos hace el don de su Madre, por eso María es la Madre de todos aquellos que nacen a la vida nueva y eterna por medio de la Sangre de Jesús derramada en la cruz. Por eso María es Madre de Dios Hijo y Madre nuestra, que somos, al pie de la cruz, hijos de Dios, nacidos del dolor de María.
También es medianera de todas las gracias, porque así como Cristo con su sacrificio en la cruz se hizo intercesor y mediador por nosotros en el cielo, así María, por acompañar a su Hijo en el sacrificio del Gólgota en la tierra, se hizo medianera e intercesora de todas las gracias en el cielo. Por haber participado al pie de la cruz, por haber participado del sacrificio de su Hijo, María se volvió la depositaria y tesorera de los méritos de la redención para toda la humanidad y para todos los tiempos[1].
Y si como enseña la Iglesia, la Misa es la renovación sacramental, en el misterio de la liturgia, del mismo sacrificio de la cruz, si Cristo en la cruz se hace Presente en cada misa, también la Madre, que está al pie de la cruz, se hace Presente en Persona en cada misa. Así lo dice el Santo Padre Juan Pablo II: “...cuando celebramos la Eucaristía, nos encontramos cada día sobre el Gólgota, y por eso está junto a nosotros, en el Gólgota, la Virgen María”[2]. En cada Eucaristía, nos encontramos sobre el Gólgota, delante de Jesús, a los pies de la cruz. Pero también, por eso mismo, nos encontramos a los pies de María, nuestra Madre, porque si el Hijo está en el Gólgota, allí también está la Madre Y está la Madre, como el Hijo, no en sentido figurado, sino en persona, con su persona, invisible, misteriosa, real. Como el Hijo.
A María, Madre nuestra, debemos pedirle la gracia de saber amar a Jesús como Ella lo ama, y saber amar al prójimo como Cristo lo ama desde la cruz.




[1] It is further indicated by the fact that, by her cooperation in the sacrifice of the redemption, Mary conjointly obtained all graces. For it is evident that her heavenly intercession must be to Christ’s interpellation in heaven as her sacrificial activity on earth was to that of Christ. So also the scope of her intercession must answer to that of her earthly activity, as Christ’s interpellation to His sacrificial activity. By her cooperation in Christ’s sacrifice, Mary became the depositary of the merits of the redemption for all mankind and for all times. In the first place she cooperated in imploring the Holy Ghost to hasten His descent upon the infant Church. Likewise, her continuous cooperation must hold as a normal condition for all future fruits of Christ’s merits and for the action of the Holy Ghost. Cfr. Matthias Joseph Scheeben.

[2] “E in particolare, quando celebrando l’Eucaristia ci troviamo ogni giorno sul Golgota, bisogna che vicino a noi sia colei che mediante la fede eroica ha portato all’apice la sua unione col Figlio, proprio là sul Golgota”. Juan Pablo II, Lettera ai sacerdoti in occasione del Giovedì Santo, Città del Vaticano, Roma, 25/03/1988, XI/1 (1988) 721-743.

María, modelo perfecto de maternidad


María es un modelo insuperable de maternidad, porque María cuida con inigualable amor de madre y con cuidado amoroso a su Hijo Jesús,
María cuida con amor de Madre a su Hijo, que es Hijo suyo, pero que a la vez es su Dios, porque el Hijo de María es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. Es un misterio imposible de comprender, que María acepta por amor y con amor. Y se dedica a la atención y al cuidado de este Niño que es su propio Dios y que a la vez es su propio Hijo.
Lo cuida como toda madre cuida a su hijo primogénito, recién nacido: acunándolo, besándolo, amamantándolo, alimentándolo, cambiándolo, protegiéndolo. Y, en el caso de su Niño, puesto que es Dios, además, adorándolo.
A medida que crece, acompañándolo en su crecimiento, en sus primeros pasos, en sus primeras palabras. Cuando es un niño más grande, haciendo lo que toda madre hace: el pan, la manteca, la miel, el azúcar, para el desayuno y la merienda; pescado, queso, verduras y frutas, para el almuerzo y la cena.
María se desempeña con amor de Madre cuidando a su Hijo Jesús, como si fuera un niño más entre otros, pero la particularidad es que no se trata de un niño más: es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios. Por haber asumido una naturaleza humana, por haberse encarnado en un cuerpo y en un alma humanas, este niño necesita todo lo que necesita cualquier niño humano, pero, a la vez, es Dios Hijo en Persona. María, que cuida de su niño, sabe de este misterio del cual Ella es protagonista, y contempla, con amor de madre y con asombro, el misterio que tiene delante suyo, el misterio del Niño-Dios, de Dios, que es su Hijo, pero que a la vez es el Hijo eterno del Padre.
María cuida con amor de Madre a su Hijo que es a la vez su Dios, pero es modelo insuperable de     maternidad porque también cuida a sus hijos adoptivos, adoptados al pie de la cruz, todos los hombres de todos los tiempos, incluidos nosotros. Es lo que le dice al indio San Juan Diego -cuando se aparece como la Virgen de Guadalupe- y, por medio de él,  nos lo dice a todos nosotros: “Juan Diego, mi hijo más pequeño, no te altere ningún acontecimiento penoso; ¿no estoy Yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás acaso entre mis brazos? ¿Tienes necesidad de algo más?”

María es Madre de Dios Hijo, y es Madre nuestra, que somos sus hijos adoptivos. Así como cuidó a su Hijo Jesús desde que nació y así como lo acompañó hasta la cruz, y así como lo adora ahora en el cielo por la eternidad, es decir, así como estuvo acompañando a su Hijo Jesús a lo largo de su vida terrena, así nos acompaña, aunque no la veamos ni la sintamos, como Madre llena de amor y de ternura, a lo largo de nuestra vida terrena, llevándonos entre sus brazos, hasta el momento de ser presentados ante Dios Padre.

María, ideal y fundamento de nuestra fe en Cristo Eucaristía



Por haber sido la Única entre las creaturas humanas en recibir en su seno virginal a la Palabra de Dios Encarnada, por haber acogido en su interior y haber revestido de su carne al Verbo de Dios, por haber abierto su corazón y su alma y haberlos transformado en sede y tabernáculo para el Unigénito del Padre, para que este tomase forma humana de su forma humana, María es el ideal más hermoso y elevado y a la vez el fundamento de nuestra fe en la Encarnación y en Cristo Eucaristía, prolongación y continuación de la Encarnación.
María es el ideal más precioso y elevado tanto de la alianza de la naturaleza humana con la gracia divina, como de la razón con la fe[1]. Por eso se puede hacer una comparación entre la recepción de la Palabra Encarnada en el seno de María y la recepción de la divina Revelación y la fe en la Eucaristía, en la razón humana.
María, esposada con el Espíritu Santo, concibió por obra de este Espíritu Santo a la Persona del Verbo Eterno y dio al Verbo de su misma substancia para formar el cuerpo y la carne del Verbo para que fuera el “Verbo Encarnado” y fuese presentado al mundo en manera visible; del mismo modo, la razón humana, esposada en la fe con el Espíritu Santo, recibe en su seno a la sabiduría divina contenida en la Palabra de Dios y comunicada por el Espíritu Santo, la reviste con sus palabras humanas y la expresa con sus representaciones humanas[2].
Sin embargo, en nuestra consideración de tomar a María como modelo de nuestra fe debido a que nuestra razón recibe, como María, a la Sabiduría divina, y la expresa –como María- con un revestimiento humano –las palabras-, podríamos ser tentados a pensar que nuestra fe en Dios, pensada y expresada en términos humanos, agote la realidad creída, es decir, exprese en su totalidad el ser divino en quien se cree. No sucede así, debido a la grandeza y a la insondabilidad del ser divino. Del mismo modo a como María dio a luz al Verbo Encarnado, es decir, al Unigénito de Dios revestido con forma humana y por lo tanto no era un simple hombre y todo aquel que lo contemplaba no contemplaba un simple hombre sino el misterio del Hombre-Dios, un hombre que, aunque se expresaba en modo humano tenía en sí una naturaleza distinta a la humana porque subsistía en una persona no humana sino divina, la Persona del Verbo del Padre, así nuestros pensamientos y nuestras palabras humanas, al pensar y expresar la sabiduría divina con términos humanos, no agotan ni expresan toda la realidad del ser divino al cual pretenden expresar.
Aún recibiendo la razón humana esta Sabiduría divina y expresándola con su máxima capacidad de expresión, aún iluminada por el Espíritu Santo, no puede la razón humana reflejar el misterio de la Verdad divina con la misma grandeza y majestad que le pertenecen a esta Verdad. Sólo en la luz de la gloria podrá la razón humana, ya sin el obstáculo de las limitaciones terrenas, informada por la naturaleza divina, podrá expresar toda la grandeza del misterio divino –en realidad, ni siquiera allí podrá hacer esto la razón humana, porque el misterio del ser divino permanece y permancerá oculto para siempre aún a las mentes angélicas, pero al menos lo hará con más claridad que en la vida presente. Por eso, aún expresado en términos humanos, iluminados y sugeridos por el Espíritu Santo, el misterio de Dios permanecerá por siempre inaccesible a la razón humana y a la inteligencia angélica.
María es entonces nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra fe en Dios, al servirnos como modelo para nuestra recepción del Verbo en nuestros corazones y en nuestras mentes, en nuestro ser. Pero María es también nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra realeza: imitando a María en la recepción de la Palabra de Dios, nuestro ser y nuestra razón se ven, como María, elevados a una dignidad infinitamente superior a la dignidad humana.
Así como a María el hecho de ser la Madre de Dios le significó el pasar de humilde sierva a Reina de todo el universo, visible e invisible, y poseer la dignidad más excelsa, así para la razón humana, no hay una distinción más alta que el hecho de ser llamada a aceptar la fe en el Hombre-Dios Jesús. La razón humana, iluminada por la fe en Jesús, se ve elevada a una dignidad infinitamente superior a la dignidad que pueda conceder cualquier otra cosa.
Como María, que aún siendo elevada a la dignidad de Madre de Dios, conserva la humildad de la esclava del Señor, así la razón humana, dignificada por el conocimiento de la fe, debe conservar su humildad, reconociendo siempre la superioridad de la Sabiduría divina sobre la humana.
Así como María recibió en su seno virginal la Palabra de Dios Encarnada, así nosotros debemos recibir a Cristo, Resucitado y Glorioso, que prolonga su encarnación en las especies del pan.




[1] Cfr. Matthias Josep Scheeben, Los misterios del cristianismo, ...
[2] cfr. Scheeben, ...

miércoles, 17 de diciembre de 2014

María, Arca luminosa de Dios



El Arca de Noé era majestuosa y estaba hecha de madera; era resistente al agua, fuerte, de gran tamaño. Interiormente era oscura, aunque estaba iluminada con la tenue luz de las velas. Llevaba en ella las tablas de la ley, las que Dios había dado a Moisés en el Monte Sión; llevaba también todo lo que quedaba con vida sobre la superficie humana.
Gracias al Arca de Noé pudo salvarse la vida en la faz de la tierra y pudieron los hombres conocer la ley de Dios, que estaba escrita en tablas de piedra. Pasadas las aguas de la inundación, el Arca de Noé abrió sus puertas y dejó al descubierto sus tesoros: la vida de la tierra, la vida de Dios, contenida en las tablas de la ley.
Pero luego vino otra Arca, mucho más majestuosa, y no estaba hecha de madera, sino de carne y hueso, y estaba revestida del Espíritu de Dios, era resistente al agua, a las tribulaciones del mundo y de la historia, y al fuego de los infiernos que trataban de quemarla; no era de gran tamaño, sino pequeña.
A diferencia del Arca de Noé, que por dentro no estaba bien iluminada, esta Nueva Arca, era interiormente luminosa[1], muy luminosa, porque no sólo estaba iluminada por el Espíritu Santo, que es luz de Dios, sino que la luz de Dios, el Espíritu divino, inhabitaba en Ella.
El Arca de Noé llevaba la ley de Dios, grabada en una piedra; esta Arca celestial lleva al Autor de la Nueva Ley, que la graba en los corazones humanos y ya no más en la piedra.
El Arca de Noé llevaba toda la vida que quedaba en la tierra; la Nueva Arca lleva al Autor de toda vida y a la Vida en sí misma, Dios Hijo encarnado.
El Arca de Noé transportaba corderos, entre otros animales, y cada tanto debían ser sacrificados, para poder sobrevivir; en la Nueva Arca, el Cordero se inmola de una vez para siempre, en el altar de la cruz, para donarse como alimento de vida eterna, que no se termina nunca, y que da la Vida eterna del Dios Trino a quien lo consume.
El Arca de Noé se posó sobre un monte, el monte Ararat, y desde ahí, al abrir sus puertas, salieron todos los seres vivientes que poblaron el mundo.
Sobre la Nueva Arca, María, se posó el Espíritu Santo, y desde su seno virginal salió, como un rayo de sol atraviesa el cristal, la Vida de Dios personificada, Jesús, Dios Niño, Pan de Vida eterna para el mundo.
En el Arca de Noé se alimentaban con pan cocido, asado en fuego, y cuando se  terminaba, no había más y había que volver a amasar; en la Nueva Arca, la Iglesia del Dios Altísimo, el Pan, cocido y asado en el fuego del Espíritu, no se termina más, porque se multiplica siempre como cuerpo y sangre de Jesús.
El Arca de Noé se quedó en la cima del monte Ararat; la Nueva Arca, María, subió al Monte Sión, vértice del cielo, en compañía de su Hijo Jesús.
El Arca de Noé abrió sus puertas y salió de ella todo lo que tenía; la Nueva Arca, María, dio de su seno virginal a su Hijo Jesús, y lo continúa donando de manera inagotable en cada banquete celestial, como Pan Vivo bajado del cielo, para alimentar a los hijos de Dios.
En el Arca de Noé, una paloma sobrevoló las aguas y trajo un ramo en su pico, para indicar que el diluvio había pasado; para la Nueva Arca, María, una Paloma, el Espíritu Santo, sobrevoló sobre ella, para indicar que recién comenzaba el diluvio del agua de la gracia que habría de abatirse sobre la humanidad.



[1] Cfr. San Máximo de Turín, siglo IV, Sermón 42, 5; cit. La Virgen María. Padres de la Iglesia, Editora Patria Grande, Buenos Aires 1978, 46-47.

María, anticipo del altar del Pan celestial


¡Madre de Dios!/Tu vientre se ha convertido en una Santa Mesa/en la que está contenido el Pan que viene del Cielo./Quien coma de este Pan no morirá,/así lo ha dicho el que alimenta a todos/ [1]”.
         El vientre virginal de María aloja al Verbo eterno del Padre que ha tomado la forma de una célula humana primero y la de un embrión humano después. ¡Tiene la forma de un niño humano y es Dios! No se puede dar crédito, si Dios mismo no lo revelara, a noticia tan asombrosa: el Dios omnipotente se ha convertido, sin dejar de ser Dios, en un niño humano, desde embrión unicelular, hasta feto viable de nueve meses.
         Pero este Niño, que crece en el seno de María, no es un Niño cualquiera, así como María no es una mujer cualquiera. Este Niño es Dios, y se entregará a sí mismo, en la Última Cena, como Pan de Vida eterna. Antes de subir a la cruz y antes de volver al Padre, de donde vino, este Niño se quedará en medio de su Iglesia como Pan, pero no como un pan cualquiera, sino como un pan que da vida y no vida natural, sino la vida misma de Dios Trinidad, la Vida eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu.
         Por que el Niño es Pan Vivo bajado del cielo, María es el altar, la Mesa sagrada en donde este Pan se ofrece a los comensales, los hijos de Dios.
         El Hombre-Dios se ofrece, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad, como Pan de Vida, sacramentalmente, en la Última Cena, y renueva este ofrecimiento en cada santa misa.
         Pero mucho antes de ofrecerse sacramentalmente como Pan Vivo, mucho antes, ya en el seno de su Madre Virgen, María, Jesús se ofrecía al mundo como Hostia Pura y Santa, como Pan Santo de Vida eterna.
         Ya en el vientre materno de María, el Niño es un Pan bajado del cielo; ya en el vientre materno de María, se comporta como el Maná verdadero de los cielos, destinado a ser consumido por los hijos de Dios que peregrinan en el desierto del mundo; ya en el seno virgen de María, antes de nacer, el Niño era Pan Vivo, y daba de su vida eterna, primera a su madre y a sus hermanos después; ya en el seno virgen de María, altar del Dios Altísimo, el Espíritu Santo obraba el mismo milagro que habría de obrar en el altar de la Iglesia, el seno puro y virgen de la Esposa del Cordero, la conversión milagrosa del pan en el cuerpo de Jesús: en el altar, el Espíritu convierte el pan inerte en el cuerpo de Jesús resucitado, que se dona como Pan Eucarístico, como Pan de Vida eterna; en el seno virgen de María, altar del Dios Altísimo, el Espíritu convierte al Pan de los cielos, al Maná celestial, el Verbo del Padre, en el cuerpo y la sangre de Jesús, Hijo de Dios e hijo de María.
         Así como el altar es el seno virgen de la Iglesia, Esposa del Cordero, en donde se ofrece al mundo el Hijo de Dios como Pan de Vida, por obra del Espíritu, así, por obra del Espíritu, el seno virgen de María es el altar desde el cual se ofrece al mundo al Pan de Vida eterna, Dios Hijo encarnado, Hijo eterno del Padre e Hijo de María Virgen por el Espíritu.



[1] Cfr. San Andrés de Creta, del Canon, para la mitad de Pentecostés; cit. La Virgen María. Padres de la Iglesia, Editora Patria Grande, Buenos Aires 1978, 104.

Madre de Dios, Madre de Luz


       María da a luz en la noche, en un oscuro establo de Belén. Sólo la luz de la luna y de las estrellas, más la lumbre de un pequeño candelabro, alumbran la escena en la cual el Hombre-Dios viene al mundo. La noche, producto de la ausencia de luz del sol, es símbolo de otra noche y de otras tinieblas, mucho más oscuras y temibles, la noche que oscurece los corazones de los hombres.
         María da a luz en la noche, pero lo que a luz María no es un simple niño humano: tiene forma humana, llora, balbucea, tirita de frío como un niño humano, pero no es un niño humano. ¡Es Dios! ¡Ese Niño, que llora y tiembla de frío, ese Niño, que busca con sus bracitos y sus manitas la dulce protección de su amada Madre, es Dios! ¡Ese Niño, que apenas puede ver a su Madre en las penumbras de la noche y en las sombras del establo, es Dios! ¡Ese Niño, que casi no puede distinguir entre las penumbras y la débil luz de la candela del establo, es Dios! ¡Y la Virgen es su Madre!
         Pero, ¿no resulta una paradoja que, si ese Niño es Dios, deba nacer envuelto en la oscuridad? ¿Acaso Dios no es luz? ¿Acaso ese Niño, nacido de la Virgen Madre, no es el Apocalipsis del Cordero? ¿Y el Apocalipsis del Cordero, no es la luz de los cielos: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la alumbren, pues la gloria de Dios le dio su luz, y su lumbrera es el Cordero” (cfr. Ap 21, 23)?
         Si este Niño, que es luz, nace de María Virgen, es porque su Madre también es luz: la Virgen es luz, está inhabitada por la luz, por la luz del Espíritu Santo, la Persona-luz de la Trinidad.
         María es Madre de Dios, pero también es Madre de Luz[1], porque su Hijo es luz, y Ella también es luz, porque está inhabitada por la misma luz que es su Hijo y su Espíritu.
         ¡María, Madre de Dios y Madre de Luz, ilumina al mundo con la luz divina de tu Hijo amado!
         ¡María, Madre de Dios y Madre de Luz, ilumina las almas con tu Hijo crucificado!
         ¡María, Madre de Dios y Madre de Luz, iluminaste al mundo en Belén, dando nacimiento a la luz del mundo, tu Hijo Jesucristo!
         ¡María, Madre de Dios y Madre de Luz, continúas iluminando al mundo engendrando en tu seno virgen, el altar, a la luz del mundo, Jesús Eucaristía!
         ¡Oh milagroso asombroso, divino esplendor salido del Padre: en Belén nació de María Virgen, el Niño Luz, Dios hecho Infante, para iluminar las tinieblas de la tierra, y en la Iglesia Virgen, nace, de su seno purísimo, el Dios Niño, Luz hecha Pan de Vida eterna, para iluminar las oscuras almas de los hombres que van al cielo!     



[1] Cfr. Liturgia Armenia, Oda para las fiestas de la Virgen.

“Lo que ha sido engendrado en Ella viene del Espíritu Santo”


El ángel anuncia a San José en sueños

“Lo que ha sido engendrado en Ella viene del Espíritu Santo” (cfr. Mt 1, 18-24). El ángel confirma a José la más alegre noticia que jamás pueda haber escuchado la humanidad: lo que ha sido concebido en María Virgen viene del Espíritu Santo; no proviene de hombre ni es un hombre cualquiera. Proviene de Dios Trino, y es Dios Hijo que, al encarnarse, se convierte en el Hombre-Dios. El ángel confirma la noticia más hermosa que pueda la humanidad escuchar: Dios Hijo se encarna, viene a este mundo desde el seno del Padre al seno de la Virgen Madre, no solo para rescatar a la humanidad que vive en las tinieblas del pecado, sino para divinizar a la humanidad, para inundarla de la luz y de la vida de Dios Trinidad, para convertir a cada alma humana en una imagen suya, en Dios mismo.
Recibiendo al Amor de Dios, el Espíritu Santo, María se convierte en el Primer Cáliz, que aloja en su seno al Verbo de Dios encarnado. María se convierte en el Primer Cáliz, en la Primera Custodia, en el Primer Sagrario, al alojar en su seno virginal el cuerpo y la sangre, el alma y la divinidad del Verbo de Dios hecho hombre. El Hijo de Dios, enviado por el Padre, llevado por el Espíritu Santo, convierte a su Madre en el Primer Cáliz[1]. Y en este Cáliz que es María se aloja el vino de la Nueva Alianza, que es la sangre de  su Hijo Jesús. Y sobre este cáliz, agrega María dos gotas de agua, su humanidad de Madre, que alimenta y da de su vida de Madre virgen al que es la Vida eterna en Persona. Se convierte en el Primer Cáliz, pero se convierte también en la Primera Belén, que significa Casa de pan, en hebreo, porque aloja el cuerpo de su Hijo, quien luego vendrá al mundo como Pan de Vida eterna.
Se convierte también en el Primer Altar, porque en su seno crece el Niño que, naciendo milagrosamente en Belén, abrirá sus brazos para recibir a los pastores y a los Reyes Magos, como anticipo de la cruz, en donde también abrirá sus brazos para que sus manos sean perforadas por los clavos, para que sus brazos queden abiertos en un abrazo eterno para toda la humanidad. “Lo que ha sido engendrado en Ella viene del Espíritu Santo”. Las mismas palabras del ángel, referidas a María, se aplican a la Iglesia, porque es el Espíritu Santo quien engendra en el seno de la Iglesia, el altar, al Hijo de Dios, así como lo engendró en el seno de María.
Engendrado por el Amor del Padre, inhabitado por el Amor del Padre, Jesús nace en Belén para comunicar el Amor del Padre; prolonga su nacimiento en la Iglesia, en el altar, para ingresar en las almas y comunicar el Amor del Padre. Y cuando regrese, al fin de los tiempos, el Niño nacido en Belén y convertido en el Cordero de Dios, buscará en las almas la Presencia del mismo Espíritu que lo trajo, el Amor del Padre.



[1] Cfr. Mi vida en Nazareth, María Mensajera Argentina, Buenos Aires 1988, 4.

“Lo engendrado en Ella viene del Espíritu Santo”


El ángel anuncia a José en sueños

“Lo engendrado en Ella viene del Espíritu Santo” (cfr. Mt 1, 16.18-21.24a). El ángel revela a José el origen de la concepción de María. Las palabras del ángel encierran un misterio insondable: lo engendrado en María proviene del Espíritu Santo, es decir, no se trata de modo alguno de una concepción humana.
Pero no bastan ni la afirmación directa: “Lo engendrado en Ella viene del Espíritu Santo” ni la negación indirecta: “No es una concepción humana” para abarcar, comprender, o aprehender el misterio que las palabras del ángel encierran.
El ángel le dice a José que lo que ha sido engendrado en María viene del Espíritu Santo, con lo cual descarta de plano cualquier concepción de origen humano. Pero el misterio es demasiado grande para ser encerrado en las palabras del anuncio del ángel.
¿Cuál es el alcance de las palabras del ángel? El ángel revela a José algo inconcebible para la mente humana o angélica: el Hijo eterno del Padre, el Verbo pronunciado eternamente por el Padre, se encarna, asume un cuerpo humano, en el seno virgen de María. El Verbo eterno, que procede eternamente del Padre,  se encarna en un cuerpo humano, asumiéndolo en su Persona divina, tomándolo como propiedad suya, para ser ofrendado  en sacrificio como el Cordero de Dios, como el Pan de Vida eterna.
Dios, que es Trino en Personas, convierte el seno virgen de María en Templo y Morada del Verbo Encarnado, del Hijo de Dios humanado sin dejar de ser Dios, que entra en el tiempo, procediendo eternamente del Padre, para cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual no sólo quitará los pecados del mundo, sino que donará el Espíritu Santo a la humanidad.
El seno virgen de María se convierte, por el poder del Espíritu Santo, por el querer del Padre y por la amorosa obediencia del Hijo, en el Sagrario y Tabernáculo que custodia a la Palabra eterna del Padre, hecha carne. Es el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo, quien ha obrado este prodigio admirable de la Encarnación del Verbo.
Lo engendrado en Ella viene del Espíritu Santo, viene del Amor de Dios Trino, es obra del Amor divino, no del amor humano esponsal –por el contrario, el amor esponsal es santo porque es imagen y símbolo del amor esponsal de Cristo Esposo por su Iglesia Esposa-, y el misterio no va en desmedro del amor esponsal, sino que es inevitable su comparación para caer en la cuenta de la inmensidad del amor divino puesto en esta obra de la Encarnación del Verbo.
“Lo engendrado en Ella viene del Espíritu Santo”, quiere decir entonces, lo engendrado en Ella viene del Amor purísimo de Dios, no del amor humano, y viene del Amor de Dios para donar a los hombres el Amor divino.
         Lo engendrado en María, que viene del Espíritu Santo, es el cuerpo del Hombre-Dios, Pan de Vida eterna. Si las palabras del ángel encierran un misterio insondable e incomprensible, no se agotan en la concepción virginal de María, ya que lo sucedido en María es figura de lo que sucede en la Iglesia.
Así como en María, por el poder del Espíritu Santo, fue engendrado el cuerpo humano del Verbo del Padre para que este se encarnase y se donase al mundo como Pan de Vida eterna, así, por el poder del Espíritu Santo, comunicado por el sacerdocio ministerial, se engendra, en el seno virgen de la Iglesia, el cuerpo resucitado de Jesús Eucaristía, Pan de Vida eterna.
         Lo engendrado en María viene del Espíritu Santo; lo engendrado en la Iglesia, el cuerpo de Jesús Eucaristía, Dios eterno encarnado, viene del Espíritu Santo.

         Las palabras humanas no alcanzan para ni siquiera vislumbrar mínimamente la inmensidad del misterio que encierran las palabras del ángel.

martes, 16 de diciembre de 2014

La maternidad divina de María es el fundamento del nacimiento de Cristo en la Iglesia a través del sacerdocio ministerial



Existe una correspondencia entre el misterio del sacerdocio católico y el misterio de la Madre de Dios, y a tal punto que ambos misterios se iluminan mutuamente, enlazándose uno con el otro en manera tal de formar un todo armonioso y luminoso con la única luz de Cristo, con la Luz que es Cristo. Sin esta correspondencia y sin esta mutua iluminación, ambos misterios quedarían ocultos en su realidad última, separados entre sí y por lo tanto incomprensibles.
Sin embargo, de los dos misterios, es tal vez la maternidad virginal de María el misterio a través del cual se puede intentar dilucidar y establecer cuál sea la correspondencia entre ambos: es la admirable maternidad divina de María la que actúa como modelo, figura y fundamento del misterio del sacerdote ministerial; la maternidad divina de María es el modelo, la figura y el fundamento para la concepción y el nacimiento espiritual de Cristo en la Iglesia mediante el sacerdocio ministerial.
Entonces, contemplando la misteriosa maternidad divina de María, se puede ver el sacerdocio ministerial como una copia y una prolongación de la maternidad mariana: el sacerdote concibe a Cristo en el seno de la Iglesia, como María lo concibió en su seno. En otras palabras, de la misma manera a como María concibió en su seno al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, haciendo descender este Hijo desde el Cielo con su “sí”, depositándolo en su seno y donándole una forma visible al Dios Invisible, de la misma manera, como hace María, el sacerdote ministerial, por virtud del mismo Espíritu Santo, concibe al Hijo de Dios hecho Hombre, lo hace descender del cielo hasta la Eucaristía para depositarlo en el seno de la Iglesia bajo las especies eucarísticas, forma sacramental visible del Dios Invisible.
Es decir, a través del sacerdocio ministerial, copia y prolongación de la maternidad divina de la Virgen, Cristo nace espiritualmente en el seno de la Iglesia y en el corazón de los fieles, porque el sacerdocio ministerial realiza y prolonga en el tiempo de la Iglesia lo realizado por la Madre de Dios en la Encarnación.
         Por eso mediante el sacerdocio nace Cristo, continúa naciendo, por decirlo así, del seno de María, y este nacimiento de Cristo a partir del sacerdote en el seno de la Iglesia, se prolonga en la Iglesia a través de la función sacerdotal ministerial en tres maneras.
Por un lado, el sacerdote prolonga la maternidad divina de María haciendo nacer a Cristo en la Eucaristía, lo concibe por medio de la acción y el poder del Espíritu Santo, como María lo concibió, por el poder del Espíritu Santo, y lo hizo nacer en su seno.
Por otro lado, la maternidad de María se prolonga mediante el sacerdocio ministerial además en otra manera: el sacerdote hace nacer a Cristo en el corazón de los creyentes, mediante los sacramentos y la prédica de la Palabra de Dios y por la virtud del Espíritu Santo, de la misma manera a cómo María nos habla, con la fuerza y la convicción del Espíritu Santo, de su Hijo, haciéndolo nacer en nuestros corazones.
         La tercera forma de participación del misterio de la maternidad virginal es a través de la concepción y generación de Cristo en el corazón de los fieles: así como María concibió en su seno y dió a luz a la Cabeza y al Cuerpo de Cristo, así el sacerdote ministerial concibe en el seno de la Iglesia y da a luz tanto a la Cabeza, que es Cristo, y el Cuerpo de Cristo.
         Al igual que María, el sacerdote da a luz no sólo la Cabeza –Cristo Eucaristía, en el momento de la consagración, haciéndolo descender desde el cielo por la potencia del Espíritu Santo- sino que también concibe y da a luz al Cuerpo de Cristo, porque hace nacer a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, por la predicación y por el bautismo.

Finalmente, en una admirable correspondencia entre ambos misterios, la introducción del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía tiene el fin de unir la Cabeza con su Cuerpo Místico, es decir, los fieles, los cuales a su vez se unen a Él a través de la Eucaristía, del mismo modo como María introdujo el Cuerpo de su Hijo en el mundo para que los hombres se unieran a su Hijo, la Cabeza.

“Ven, Espíritu Santo, desciende sobre tu Iglesia, cúbrenos con tu sombra, tráenos el don de tu amor, el Hijo del Padre, Jesús Eucaristía, el Hombre-Dios”


“El Espíritu Santo descenderá sobre Ti” (cfr. Lc 1, 26-38). María ya había recibido al Espíritu Santo en su propia concepción, por eso es que había nacido no solo sin pecado original, sino con la plenitud de la gracia, por la inhabitación de la Gracia Increada, el Espíritu de Dios. Es decir, el Espíritu Santo, sin que medie anuncio alguno, había descendido ya sobre María Santísima, para convertirla en su morada.
Pero ahora el ángel le anuncia algo distinto: el Espíritu Santo, que inhabita en Ella, descenderá sobre Ella y en este descenso habrá un misterio insondable, que la convertirá en la morada del Hijo del Padre. El Espíritu Santo, que inhabita en Ella, descenderá sobre Ella y le traerá algo, un don de Dios Padre, y es nada menos que un Hijo, pero no un hijo de hombre, no un hijo humano, sino el Hijo que es el Hijo Unigénito y eterno del Padre eterno.
“El Espíritu Santo descenderá sobre Ti”. El descenso del Espíritu Santo sobre María Santísima lleva a su misterioso cumplimiento el designio divino sobre Ella: ser la depositaria de la Palabra eterna encarnada. El descenso del Espíritu Santo eleva a María a morada del Altísimo, a Tabernáculo del Verbo del Padre, que habita en una luz inaccesible.
El descenso del Espíritu Santo sobre María, que la convierte en Templo del Cordero, la vuelve, aunque se encuentre en la tierra, en Palestina, en imagen de la Jerusalén celestial, la Jerusalén del cielo, en donde reina el Cordero Pascual.
María inhabitada por el Espíritu y Templo del Hijo del Padre, es imagen de la Iglesia triunfante, en donde el Cordero, sacrificado por el Padre para donar el Amor divino, habita en esta Iglesia así como habitó en el seno virgen de su Madre, María.
Al igual que sucede con María en la tierra de Palestina, que desciende sobre Ella trayéndole el don del Hijo de sus entrañas, que es el Hijo del eterno Padre, revestido de Hombre, y la eleva de esta manera, estando todavía en la tierra, al seno mismo de Dios Trino, así sucede con la Iglesia peregrina en la tierra: el Espíritu Santo desciende sobre la Iglesia, en la consagración, la cubre con su sombra, y le trae el Hijo de sus entrañas, el Hombre-Dios, que procede eternamente del Padre, revestido de pan, y la eleva a una altura más alta que los cielos más altos, el seno mismo de Dios Trino.
El Espíritu Santo desciende sobre María y la cubre con su sombra, y desciende también sobre la Iglesia, de quien María es figura, cubriéndola también con su sombra.

Como hijos de la Iglesia, elevamos, desde este valle de dolor y lágrimas, con el corazón contrito y oprimido por el dolor: “Ven, Espíritu Santo, desciende sobre tu Iglesia, cúbrenos con tu sombra, tráenos el don de tu amor, el Hijo del Padre, Jesús Eucaristía, el Hombre-Dios”.

La Encarnación del Verbo es el centro de una nueva realidad sobrenatural para la humanidad y para la Iglesia


“Concebirás y darás a luz un hijo” (cfr. Lc 1, 26-38). El anuncio del ángel a María, en la sencillez y parquedad de las palabras, encierra un misterio tan insondable y tan inmensamente grande, que cambia la historia de la humanidad para siempre. No sólo confirma a María como a la Madre de Dios, sino que anuncia un cambio radical para toda la especie humana de todos los tiempos.
         No sólo María se convierte en Madre de Dios; no sólo Dios Hijo se encarna en su seno virginal llevado por el Espíritu Santo a pedido del Padre, sino que toda la realidad humana queda centrada en la Trinidad[1].
Por la Encarnación del Logos del Padre se produce un hecho impensable para la humanidad, mucho más grande que si el cielo, con todo su esplendor, bajase a la tierra y convirtiera a la tierra en un Paraíso o en el cielo mismo. Por la Encarnación, Dios Hijo desciende a este mundo, pero para conducir al mundo al seno de Dios Trino, en la unión espiritual y en el Amor de la Trinidad.
Por la Encarnación, toda la especie humana ingresa en un nuevo orden de cosas, en un nuevo estado, se orienta hacia un nuevo fin, un nuevo destino; un destino y un fin completamente trascendentes e impensados para la criatura humana, y es el destino y el fin de la amistad con las Personas de la Trinidad, el destino y el fin de la comunión interpersonal con Dios Trino, con las Tres Divinas Personas de la augusta Trinidad.
El descenso de Dios Hijo al seno virgen de María y la unión personal con la humanidad, tiene como fin último el ascenso de la humanidad al seno de la Trinidad: la humanización del Verbo se prolonga con la divinización de la humanidad, en primer lugar, la unida a Él hipostáticamente, y luego la divinización de la humanidad que se une a Él por la gracia.
El misterio central de la Encarnación es la unión hipostática, personal, de la Persona del Hijo con la humanidad[2], pero para que la humanidad se una a la Persona del Hijo y, por el Hijo, en el Espíritu, al Padre.
Por lo mismo, la Encarnación se convierte en el centro de una nueva realidad para la especie humana y para la Iglesia. Para la especie humana, porque los hombres se vuelven hijos adoptivos de Dios; para la Iglesia, porque es el lugar en donde nacen estos hijos adoptivos, y porque es el lugar en donde la encarnación del Hijo se prolonga.
“Concebirás y darás a luz un hijo”. Porque Dios Hijo se ha unido a la humanidad para que la humanidad se una a Dios Padre por el Espíritu, las palabras del ángel a María se repiten y se cumplen por lo tanto en la Iglesia, porque es ahí en donde la humanidad nace a la vida de Dios: la Iglesia, como Virgen fecundada por el Espíritu Santo, engendra hijos adoptivos de Dios por la gracia del bautismo; hijos que viven con la vida divina del Hijo Unigénito y que por lo tanto son hijos de Dios Padre en el Espíritu.
“Concebirás y darás a luz un hijo”. También se aplican las palabras del ángel a la Iglesia, que concibe en su seno, el altar, al Hijo de Dios, por el poder del Espíritu, en la liturgia eucarística.
Así como el Espíritu hizo concebir a María Virgen en su seno al Hijo del Padre, así el mismo Espíritu, por la liturgia eucarística, concibe, en el seno de la Iglesia, al Hijo eterno del Padre, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 195.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 343.