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miércoles, 25 de marzo de 2020

La Anunciación del Señor


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          Mientras la Virgen se encuentra orando, haciendo una pausa en las labores hogareñas, recibe la visita del Arcángel Gabriel, quien le hace el Anuncio más grande y maravilloso que jamás nadie podría recibir, y es que el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, la Palabra Eterna del Padre, que inhabita en el seno eterno del Padre desde todos los siglos, habrá de encarnarse en el seno virginal de María Santísima, si Ella consiente a los planes salvíficos de Dios Padre. La Virgen, que es toda humildad, gracia y pureza y que no desea otra cosa que cumplir la voluntad de Dios, dice “Sí” a la Encarnación del Verbo y en ese momento, se produce el hecho más admirable de la humanidad y más grandioso que la creación de miles de universos juntos, y es que el Verbo de Dios, que habitaba con el Padre desde siempre, comenzará a inhabitar en ese cielo en la tierra que es el seno virginal de María Santísima. Que el que se encarna, sin obra de hombre alguno, es Dios Hijo, lo dice el mismo Evangelio, cuando el Ángel le dice: “La sombra del Altísimo te cubrirá (…) y el Hijo que será engendrado en ti será llamado “Hijo del Altísimo”. Es decir, no cabe duda que no solo no hay intervención de hombre alguno –por esta razón San José es solo su padre adoptivo terreno-, sino que el que se encarna en el seno virginal de María es el Hijo del Eterno Padre, Dios consubstancial al Padre, merecedor, con el Espíritu Santo, de la misma adoración y gloria. Es por esta misma razón que el sacrificio en Cruz de Aquel que se encarna en la Virgen María no es la crucifixión de un hombre cualquiera, sino la del Hombre-Dios y es por eso que su sacrificio en Cruz tiene valor infinito, valor que alcanza de modo más que suficiente para salvar a todos los hombres de todos los tiempos.
          La Anunciación del Ángel constituye la esencia del mensaje del cristianismo, porque quien se encarna, como lo dijimos, no es un hombre más entre tantos, sino que es el mismo Hijo de Dios que, hecho Hombre, ofrecerá el sacrificio perfecto en la Cruz para la salvación de toda la humanidad. Pero no sólo eso: la Iglesia nos enseña que quien se encarnó en el seno virginal de María Santísima por obra del Espíritu Santo, para entregarse como Pan de Vida eterna en el Santo Sacrificio de la Cruz, es el mismo que, también por obra del Espíritu Santo, prolonga su encarnación, en el misterio de la liturgia eucarística, en el seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico, para entregársenos a nuestras almas como Pan Vivo bajado del cielo, que comunica de la vida eterna a quien se une con Él por la Comunión Eucarística. De esta manera, la Anunciación del Ángel a la Virgen, de la Encarnación del Verbo, se complementa con la Anunciación que la Iglesia hace de la prolongación de la encarnación de este mismo Verbo, en el seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico, para donársenos como Eucaristía, como Pan de Vida eterna.

miércoles, 6 de enero de 2016

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios



(Ciclo C - TN – 2015)


         ¿Por qué la Iglesia pone, en el primer día del Año Nuevo, la Solemnidad de "Santa María Madre de Dios"? Para poder responder a esta pregunta y comprender un poco más la razón del porqué, tenemos que considerar que, como Virgen y Madre de Dios, María Santísima lleva en sí misma, por la Encarnación obrada por el Espíritu Santo, a Dios Hijo, el cual, en cuanto Dios, es “su misma eternidad”, además de ser el Creador del tiempo, por cuanto es el Creador del ser participado de las creaturas que viven en el tiempo. Entonces, la Iglesia coloca, al inicio del Año Nuevo civil, una de las solemnidades más importantes, la de “María, la Madre de Dios”, para que dirijamos nuestra mirada interior hacia María Santísima y, contemplando los misterios inefables de su maternidad divina por los cuales lleva consigo al Verbo Eterno de Dios, consagremos a su Inmaculado Corazón el año que inicia. Esto quiere decir que el fruto del seno virginal de María porta en sus manos tanto el destino de toda la humanidad, como la de cada uno en particular, puesto que es Dios eterno. En sus manos, las manos del Niño Dios llevado por María y dado a luz milagrosamente en Belén; en las manos ensangrentadas y perforadas por los clavos en la cruz, están nuestro ser, nuestra vida, nuestra eternidad porque Él es el destino final y eterno al cual estamos llamados. Por lo tanto, al elevar nuestro pensamiento a la Madre de Dios, lo estamos haciendo al mismo tiempo al Verbo de Dios custodiado por la Virgen en su seno materno y al hacerlo, elevamos hacia ambos nuestro pensamiento y nuestro corazón para suplicarles que se apiaden de nosotros y del mundo entero, de nuestra fragilidad y de nuestra pequeñez. Y en la Solemnidad, en la que recordamos y veneramos su condición ilustrísima de ser la Madre de Dios, le pedimos a la Virgen que bendiga el tiempo nuevo que iniciamos, para que los días que nos queden en la tierra, los vivamos encendidos en el Divino Amor; a Jesús le pedimos que, siendo Él el Dios eterno al cual estamos llamados, dirija nuestros pasos hacia el encuentro con Él, que es la Feliz Eternidad.

jueves, 18 de diciembre de 2014

María, ideal y fundamento de nuestra fe en Cristo Eucaristía



Por haber sido la Única entre las creaturas humanas en recibir en su seno virginal a la Palabra de Dios Encarnada, por haber acogido en su interior y haber revestido de su carne al Verbo de Dios, por haber abierto su corazón y su alma y haberlos transformado en sede y tabernáculo para el Unigénito del Padre, para que este tomase forma humana de su forma humana, María es el ideal más hermoso y elevado y a la vez el fundamento de nuestra fe en la Encarnación y en Cristo Eucaristía, prolongación y continuación de la Encarnación.
María es el ideal más precioso y elevado tanto de la alianza de la naturaleza humana con la gracia divina, como de la razón con la fe[1]. Por eso se puede hacer una comparación entre la recepción de la Palabra Encarnada en el seno de María y la recepción de la divina Revelación y la fe en la Eucaristía, en la razón humana.
María, esposada con el Espíritu Santo, concibió por obra de este Espíritu Santo a la Persona del Verbo Eterno y dio al Verbo de su misma substancia para formar el cuerpo y la carne del Verbo para que fuera el “Verbo Encarnado” y fuese presentado al mundo en manera visible; del mismo modo, la razón humana, esposada en la fe con el Espíritu Santo, recibe en su seno a la sabiduría divina contenida en la Palabra de Dios y comunicada por el Espíritu Santo, la reviste con sus palabras humanas y la expresa con sus representaciones humanas[2].
Sin embargo, en nuestra consideración de tomar a María como modelo de nuestra fe debido a que nuestra razón recibe, como María, a la Sabiduría divina, y la expresa –como María- con un revestimiento humano –las palabras-, podríamos ser tentados a pensar que nuestra fe en Dios, pensada y expresada en términos humanos, agote la realidad creída, es decir, exprese en su totalidad el ser divino en quien se cree. No sucede así, debido a la grandeza y a la insondabilidad del ser divino. Del mismo modo a como María dio a luz al Verbo Encarnado, es decir, al Unigénito de Dios revestido con forma humana y por lo tanto no era un simple hombre y todo aquel que lo contemplaba no contemplaba un simple hombre sino el misterio del Hombre-Dios, un hombre que, aunque se expresaba en modo humano tenía en sí una naturaleza distinta a la humana porque subsistía en una persona no humana sino divina, la Persona del Verbo del Padre, así nuestros pensamientos y nuestras palabras humanas, al pensar y expresar la sabiduría divina con términos humanos, no agotan ni expresan toda la realidad del ser divino al cual pretenden expresar.
Aún recibiendo la razón humana esta Sabiduría divina y expresándola con su máxima capacidad de expresión, aún iluminada por el Espíritu Santo, no puede la razón humana reflejar el misterio de la Verdad divina con la misma grandeza y majestad que le pertenecen a esta Verdad. Sólo en la luz de la gloria podrá la razón humana, ya sin el obstáculo de las limitaciones terrenas, informada por la naturaleza divina, podrá expresar toda la grandeza del misterio divino –en realidad, ni siquiera allí podrá hacer esto la razón humana, porque el misterio del ser divino permanece y permancerá oculto para siempre aún a las mentes angélicas, pero al menos lo hará con más claridad que en la vida presente. Por eso, aún expresado en términos humanos, iluminados y sugeridos por el Espíritu Santo, el misterio de Dios permanecerá por siempre inaccesible a la razón humana y a la inteligencia angélica.
María es entonces nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra fe en Dios, al servirnos como modelo para nuestra recepción del Verbo en nuestros corazones y en nuestras mentes, en nuestro ser. Pero María es también nuestro ideal y nuestro fundamento para nuestra realeza: imitando a María en la recepción de la Palabra de Dios, nuestro ser y nuestra razón se ven, como María, elevados a una dignidad infinitamente superior a la dignidad humana.
Así como a María el hecho de ser la Madre de Dios le significó el pasar de humilde sierva a Reina de todo el universo, visible e invisible, y poseer la dignidad más excelsa, así para la razón humana, no hay una distinción más alta que el hecho de ser llamada a aceptar la fe en el Hombre-Dios Jesús. La razón humana, iluminada por la fe en Jesús, se ve elevada a una dignidad infinitamente superior a la dignidad que pueda conceder cualquier otra cosa.
Como María, que aún siendo elevada a la dignidad de Madre de Dios, conserva la humildad de la esclava del Señor, así la razón humana, dignificada por el conocimiento de la fe, debe conservar su humildad, reconociendo siempre la superioridad de la Sabiduría divina sobre la humana.
Así como María recibió en su seno virginal la Palabra de Dios Encarnada, así nosotros debemos recibir a Cristo, Resucitado y Glorioso, que prolonga su encarnación en las especies del pan.




[1] Cfr. Matthias Josep Scheeben, Los misterios del cristianismo, ...
[2] cfr. Scheeben, ...

lunes, 20 de mayo de 2013

María Madre de la Iglesia



         La Virgen es Madre de la Iglesia porque en la Encarnación engendra a Cristo, Cabeza de la Iglesia, cuando el Ángel le anuncia que será Madre de Dios, y porque engendra a los hijos de Dios, que forman el Cuerpo Místico de Cristo, en la Crucifixión, cuando Jesús le anuncia que será Madre de los hijos adoptivos de Dios: “Madre, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 3).
         María es Madre de la Iglesia porque da a luz virginalmente y por el poder del Espíritu, a la Cabeza de la Iglesia en el Nacimiento, y da a luz virginalmente y por el poder del Espíritu, al Cuerpo de la Iglesia en el Monte Calvario, en la Cruz.
         María, Madre de la Iglesia, ejerce para con sus hijos adoptivos la misma función maternal que ejerció con su Hijo Jesús: así como dio a luz a la Gracia Increada, Jesús, así da a luz a los hijos de la Iglesia por la gracia del Bautismo; así como alimentó a su Hijo con la leche de su pecho materno, así alimenta a sus hijos con la leche nutritiva de la Palabra de Dios y la gracia santificante; así como alimentó a su Hijo en su seno virginal dándole de su carne y de su sangre, así alimenta a sus hijos adoptivos, con la Carne y la Sangre del Cordero de Dios, el alimento nutricio del cielo que los hace crecer fuertes y robustos en el espíritu.
La Virgen María, Madre de la Iglesia, llevó en su seno virginal por nueve meses a su Hijo para darlo a luz y presentarlo a Dios Padre en el templo; del mismo modo, esta Madre celestial, a los quiere hacer nacer a la vida de la gracia, los concibe en su Corazón Inmaculado y cuando llega el momento del nacimiento, los arropa con su Manto celeste y blanco y los lleva en sus brazos, para presentárselos  a su Hijo Jesús.
Así como solo por esta Madre y nada más que por esta Madre, vino el Hijo de Dios al mundo, así también por esta Madre, y solo por esta Madre, los hijos adoptivos de Dios subirán al cielo, porque solo a través de Ella se accede al Sagrado Corazón de Jesús, Puerta abierta al cielo.
La Virgen María, Madre de la Iglesia, vive en el Reino de la luz, y quiere llevar a sus hijos adoptivos, que viven en "tinieblas y en sombras de muerte" (cfr. Lc 1, 68-79), a su Reino, que es el de su Hijo, reino de paz, de luz, de alegría y de amor; el Reino en donde Ella es Reina y Madre, el Reino en donde el Cordero es adorado en su trono, noche y día, por siglos sempiternos, por miríadas y miríadas de ángeles y santos.
         La Virgen María, Madre de la Iglesia, se comporta con sus hijos adoptivos de la misma manera a como lo hizo con su Hijo Jesús: siendo Niño, lo crió y lo educó; ya de adulto, lo acompañó durante el Via Crucis, y cuando lo crucificaron estuvo a su lado sin moverse ni un centímetro de su lado. Y del mismo modo a como no abandonó a su Hijo en los momentos más dolorosos y tristes, como los del Camino de la Cruz, así esta Madre no desampara a sus hijos adoptivos, los que adquirió al pie de la Cruz, y está más a su lado todavía en los momentos más duros, dolorosos y tristes, suavizando con su amorosa presencia las amarguras y tristezas de sus hijos, acompañándolos en el Camino del Calvario, para conducirlos a la Resurrección.
           La Madre de la Iglesia, cuando dio a luz a la Cabeza de la Iglesia, su Hijo Jesús, lo preservó del ataque del dragón infernal, quien vomitó de sus fauces como un río de agua inmunda, buscando ahogarlo (cfr. Ap 12, 15); a la Madre se le dieron dos alas de águila y voló al desierto, salvando a su Hijo del dragón; de la misma manera, esta Madre amorosa y valiente, fuerte y temible "como un ejército formado en batalla" (Cant 6, 10), salvará a sus hijos adoptivos que yacen cautivos bajo las garras del dragón, rescatándolos y evitando que sean ahogados por el inmundo torrente de agua infecta y pútrida que el Dragón arroja de sus fauces, las perversas tentaciones con las que incita al pecado; la Virgen Madre los llevará también al desierto, como llevó a su Hijo Jesús, y lejos del estruendo del mundo, les enseñará el silencio y la oración, por medio de los cuales les hablará al corazón del inagotable e incomprensible Amor de Dios.
           Finalmente, el deseo de esta Madre celestial es que todos sus hijos adoptivos recorran el mismo camino que recorrió su Hijo, que de Niño se convirtió en adulto y, ya crecido, subió a la Cruz para morir y luego resucitar y así subir al cielo; esta Madre amorosa quiere que sus hijos también crezcan "en gracia y sabiduría", día a día, para que sean capaces de "negarse a sí mismos y cargar la cruz de cada día" y seguir al Calvario para morir crucificados junto a su Hijo Jesús, de manera que, muertos al pecado y al hombre viejo y destruida su muerte por la Muerte de Jesús, puedan recibir la Vida eterna que brota del Sagrado Corazón traspasado y ser llevados, resucitados y gloriosos, al Reino de los cielos.
             La Virgen, Madre de la Iglesia, Madre de los bautizados, quiere que todos sus hijos se salven, y no descansa ni de noche ni de día, y no descansará, hasta ver a todos sus hijos salvos.
                 

jueves, 9 de mayo de 2013

La Virgen María adorando la Eucaristía en la Encarnación es el modelo para todo adorador



            Existen en la Iglesia multitud de santos que se han destacado por su amor a la Eucaristía. Sólo por nombrar algunos, se encuentran, entre muchos otros, el obispo González, el adorador de los sagrarios abandonados, fundador de la Unión Eucarística Reparadora; San Pascual Baylón, Santo Tomás de Aquino, … etc. Los santos que se han destacado por su devoción a la Eucaristía son innumerables, y mucho más, desde el momento en que no existe santo de la Iglesia Católica que no haya sido devoto de la Eucaristía. De todos estos santos, puede el adorador tomar ejemplo.
            Sin embargo, existe un modelo insuperable, ante el cual el amor eucarístico de los santos más piadosos y fervorosos es casi como una pequeñísima chispa comparada con una inmensa hoguera, y este modelo de adoración eucarística insuperable, es la Virgen María. Todo en la Virgen se origina en la Eucaristía y se orienta hacia la Eucaristía. Fue creada para la Eucaristía, porque solo Ella, Inmaculada y Llena de gracia, Toda Pureza y Hermosura, podía ser el receptáculo digno, de dignidad acorde a la majestad del Verbo de Dios que por amor a los hombres se habría de encarnar. La Virgen fue pensada y creada por la Trinidad, no solo sin mancha de pecado original,  es decir, sin la más pequeñísima mancha no de malicia, sino siquiera de imperfección, para alojar en su seno virginal al Dios Perfecto, la Perfección Increada fuente de toda perfección creada; la Virgen fue pensada y creada por la Trinidad, además de sin mancha de pecado original, Toda Llena de gracia, Inhabitada por el Espíritu Santo, lo cual quiere decir que fue creada enamorada de Dios y para enamorar al mismísimo Dios Uno y Trino; fue creada Llena del Amor hermoso, con su cuerpo y su alma, su mente y su corazón, ardientes en el Amor divino, desde el instante mismo de la Concepción Inmaculada, lo cual quiere decir que la Virgen no podía amar otra cosa que no sea Dios, ni amar nada que no sea en Dios, ni amar nada que no sea para Dios. Sólo su mente perfectísima, llena de la Sabiduría divina, podía recibir y aceptar sin dudar ni un instante, a la Sabiduría encarnada, Jesucristo; solo su Corazón Inmaculado, Purísimo y exultante con el más puro Amor, podía recibir y amar a la Bondad infinita de Dios que por Amor se encarnaba; sólo su seno virginal, sólo su útero humano, jardín del Paraíso en la tierra, podía alojar al diminuto Cuerpo creado del Redentor, que en el momento de la Encarnación tenía, como todo hombre, un cuerpo del tamaño de una célula, pues era un cigoto, pero a diferencia de todo hombre, cuyo cigoto está animado por su alma humana, unida indisolublemente al cuerpo, que tiene el tamaño de un cigoto, el Hombre-Dios tenía, además de su alma humana, su Divinidad, porque era Dios Hijo en Persona.
La Virgen adoró, desde el primer instante de su Concepción, a Dios Trino, y adoró, desde el primer instante de la Encarnación, a Dios Hijo humanado en su seno. La Virgen fue creada para ser sagrario viviente, custodia viva y ardiente de amor, para alojar al Hijo de Dios encarnado, que se alojaría en su seno virginal durante nueve meses, y en esos nueve meses, el Hijo de Dios fue adorado por la Virgen en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
La Virgen adoró al Hijo de Dios desde el primer instante de la Encarnación, y lo adoró en su seno virginal, convertido en sagrario viviente más precioso que el oro; cuando el Hijo de Dios se encarnó, la Virgen lo adoró en la Encarnación a Aquel que era en sí mismo la Eucaristía. La Virgen no solo cuidó con amor maternal a su Hijo Jesús, desde que se encarnó, sino que lo adoró durante todo el período de gestación, a Jesús, cuyo Cuerpo fue primero un cigoto, luego un embrión, luego un bebé; Cuerpo en el que luego comenzó a circular su Sangre Preciocísima, a medida que se formaban las células de la sangre, las venas, y el corazón comenzaba a latir; la Virgen adoró a Jesús, cuyo cuerpo que estaba animado por su Alma santísima, Alma unida a la Divinidad, Divinidad que el Hijo de Dios poseía desde la eternidad, dada por el Padre desde siempre. La Virgen adoró la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesús, con su mente, colmada con la Sabiduría divina, anonada en la Inteligencia infinita de Dios, sumisa en el Amor al Pensamiento divino que pensaba de esta manera el mejor camino para salvar a los hombres, y la adoración se tradujo en la más absoluta sumisión a la Verdad divina; la Virgen adoró la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesús, con su Corazón Inmaculado, Corazón sin mancha, brillantísimo, limpidísimo, purísimo, Lleno del Amor divino, que no podía ni sabía ni quería amar otra cosa que no sea a su Hijo Jesús en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; la Virgen no podía ni quería amar otra cosa que no sea la Eucaristía, su Hijo Jesús, y la adoración se tradujo en amor puro y exclusivo a la Eucaristía; la Virgen adoró la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad, con su cuerpo, porque la Eucaristía, su Hijo Jesús, se alojó en su cuerpo, en su seno virginal, convertido en sagrario viviente y en custodia viva, ardiente en Amor divino, y la adoración la llevó a consagrar su cuerpo inmaculado, para dar de su cuerpo y de su sangre, de su vida y de su amor, a su Hijo Jesús, que era ya Eucaristía en su seno virginal.
La Virgen en la Encarnación adoró a su Hijo Jesús en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, con su mente, su corazón y su cuerpo, y por eso es modelo de adoración para todo adorador de la Eucaristía.

lunes, 15 de abril de 2013

La Encarnación, centro de una nueva realidad para la Iglesia y la humanidad



“Concebirás y darás a luz un hijo” (cfr. Lc 1, 26-38). El anuncio del ángel a María, en la sencillez y parquedad de las palabras, encierra un misterio tan insondable y tan inmensamente grande, que cambia la historia de la humanidad para siempre. No sólo confirma a María como a la Madre de Dios, sino que anuncia un cambio radical para toda la especie humana de todos los tiempos.
         No sólo María se convierte en Madre de Dios; no sólo Dios Hijo se encarna en su seno virginal llevado por el Espíritu Santo a pedido del Padre, sino que toda la realidad humana queda centrada en la Trinidad[1].
Por la Encarnación del Logos del Padre se produce un hecho impensable para la humanidad, mucho más grande que si el cielo, con todo su esplendor, bajase a la tierra y convirtiera a la tierra en un Paraíso o en el cielo mismo. Por la Encarnación, Dios Hijo desciende a este mundo, pero para conducir al mundo al seno de Dios Trino, en la unión espiritual y en el Amor de la Trinidad.
Por la Encarnación, toda la especie humana ingresa en un nuevo orden de cosas, en un nuevo estado, se orienta hacia un nuevo fin, un nuevo destino; un destino y un fin completamente trascendentes e impensados para la criatura humana, y es el destino y el fin de la amistad con las Personas de la Trinidad, el destino y el fin de la comunión interpersonal con Dios Trino, con las Tres Divinas Personas de la augusta Trinidad.
El descenso de Dios Hijo al seno virgen de María y la unión personal con la humanidad, tiene como fin último el ascenso de la humanidad al seno de la Trinidad: la humanización del Verbo se prolonga con la divinización de la humanidad, en primer lugar, la unida a Él hipostáticamente, y luego la divinización de la humanidad que se une a Él por la gracia.
El misterio central de la Encarnación es la unión hipostática, personal, de la Persona del Hijo con la humanidad[2], pero para que la humanidad se una a la Persona del Hijo y, por el Hijo, en el Espíritu, al Padre.
Por lo mismo, la Encarnación se convierte en el centro de una nueva realidad para la especie humana y para la Iglesia. Para la especie humana, porque los hombres se vuelven hijos adoptivos de Dios; para la Iglesia, porque es el lugar en donde nacen estos hijos adoptivos, y porque es el lugar en donde la encarnación del Hijo se prolonga.
“Concebirás y darás a luz un hijo”. Porque Dios Hijo se ha unido a la humanidad para que la humanidad se una a Dios Padre por el Espíritu, las palabras del ángel a María se repiten y se cumplen por lo tanto en la Iglesia, porque es ahí en donde la humanidad nace a la vida de Dios: la Iglesia, como Virgen fecundada por el Espíritu Santo, engendra hijos adoptivos de Dios por la gracia del bautismo; hijos que viven con la vida divina del Hijo Unigénito y que por lo tanto son hijos de Dios Padre en el Espíritu.
“Concebirás y darás a luz un hijo”. También se aplican las palabras del ángel a la Iglesia, que concibe en su seno, el altar, al Hijo de Dios, por el poder del Espíritu, en la liturgia eucarística.
Así como el Espíritu hizo concebir a María Virgen en su seno al Hijo del Padre, así el mismo Espíritu, por la liturgia eucarística, concibe, en el seno de la Iglesia, al Hijo eterno del Padre, Jesús Eucaristía.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 195.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 343.

lunes, 26 de marzo de 2012

Al anuncio del Ángel el Verbo se encarna en el seno purísimo de María





Al anuncio del Ángel (cfr. Lc 1, 26-38) el Verbo se encarna en el seno purísimo de María, porque es allí en donde encuentra el Amor necesario para ser recibido. El Verbo de Dios no podía encarnarse en otro seno que no fuera el seno virgen de María, y no podía ser recibido en otro corazón que no fuera el Corazón Inmaculado de María, porque solo en María Virgen, solo en Ella y en nadie más, se daban las condiciones necesarias para la Encarnación: pureza inmaculada y amor virginal y celestial  a Dios.

El Verbo de Dios, que procede no por creación sino por generación, desde la eternidad, del seno del Padre, que posee por esto la misma naturaleza del Padre y el mismo Ser divino del Padre, es en sí mismo puro e inmaculado, y es el Amor de Dios, que es amor virginal y celestial. Esta es la razón por la cual el Verbo de Dios, la Palabra de Dios, no podía encarnarse en otro corazón y en otro seno que no fueran el Corazón Inmaculado y el seno virginal de María: solo en Ella encuentra el Verbo de Dios la misma pureza y el mismo amor para ser recibido dignamente. Solo en su Madre, María Virgen, encuentra el Hijo de Dios, Jesús, la morada digna, llena de luz, de santidad, de amor, en el cual puede iniciar su vida terrena, por la encarnación.
Puesto que el cristiano imita a María en la Encarnación, en la comunión eucarística, ya que recibe a la Palabra de Dios primero en su mente y luego en el corazón, cada bautizado debe preguntarse por el estado de su alma al momento de recibir a Jesús Eucaristía: ¿está libre la mente de prejuicios negativos con respecto al prójimo? ¿Es el corazón un lugar de luz, que brilla con la luz de la gracia? ¿Está libre de toda contaminación mundana? ¿Es un corazón que ama sólo a Dios y a las criaturas en Dios y por Dios, o es un corazón turbio, en donde los ídolos del mundo ocupan el lugar debido a Jesús Eucaristía?

jueves, 28 de enero de 2010

El Ángel anuncia a la Niña




Teje la Niña, su bordado alegre de suaves colores.
Teje la Niña, y mientras teje canta un dulce canto. Una brisa ligera, acompañada de sol, entra en la habitación de la Niña Linda que teje su canto de amor.
Y con la brisa entra el Ángel de Dios, que se arrodilla con respeto y amor ante la Niña y su esplendor.
Es Dios quien envía al espíritu angélico; es Dios quien envía a su mensajero, para darle a la Niña Hermosa la noticia alegre que la llena de alegre estupor.
“Serás Madre de Dios, Niña Virgen, porque Dios te ama con su Amor infinito, con su Espíritu bueno de infinita bondad. Te ha elegido, Flor de Israel, por tu encanto y tu hermosura, para ser Madre del Emmanuel”.
El Lirio de los cielos, la Niña de Yahvéh, da su “Sí” al Amor del Padre y recibe en su seno virgen al Dios Inaccesible.
La Niña Virgen da su “Sí” al Amor del Padre, el Ángel ante la Encarnación del Verbo adora en silencio y se retira, la pequeña habitación se llena de luz, el Verbo Inmaculado entra en el cuerpo humano y descansa, arrullado por el tierno canto de cuna de la Niña Virgen y Madre.
La Niña, Virgen y Madre, con el Verbo acunado en su seno virgen, teje escarpines, y mientras teje, canta una canción de cuna.