domingo, 26 de agosto de 2018

Por la Verdadera Devoción se derraman abundantes e inefables gracias



         El Manual del Legionario afirma que la prueba de que la Verdadera Devoción viene del Cielo, son las abundantes gracias que reciben quienes viven esta Devoción no de manera superficial, sino con profundidad sobrenatural[1].
         Citando a San Luis María Grignon de Montfort, el Manual afirma que las promesas vinculadas a la Devoción se cumplen indefectiblemente si es que la Devoción es vivida con espíritu sobrenatural.
         Quienes dan testimonio de esto son aquellos para quienes la Devoción no es algo superficial, sino que la practican con el espíritu filial de los hijos de Dios. En estos últimos no se dan engaños de la imaginación o del sentimiento, sino que en sus espíritus la gracia se hace sentir con la firmeza, la dulzura y la iluminación interior que solo Dios puede proporcionar.
         La Verdadera Devoción, dice el Manual, “profundiza la vida interior, sellándola con el distintivo de generosa entrega y pureza de intención”. Es decir, quien vive la Devoción con espíritu sobrenatural y filial, experimenta un crecimiento de su vida interior de tal magnitud, que el alma percibe que quien la guía es el Espíritu Santo y no el propio “yo”. El alma posee “la dulce certeza de que ha encontrado el camino seguro en esta vida”[2]. Por supuesto que tal alma, imbuida de la humildad de Jesús y María, no se enorgullece por estos dones, puesto que sabe que no son suyos y tampoco los anda proclamando a viva voz para que todos se enteren de los progresos de su vida espiritual; antes bien, un alma que así avanza en la vida espiritual, mantiene en reserva y en secreto, conocido solo por Dios, acerca de tales avances. Quien vive la Verdadera Devoción con espíritu de hijos de la Madre del cielo, mira esta vida sobrenaturalmente –es decir, considera la vida terrena como lo que es, un simple pasaje a la vida eterna y un período de prueba y de lucha para conseguir el Reino de los cielos-; posee un fervor y una piedad que sobrepasan sus capacidades naturales, puesto que se ve inflamada por un amor celestial hacia Dios Trino y todo lo que a Él se refiere; su fe es firme, profunda, arraigada y no vacila ante las tribulaciones y pruebas de la vida, antes bien, se afianza cada vez más; hace que el alma sea confiable y se pueda contar con ella para las más diversas empresas, porque la fortaleza y la luz que posee no son de ella, sino del Espíritu Santo. Pero no solo posee fortaleza y firmeza, sino que también experimenta un crecimiento en la caridad, esto es, el amor sobrenatural, de modo que quien trata con estas almas, parece que trataran con el mismo Cristo o con la misma Virgen, tal es el grado de amor que prodigan a sus prójimos. Otras virtudes adornan a estas almas: la ternura, la sabiduría y, ante todo, la humildad[3], que la hace considerarse indigna de tantas mercedes y la hace consciente que no provienen de sí misma, sino de Dios. Estas son las gracias extraordinarias de las que hace referencia el Manual, cuando dice que quienes practican la Verdadera Devoción con espíritu filial, experimentan una abundancia de gracias inefables.
         Quien se entrega voluntariamente como esclavo de amor a Jesús por medio de María, se despoja de sí mismo y así recibe el ciento por uno[4], puesto que su “yo”, afectado por la concupiscencia, fruto del pecado original, se ve derrotado y en su lugar se coloca Cristo, de manera que en dicha alma se cumplen las palabras de la Escritura: “No soy yo, sino Cristo, quien vive en mí”. Y así, glorifica a Dios y al mismo tiempo, sale vencedor en su lucha contra los enemigos del alma, tal como lo dice el Cardenal Newman, citado por el Manual: “Cuando servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos, entonces somos vencedores”.



[1] Cfr. Manual del Legionario, VI, 5.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Santa María Virgen, Reina



"La Coronación de la Virgen"
(Nicolás Rodríguez Juárez)

         La razón de la majestad de María Santísima, por la cual Ella es Reina de cielos y tierra, es la participación, por la gracia, a la majestad divina, participación por la cual la Virgen es convertida en Madre de Dios[1]. Es decir, su maternidad divina, maternidad por la cual la Virgen participa de la majestad de la naturaleza divina, es la razón por la cual la Virgen es Reina. Dios es majestuoso por naturaleza; Dios es Rey por naturaleza y la Virgen, al participar por la gracia –Ella es la Llena de gracia- de la naturaleza majestuosa de Dios, para ser la Madre de Dios, es Reina Ella también. Así como la asunción en la persona divina del Logos dada a la naturaleza humana de Cristo a través de la gracia es la más alta distinción que pueda ser dada a una naturaleza creada –distinción por la cual participa de la majestad divina-, así en la Virgen, el hecho de ser Ella la Madre de Dios, es la más alta distinción con la cual una persona creada puede recibir, distinción por la cual la Virgen participa de la majestad de la naturaleza divina[2].
         De esta manera la Madre de Dios es, junto al Verbo Encarnado, la obra más sublime de Dios, obra por la cual las naturalezas humanas de ambos participan, en grado infinito, de la majestad de la naturaleza divina. Ésa es la razón por la cual Jesucristo es Rey por naturaleza –su naturaleza humana está unida a la persona divina del Hijo de Dios, cuya naturaleza es divina, que es majestuosa- y la Virgen es Reina por participación –su naturaleza humana participa de la majestuosidad de la naturaleza divina desde su Inmaculada Concepción, por estar Ella destinada a ser la Madre de Dios-. Por su condición de Llena de gracia, la Virgen sobrepasa infinitamente a cualquier creatura en dignidad, majestad y nobleza, de ahí su condición de Reina inigualable[3].
         Y de la misma manera a como Jesucristo, por ser Dios, es Rey de todo lo creado, es decir, es Rey de cielos y tierra, así, de la misma manera, la Virgen es Reina de todo lo creado, es Reina de cielos y tierra, de ángeles y hombres y, por supuesto, es Reina de la Iglesia. La condición de la Virgen de ser “Reina” no es por lo tanto en un sentido meramente declarativo o algo añadido a Ella exteriormente, como sí lo es en el caso de los reyes de la tierra, en quienes el título de nobleza en grado supremo que los convierte en reyes es algo añadido a su naturaleza: la Virgen es Reina porque, desde su Inmaculada Concepción, es la Llena de gracia, es decir, es hecha partícipe de modo infinito, por la gracia, de la majestad divina de Dios Uno y Trino.
         Entonces, al igual que su Hijo y por esta participación en la majestad de la divina naturaleza desde su Inmaculada Concepción, la Virgen es Reina y lo es de tal manera, que no puede concebirse, ni antes ni después de Ella, una creatura que participe de tal grado infinito de la naturaleza humana.
         Ahora bien, el hecho de que la Virgen sea Reina, hace que Ella participe, del modo más íntimo y místico posible, de la vida y de los misterios de su Hijo. Es decir, la Reina Madre participa de un modo que no es meramente moral, extrínseco, sino sobrenatural, místico e intrínseco, de la vida de su Hijo Jesucristo, particularmente de su misterio pascual de Muerte y Resurrección. Esto significa que si su Hijo, aquí en la tierra, recibió por parte de los hombres, no una corona de oro, plata y diamantes, como mínimamente lo merecía por su condición de Hombre-Dios, sino una dolorosa corona de agudas, filosas y desgarradoras espinas, siendo su trono, dado también por los hombres, una cruz de madera y siendo su cetro tres gruesos clavos de hierro, también la Madre de Dios, como Reina y como partícipe mística y sobrenatural de la Pasión de su Hijo, recibió, no en su cuerpo pero sí en su espíritu, el dolor de la corona de espinas, el honor de la cruz y el poder de los tres clavos de hierro. Esto porque, como dijimos, la Virgen participó de la vida y de los misterios de su Hijo, que aquí en la tierra fue proclamado Rey, sí, pero con una corona de espinas, con un cetro formado por tres clavos y con un trono real compuesto por los maderos vertical y horizontal de la cruz.
         Ahora en el cielo y por toda la eternidad, continúa participando de majestad divina y recibe la veneración de los espíritus bienaventurados que se postran en adoración ante su Hijo, el Cordero de Dios.
         Nosotros, pobres pecadores, estamos llamados a ser también reyes en el Reino por la participación, en la tierra, a la gracia divina que nos dan los sacramentos y en el cielo, por la unión en la gloria a la Trinidad. Pero no alcanzaremos esta reyecía celestial si antes no participamos, aquí en la tierra, como la Virgen, de manera mística y sobrenatural, del misterio pascual de Jesús. En otras palabras, no recibiremos la corona de gloria, que nos convierte en reyes en la otra vida, si no pedimos llevar aquí, en la tierra, de modo sobrenatural, la corona de espinas de Jesús, su trono real que es la Santa Cruz y su cetro que son sus clavos. Si queremos ser coronados de gloria al morir, debemos pedir, con insistencia, ser coronados de espinas en esta vida terrena. Solo así, en el cielo, participaremos de la reyecía de los Reyes Católicos, la Virgen y Jesús.
        


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Mariology, Biblioteca Herder, Cap. XI, 219.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Asunción de María Santísima



         Según la Tradición, la Virgen María no murió sino que, una vez llegado el término de su vida terrestre, se durmió –por eso esa fiesta se llama también “De la Dormición de la Virgen”- y, al despertar, se despertó en el cielo, rodeada de ángeles que la acompañaban hasta la Presencia de su Hijo Jesús, quien con los brazos abiertos y con todo el amor de su Sagrado Corazón, la recibió en su Reino. Es decir, según la Tradición, la Virgen no murió, por lo que su cuerpo inmaculado no sufrió ni la rigidez cadavérica, ni tampoco siquiera la más ligera corrupción, tal como sucede con todos los cadáveres. La Virgen no experimentó la muerte, porque a través de Ella vino Aquel que es la Vida Increada y Causa de toda vida creada. La Virgen no experimentó la muerte, porque a través de Ella vino Aquel que venció a la muerte para siempre con su muerte en cruz, dando muerte a la muerte y concediéndonos a cambio su Vida eterna. La Virgen no experimentó la muerte, porque no podía morir Aquella que había alojado en su seno al Dios Victorioso e Invencible, que con su muerte en cruz dio muerte al autor de la muerte, el Demonio, y al Pecado, consecuencia del alejamiento de Dios de parte del hombre.
         Pero la Virgen no solo no experimentó la muerte, sino que recibió la vida eterna, gloriosa, de Jesús resucitado: Ella ya poseía esa vida aun en la tierra, porque su alma Purísima, exenta del pecado, estaba inhabitada por el Espíritu Santo, que la colmaba en todo momento con su gracia. Pero ahora, en el momento de su Dormición, toda la gracia que colmaba su alma se derramó sobre su cuerpo inmaculado, de manera que ahora toda Ella, en cuerpo y alma, estaba cubierta de la gloria de Dios, siendo Asunta en cuerpo y alma glorificados. Es decir, la Virgen no solo no murió, sino que fue colmada, en su alma y en su cuerpo, con la gloria de Dios, y así fue Asunta a los cielos.
         Ahora bien, la Asunción de la Virgen a los cielos es una señal de esperanza para nosotros, sus hijos, que vivimos en el tiempo, sujetos al pecado y a su ley, la muerte, porque así como la Virgen es nuestra Madre y fue Asunta a los cielos, así nosotros, que somos sus hijos pecadores, esperamos algún día ser asuntos al cielo en cuerpo y alma, como Ella. Para eso, debemos implorar constantemente por su intercesión, pidiéndole que no permita que nuestras almas se vean despojadas de la gracia, la misma gracia que, en la otra vida y en el Reino de los cielos, es la gloria divina que envuelve cuerpo y alma. Vivamos en esta vida unidos de tal manera a Nuestra Madre del cielo para que, algún día, también nosotros vivamos para siempre, en el Reino de los cielos, con el  cuerpo y el alma glorificados.