La Inmaculada Concepción de María es modelo de pureza, de
santidad, de caridad y de toda virtud, para ser imitado por el fiel cristiano,
tal como lo afirma San Lorenzo Justiniano: “Imítala tú, alma fiel (a María
Virgen)” [1]. Es
necesario, dice nuestro santo, imitar a María en su sabiduría, en su caridad, en
su humildad, en su meditación y contemplación de la Palabra de Dios: “María iba
reflexionando sobre todas las cosas que había conocido leyendo, escuchando,
mirando, y de este modo su fe iba en aumento constante, sus méritos crecían, su
sabiduría se hacía más clara y su caridad era cada vez más ardiente. Su
conocimiento y penetración, siempre renovados, de los misterios celestiales la
llenaban de alegría, la hacían gozar de la fecundidad del Espíritu, la atraían
hacia Dios y la hacían perseverar en su propia humildad. Porque en esto
consisten los progresos de la gracia divina, en elevar desde lo más humilde
hasta lo más excelso y en ir transformando de resplandor en resplandor.
Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por el magisterio del Espíritu
que habitaba en ella, se sometía siempre y en todo a las exigencias de la
Palabra de Dios”[2].
Quien esto hace, es decir, imitar a la Virgen, alcanza con suma facilidad y
prontitud altas cumbres de santidad, imposible de hacerlo de otro modo. La Inmaculada
Concepción, plena de virtudes y todas ellas en altísimo grado de perfección, es
modelo de la más alta santidad para todos los cristianos, y ésa es la razón por
la cual no sólo debemos meditar en su pureza inmaculada, sino que, por medio de
la gracia santificante, la oración, la ascesis, la meditación de la Palabra de
Dios y el sacrificio espiritual, debemos siempre y en todo momento buscar la
imitación de María Inmaculada, tal como nos animan a hacerlo los santos.
Ahora
bien, la Inmaculada Concepción, esto es, su pureza inmaculada, además de ser
modelo de la pureza de cuerpo y alma para el fiel y el modelo de santidad para
su vida cristiana, es además modelo de la pureza de la fe de la Iglesia, porque
así como María Inmaculada no solo no está contaminada ni siquiera por la más ligerísima
mancha de pecado, sino que en Ella resplandece la santidad al ser inhabitada
por el Espíritu Santo, así también la fe de la Iglesia, no solo no está
contaminada con la más mínima mancha impura de la herejía, del error y la
ignorancia acerca de Dios Trino y del Hijo de Dios Encarnado, sino que su
conocimiento y amor de los misterios sobrenaturales absolutos revelados por el
Hijo de Dios, y su celo por la custodia por el Magisterio de la Verdad revelada,
brillan en la Iglesia Santa por encima de cualquier iglesia y por encima de todas
las naciones, porque la Iglesia, Esposa mística del Cordero de Dios, al igual
que la Virgen Santísima, está iluminada con la esplendorosa luz del Espíritu
Santo, que es su Alma, Guía y Maestro.