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miércoles, 22 de marzo de 2023

El Acies, Ejército Mariano en formación de batalla

 


El Acies, que representa a la Legión de María congregada, es una voz del idioma latín que significa “ejército en orden de batalla”. El Acies forma parte de los Actos Públicos o acontecimientos que todo Consejo o Praesidium deben celebrar en forma anual o con cierta periodicidad.

Debemos tomar conciencia que estos Actos Públicos, según el Concilio Vaticano II, no son meras reuniones sociales: la Legión representa a la Virgen María, a la Madre de Dios y en los Actos Públicos refleja el lugar que ocupa la Virgen Santísima en el Cuerpo Místico de Cristo. Entonces, el Acies es un Acto Público de la Legión de María en el que la Legión representa a la Virgen como integrante esencial del Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia. En la Iglesia, la Cabeza de la Iglesia es Cristo, el Hombre-Dios, mientras que los que han recibido la gracia santificante forman el Cuerpo Místico de esa Cabeza y de entre todos los miembros del Cuerpo Místico, la Virgen ocupa un lugar central y privilegiado. La reunión del Acies tiene como objetivo, además de representar públicamente a la Virgen como integrante privilegiada del Cuerpo Místico de Jesús, fomentar el espíritu de unión entre los integrantes de la Legión, unión espiritual inducida por el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo.

El Acies representa entonces a la Legión de María, congregada como “un ejército en orden de batalla”. Es el acto central y único del año en donde se renueva la “Promesa Legionaria”, promesa que en definitiva es la consagración al Sagrado Corazón de Jesús por intermedio del Inmaculado Corazón de María. En esta reunión se entrega, a la Reina de la Legión, todo el ser, todo lo que somos y todo lo que tenemos, al mismo tiempo que le imploramos a la Virgen la gracia de que nuestros corazones se abran al Espíritu Santo, el Amor de Dios, el Divino Amor, para que nos conceda la fortaleza necesaria para luchar contra el espíritu del mal, contra el espíritu anti-cristiano, encarnado en el Ángel caído y en el hombre pecador.

Aquí es donde cobra sentido la definición de Acies, la de “ejército formado en orden de batalla”: los integrantes de la Legión de María, armados con la coraza de la fe, con el escudo del Santo Rosario y con la espada de la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura y la Sagrada Eucaristía, que es la Palabra de Dios encarnada, se disponen a luchar, bajo las órdenes de la Virgen, contra el Anticristo, contra el Demonio y contra los hombres que combaten a Cristo y a su Iglesia. La lucha de la Legión no es, como dice la Escritura, “contra la carne y la sangre”, es decir, contra otros seres humanos, sino “contra las potestades de los aires”, los ángeles caídos, los demonios, que inducen al hombre caído en el pecado a imitar y seguirlo en su rebelión contra la Santísima Trinidad. La lucha en la que combate la Legión de María es espiritual; el campo de batalla es el corazón de los hombres; las armas son el Santo Rosario y la Eucaristía y el objetivo final del Acies es la conquista de los corazones de nuestros prójimos, para que ellos, una vez convertidos por la gracia, se consagren, como nosotros, a los Sagrados Corazones de Jesús y María.


lunes, 31 de diciembre de 2018

Solemnidad de Santa María Madre de Dios


"María, Madre de Dios",
de Vladimir.


(Ciclo C – 2019)

          No es casualidad que la Iglesia, en su sabiduría sobrenatural y bi-milenaria, coloque una fiesta litúrgica tan importante y solemne como Santa María Madre de Dios, justo al final de un año civil y en el mismo segundo en que inicia un nuevo año civil. Es decir, no es coincidencia casual que la Iglesia coloque a la solemnidad de Santa María Madre de Dios cuando el mundo, en el sentido literal de la palabra, finaliza un año en su historia y comienza otro: hay una razón por esta fiesta litúrgica en este momento del año y es que los hijos de Dios y de la Iglesia, los bautizados, no solo no mundanicen ni paganicen el festejo de Año Nuevo, sino que además consagren a Dios, por medio de las manos y el Corazón Inmaculado de la Virgen, al Año Nuevo que se inicia. En efecto, ya el solo hecho de que el Verbo de Dios se haya encarnado, eso significa que el tiempo, que se mide en la sucesión de segundos, horas, días, meses y años, quede “impregnado”, por así decirlo, de la eternidad divina, desde el momento en que el Verbo es Dios y Dios es la eternidad en sí misma y al encarnarse, esto es, al ingresar en nuestro tiempo, “impregna” el tiempo de su eternidad y hace que la historia humana adquiera un nuevo sentido, una nueva dirección, que es el sentido y la eternidad, puesto que Él, que es el Dueño de la historia humana, ahora la conduce hacia sí, por medio de la Encarnación. Ya sólo por este motivo, el tiempo –y el paso del tiempo, y el festejo de un nuevo año- debería bastar para ser considerado como “sagrado”, en el sentido de que el Verbo de Dios lo ha hecho partícipe de su propia santidad. Ya con esto bastaría para que el hombre, al festejar el Año Nuevo, no lo festeje en modo y estilo pagano, como lo acostumbra hacer. Cada año que transcurre, es un año menos que nos separa del Último Día, del Día del Juicio Final, del Día del Juez Supremo y Glorioso, el Día en que habrá de desaparecer la figura de este mundo, con su tiempo y su historia, para que dé comienzo a la eternidad. Ya con esto debería bastar, decimos, para que el festejo del Año Nuevo no sea un festejo mundano y pagano. Pero la Iglesia le agrega otro motivo para que el festejo del fin de año viejo y de inicio del Año Nuevo sea un festejo centrado en Cristo y es el colocar, como decíamos al inicio, la solemnidad de Santa María Madre de Dios. La Iglesia coloca esta solemnidad en el segundo mismo que inicia un nuevo año, para que los hijos de Dios encomienden el año –el tiempo personal y la historia de la humanidad- a las manos y al Corazón Inmaculado de María Santísima y una forma de hacerlo es acudiendo al Sacramento de la Penitencia, comulgando en estado de gracia y consagrándose a sí mismos y a las familias al Inmaculado Corazón de María.
          Muchos cristianos, aunque no padezcan persecuciones ni tribulaciones de ninguna clase –a diferencia de los cristianos en China comunista, por ejemplo, o en Corea del Norte, o en Cuba y Venezuela, donde son perseguidos por el gobierno ateo y materialista-, y aunque vivan en la abundancia económica –son los cristianos de los países del así llamado “Primer Mundo”-, viven sin embargo en la “indigencia espiritual, totalmente sumergidos en sus intereses terrenales”[1]. Muchos cristianos “cierran conscientemente sus almas a la gran misericordia”[2] del Hijo de la Virgen, el Hombre-Dios Jesucristo.
          La errónea cosmovisión marxista[3], de que el pobre material es el centro de la historia, ha impregnado a muchos cristianos y sectores de la Iglesia, incluidos muchos sacerdotes, error que lleva a desplazar a Jesucristo del centro, a colocar al pobre en su lugar y a establecer que el Reino de Dios es un reino intra-mundano, terreno e intra-histórico y que la salvación no está en la gracia santificante, sino en salir de la pobreza material. Sin embargo, no consiste en eso la salvación, sino en la eliminación del pecado del alma por medio de la Sangre del Cordero y la conversión del corazón a Dios Uno y Trino, por acción de esta misma gracia, que la Iglesia dispensa por medio de los sacramentos. Los últimos instantes del Año Viejo y los primeros segundos del Año Nuevo deben ser pasados en unión con la Madre de Dios, no para una unión meramente formal a una festividad litúrgica, sino en unión de fe y amor con María Santísima, Madre de Dios, para depositar en sus manos y en su Corazón Inmaculado el Año Nuevo que se inicia. Comencemos el Año Nuevo elevando los ojos del alma a la Madre de Dios y uniéndonos, por la fe y por el amor, a la adoración que el Inmaculado Corazón realiza continuamente al Hijo de Dios Encarnado, Jesucristo, el Salvador de los hombres.



[1] Stefano Gobbi, A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Santísima Virgen, Mensaje del 31 de Diciembre de 1975, última noche del año, Editorial Nuestra Señora de Fátima, Argentina 1992, 179.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, 180.

martes, 18 de diciembre de 2018

Entregando todo a María nada de lo bueno se pierde y toda gracia se gana



         Una de las objeciones que con frecuencia se plantean las almas buenas que se consagran a María por la Verdadera Devoción, es que, al final de sus días, cuando deban comparecer ante el Justo Juez, en el día de sus muertes, tendrán sus manos vacías de obras de misericordia y de toda clase de obras buenas porque, como sabemos, una de las condiciones esenciales de la consagración es entregar a María absolutamente todas nuestras obras buenas y de misericordia, sin pretender en absoluto que nos sean atribuidos a nosotros los méritos que de ellas se derivan. En pocas palabras, la objeción es que, si le entrego a María todo lo que tengo en obras de misericordia, en el día de mi Juicio Particular, me presentaré ante Cristo, Justo y Supremo Juez, como alguien que no ha hecho nada para ganar el Reino de los cielos.
         El Manual del Legionario[1] viene en nuestra ayuda, para superar esta duda que, en el fondo, no tiene bien asidero, cuando se considera bien en qué consiste la consagración a María.
         Ante todo, dice el Manual, no debemos ni siquiera plantearnos esta posibilidad, es decir, “querer probar que en esta consagración no hay pérdida alguna”, o sea, hacer cálculos acerca de qué es lo que “pierdo” cuando le ofrezco a la Virgen todo lo que tengo y lo que soy. Esta actitud, dice el Manual, “secaría de raíz el ofrecimiento y le robaría su carácter de sacrificio, en que su funda su principal valor”[2]. Es decir, si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, lo hacemos con espíritu de sacrificio y el sacrificio implica darlo todo sin esperar nada a cambio; si ofrecemos a la Virgen cuanto somos y tenemos, y al mismo tiempo estamos haciendo cálculos acerca de cuánto es lo que perdemos y ganamos, entonces eso no es un sacrificio verdadero.
         Para que nos demos una idea acerca del valor de la consagración y cómo, a pesar de darle todo a la Virgen, nunca nos quedamos con las manos vacías, el Manual del Legionario trae a la memoria el episodio de la multiplicación milagrosa de panes y peces, aunque sin detenerse en la consideración del milagro en sí, sino en las cavilaciones que podría hacer el muchachito que aportó los panes y los peces. Dice así el Manual[3]: “Supongamos que aquel joven, que se desprendió de sus provisiones, hubiese contestado: “¿Qué valen mis cinco panes y dos pececillos, para hartar a tan gran gentío? Además, los necesito para los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los puedo ceder”. Es decir, si el muchacho hubiera pensado como el consagrado que da con reticencias a la Virgen, jamás hubiera dado sus panes y peces y nunca se habría producido el milagro con el que comieron no solo los suyos, sino más de diez mil personas. Continúa el Manual: “Mas no se portó así: dio lo poco que tenía, y resultó que tanto él como todos los de su familia –y sus amigos, conocidos, vecinos y también gente que no conocía- allí presentes recibieron, en el milagroso banquete, más –muchísimo más- de lo que él había dado. Y, si hubiese querido reclamar los doce cestos llenos que sobraron –a los que, en cierto modo, tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado”.
         Continúa el Manual: “Así se conducen siempre Jesús y María con el alma generosa que da cuanto tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican y reparten la más pequeña dádiva hasta enriquecer con ella multitudes enteras; y las mismas intenciones y necesidades propias que parecía que iban a quedar descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas partes dejan señales de la generosidad divina”. En definitiva, como dice la Escritura, “Dios no se deja ganar en generosidad” y si nosotros somos generosos con la Virgen, dándole todo lo que somos y tenemos en la consagración, jamás nos dejará la Virgen presentarnos ante el Sumo Juez con las manos vacías, pues nos dará inimaginablemente más de lo escaso que seamos capaces de darle.
         Finaliza el Manual, animándonos a consagrarnos y a darle a la Virgen todo lo que somos y tenemos, sin temor a quedarnos con nada; por el contrario, sabiendo que recibiremos infinitamente más de lo que demos: “Vayamos, pues, a María con nuestros pobres panes y pececillos; pongámoslos en sus manos, para que Jesús y Ella los multipliquen, y alimenten con ellos a tantos millones de almas como pasan hambre –espiritual- en el desierto de este mundo”.
         En cuanto tal, “la consagración no exige ningún cambio en cuanto a la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede seguir empleando el tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la voluntad de María”. Entreguemos en manos de la Virgen nuestros panes y pececillos, es decir, nuestras obras buenas de misericordia y Ella se encargará, con su Hijo Jesús, de alimentar espiritualmente a cientos de miles de almas y, cuando llegue el momento de presentarnos ante el Supremo Juez, nos concederá la gracia de atribuirnos esa obra de misericordia.



[1] Cfr. VI, 5.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

lunes, 21 de noviembre de 2016

La Presentación de la Virgen María


En este día se celebra la “dedicación” o consagración que la Virgen, desde muy pequeña, hizo de sí misma a Dios, ya que al Señor la Llena de gracia, la Inhabitada por el Espíritu Santo y la Inmaculada Concepción, no había en su mente otra Verdad que no fuera la de Dios y no había en su Corazón Purísimo otro amor que no fuera el Amor de Dios. Con esta consagración, realizada a los tres años de edad y en plena conciencia, la Virgen cumplía, desde muy pequeñita, el anhelo ardiente de su alma, el de vivir en el Amor de Dios, por Dios y para Dios. Según una tradición, basada en un evangelio apócrifo, la Niña María Virgen, al cumplir los tres años de edad, fue llevada al Templo por sus padres, Joaquín y Ana, para ser instruida, junto a otras doncellas y piadosas mujeres, en sus deberes para con Dios y para crecer en un ambiente de recogimiento, silencio, y profunda oración y adoración al Dios Verdadero[1].
Puesto que la Virgen era, desde su Inmaculada Concepción, el templo viviente del Espíritu de Dios y estaba destinada a ser el Tabernáculo Purísimo y el Sagrario y Custodia Viviente de Dios Hijo encarnado, su Presentación en el Templo no era otra cosa que el cumplimiento de la Voluntad de Dios Trino en su vida, ya que había sido elegida por Dios Padre, como hija predilecta suya, para ser Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, por cuyo poder divino habría de concebir virginalmente al Verbo de Dios.
Con su consagración, la Virgen se convierte así en modelo insuperable para toda alma que, habiendo sido elegida por la eternidad por el Amor de Dios para servirlo en la vida religiosa, decide ingresar en la misma apartándose del mundo y así dedicarse a una vida de oración, contemplación, amor y adoración a Dios Trino, manifestado en Cristo Jesús.
Pero además la Virgen es modelo para todo cristiano que, desde su condición de vida como laico que vive en el mundo “pero no es del mundo”, consagra su vida y su corazón a Dios y, de modo similar a la Virgen, convierte su cuerpo en templo del Espíritu Santo por la gracia santificante y su corazón en altar, sagrario y custodia viviente de Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Presentaci%C3%B3n_de_la_Virgen_Mar%C3%ADa.htm

sábado, 5 de noviembre de 2016

El Legionario debe consagrarse a María según el método de San Luis María Grignon de Montfort


         El Legionario debe consagrarse a María según el método de San Luis María Grignon de Montfort
         Es muy conveniente que los legionarios realicen un pacto formal con María Virgen, según el método aconsejado por San Luis María de Montfort –en sus dos obras: La Verdadera Devoción a la Santísima Virgen y El Secreto de María-, por el cual se entrega a María todo nuestro ser, todo lo que somos y tenemos, toda nuestra vida, pasada, presente y futura: pensamientos, obras, posesiones y bienes espirituales y temporales, pasados, presentes y futuros, sin reserva alguna de ninguna clase[1].
         Se trata, en última instancia, de convertirnos en esclavos de María y, al igual que un esclavo, no poseer nada propio, depender en todo de María y entregarnos totalmente a su servicio.
         Se trata de convertirnos en esclavos, como un esclavo humano, pero cuando se comparan ambas esclavitudes, se observa cómo el esclavo humano es más libre que el esclavo de María, porque el esclavo humano sigue siendo dueño de sus pensamientos y de su vida interior y es por eso que sigue siendo libre en su vida interior; el ser esclavos de María implica la entrega total de pensamientos e impulsos interiores, con todo lo que ellos encierran de más preciado y más íntimo. De esto se sigue que el Legionario debe abstenerse de todo pensamiento y sentimiento malo, pues nada malo puede darse a María. Todo –buenas obras, oraciones, devociones, apostolado, rosarios, misas-, absolutamente todo, queda en manos de María, incluido el último segundo antes de la muerte, para que sea Ella quien disponga de nuestro ser. Por ejemplo, si rezamos un Rosario, se lo entregamos a María, para que Ella aplique las gracias que vea conveniente.
         Esto significa realizar un sacrificio de sí mismo sobre el ara del Inmaculado Corazón de María y es muy similar al sacrificio de Jesucristo mismo, quien comenzó este sacrificio sobre el ara del Corazón de su Madre en el momento de la Encarnación, lo hizo público en la Presentación y lo consumó en el Calvario.
         Esta verdadera devoción comienza en el acto formal de la consagración al Inmaculado Corazón de María y consiste en hacer de ella un hábito de vida. Es decir, consagrarse a María no significa entregarle a Ella un acto o un pensamiento aislado, sino todo acto y todo pensamiento, y no un día o dos, sino todo el día, todos los días, hasta el día de nuestra muerte. La consagración a María debe convertirse en un estado habitual de vida.
         Esto no significa que se deba estar pensando siempre y en todo momento en la consagración: así como nuestra vida terrena está animada y sostenida por la respiración y el latido cardíaco, y sin embargo no estamos atentos a ellos todo el tiempo, desarrollando nuestra vida normalmente, de la misma manera, la consagración o Verdadera Devoción nos anima y sostiene, aunque no reparemos en ella en el momento consciente y actual; basta que reiteremos de vez en cuando el recuerdo del dominio soberano de la Virgen, renovando interiormente, con jaculatorias y actos de amor a María, aunque basta con que reconozcamos de manera habitual nuestra dependencia de Ella, la tengamos siempre presente –al menos de una manera general-, de manera que la consagración a la Virgen arraigue profundamente en nuestros corazones y guíe todo nuestro ser y toda nuestra vida.
         Algo a tener en cuenta es que no se debe confundir el fervor sensible –me gusta, no me gusta, me siento bien, no me siento bien, tengo ganas de rezar, no tengo ganas de rezar- con la Verdadera Devoción, porque esta clase de fervor sólo origina sensiblerías e inconstancia. Aunque “no se sienta nada”, y aunque “no se tengan ganas de rezar”, lo mismo hay que hacerlo, porque la Verdadera Devoción nada tiene que ver con el estado de ánimo. Todavía más, dejarse llevar por el fervor sensible –rezar solamente cuando se tiene ganas, por ejemplo-, es caer en el pecado de pereza espiritual o acedia.
         El Manual da el ejemplo de los cimientos de un edificio, que permanecen fríos, aunque toda la fachada reciba el calor del sol: así sucede con la razón y con la decisión de consagrarnos a María, y sin embargo, son los cimientos de la Verdadera Devoción. Significa que, con el solo hecho de saber que me tengo que consagrar a la Virgen, lo debo hacer, aun cuando no “sienta” nada.
         San Luis María Grignon de Montfort une el cumplimiento y el otorgamiento de numerosísimas gracias, a la práctica de la Verdadera Devoción, es decir, a la consagración a la Virgen, si se cumplen las debidas condiciones.
         Los frutos de esta Verdadera Devoción son inmensos: profundiza la vida interior, comunica al alma la certeza de ir guiada y protegida en esta vida, hacia la vida eterna, le da la certeza de haber conseguido un camino seguro para llegar al cielo, el alma obtiene fortaleza, sabiduría, humildad sobrenaturales, además de numerosísimas otras virtudes. A cambio del sacrificio que supone realizar esta Consagración, entregándose uno voluntariamente como esclavo de amor a Jesús por medio de María, se gana el ciento por uno. Dice así el cardenal Newmann: “Cuando servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos, entonces somos vencedores”.
         Hay algunos que ponen objeciones a la Consagración a María, como si todo se tratara de un intercambio egoísta de ganancias y pérdidas, cuando se les dice que deben entregar sus haberes en manos de su Madre espiritual, lo cual quiere decir que todos los méritos por las oraciones y obras buenas que hagamos, a partir de la Consagración a María, no nos pertenecen, sino a la Virgen. Es por eso que muchos dicen: “Pero si lo doy todo a María, ¿qué será de mí en el Juicio Particular, al presentarme al Juez Eterno con las manos vacías? ¿No se me prolongará el Purgatorio interminablemente?”. A lo cual responde un autor: “¡Pues claro que no! ¿Acaso no estará María en el Juicio?”.
         Lo mismo sucede con las cosas y personas por las que hay obligación de rogar: la familia, los amigos, el trabajo, la Patria, el Papa, etc.: se piensa que si se dan los tesoros espirituales que uno posee en manos ajenas, sin quedarse con nada, entonces es como si los desatendiéramos. Sin embargo, es un temor infundado, porque el mejor lugar en donde pueden ser depositados los tesoros espirituales para nuestros seres queridos, son las manos de María, Guardiana de los tesoros mismos de Dios. ¿Acaso no sabrá la Virgen conservar y mejorar aun los intereses de quienes ponen en Ella su confianza? La Virgen actuará como si fuéramos hijos únicos, y así nuestra salvación, santificación, necesidades, y la salvación de nuestros seres queridos, estarán presentes en primer lugar en el Corazón de la Virgen.
         Jesús y María multiplican las más pequeñas dádivas a niveles imposibles de imaginar, y el ejemplo es el muchacho que dio dos pescados y cinco panes, los cuales luego fueron multiplicados por miles y sirvieron para alimentar una multitud. Así como el muchacho, ni siquiera podía imaginarse el asombroso milagro que Jesús habría de hacer con su ofrenda, así también, el que se consagra a María, ni siquiera puede imaginarse los milagros que la Virgen habrá de obrar en su alma y las de sus seres queridos.
         Por último, la Consagración, sí exige un cambio interior profundo, el de la conversión eucarística y mariana del corazón, pero en cuanto a lo externo, no exige ningún cambio en la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se continúa con el mismo tiempo de antes, se ruega por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que se desee, lo único que cambia es que, en adelante, el alma se somete en todo a la voluntad de María.
        


[1] Cfr. Manual del Legionario, 6, 5.

miércoles, 30 de marzo de 2016

“Soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía y cuanto tengo tuyo es”


En la ceremonia del Acies –uno de los actos públicos de la Legión, según lo relata el Manual del Legionario[1]-, hay que considerar dos aspectos: por un lado, el significado de la reunión bajo esta particular convocación; por otro, la fórmula que el legionario, aferrado al vexillium, pronuncia solemnemente. Con respecto al Acies, el Manual del Legionario enseña que es una “voz latina que significa un ejército en orden de batalla”[2] y que, como tal, se diferencia del praesidium, en el que la Legión se encuentra abocada a sus tareas específicas[3]. Es decir, en el Acies, la Legión se reúne “como un ejército formado para la batalla”, lo cual es, en sí mismo, una imitación de la Virgen, según la descripción que de Ella hace San Alfonso: “María es el espanto de los poderes infernales. Es “terrible como un ejército en orden de batalla” (Cant 6, 10), porque sabe desplegar con estrategia su poder, sus oraciones y su misericordia para la derrota del enemigo y para triunfo de sus siervos”. En la ceremonia del Acies, entonces, la Legión se reúne bajo el estandarte de María como un ejército espiritual, así como un ejército terreno se reúne bajo la bandera nacional a las órdenes de su general; al hacerlo, la Legión, además de imitar a la misma Virgen, recibe de Ella “fuerza y bendición”[4] y se pone a sus órdenes para combatir al enemigo. ¿Cuál es el enemigo? El Manual del Legionario lo dice: “las fuerzas del mal”, las cuales no están compuestas por personas de carne y hueso sino, como dice San Pablo, sino que se trata de los ángeles caídos, “las malignas potestades de los cielos”: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales” (Ef 6, 12). Se trata entonces de una convocatoria espiritual, para recibir la fuerza y la bendición de la Virgen, para de esta manera combatir al enemigo espiritual, las fuerzas del mal, los ángeles apóstatas. Pero no debemos olvidar que el mal está en nuestros propios corazones, como dice Jesús en el Evangelio: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (cfr. Mt 7, 21), por lo que la lucha es también y principalmente, contra nosotros mismos, contra nuestra indolencia, nuestra pereza, nuestra falta de amor al prójimo, contra nuestras malas inclinaciones en general.
Y es por estas razones por las cuales adquiere todo su sentido la fórmula de la consagración personal a la Virgen en la ceremonia del Acies: “Soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía y cuanto tengo tuyo es”, porque esta consagración esta constituye para el legionario una renovación en su misión espiritual de imitar a María con el fin de que la Virgen instaure el Reino de su Hijo en el mundo. El hecho de que el legionario tome con su mano el vexillium o estandarte de María tiene un profundo significado espiritual porque es, literalmente, colocarse uno bajo el estandarte victorioso de María Santísima; significa que el legionario, libre y voluntariamente, se alista en las filas del Ejército de María para luchar “contra las fuerzas del mal” directamente bajo las órdenes de la Virgen (en realidad, lo libre es la respuesta a la gracia recibida, la de integrar el ejército mariano). Es por esto que el Acies no es una mera ceremonia piadosa de una cofradía devota: es la misma Virgen María quien, invisible a los ojos del cuerpo, pero presente en cuerpo y en espíritu, congrega a sus elegidos y les toma, Ella en persona -a través de los encargados de la Legión- esta renovación de la consagración de sus hijos y la toma como hecha especialmente a su Inmaculado Corazón. Por el Acies, el legionario renueva su “unión y dependencia”[5] con la Virgen: unión, porque se une más estrechamente al Corazón de María; dependencia, porque para cumplir la misión asignada, depende en todo de la Virgen, que es Mediadora de todas las gracias. Y en la ceremonia, junto a la Virgen, están los ángeles, de quienes la Virgen es Reina, y también está su Hijo Jesucristo, el Hombre-Dios, de modo que toda la corte celestial, pero sobre todo el Rey de los cielos, Jesucristo, y la Reina de los cielos, la Virgen, son testigos de esta ceremonia y consagración. Por medio de la ceremonia del Acies, entonces, el legionario queda bajo las órdenes de la Virgen, lo cual quiere decir que está más protegido por Ella, pero también significa que sus faltas –por ejemplo, la acedia o pereza espiritual, que lleva a no cumplir con las oraciones prescriptas, o la pereza corporal, que lleva a desentenderse de las obligaciones del deber de estado, o la indiferencia hacia las obligaciones que implica la Legión-, le provocan a la Virgen un dolor agudo y profundo en su Inmaculado Corazón, porque las faltas o pecados de los consagrados son para Ella mucho más dolorosas que las faltas o pecados de quienes no están consagrados. Para que nos demos una idea de cómo son los dolores que experimenta la Virgen cuando se trata de tibieza, indiferencia o incluso imperfecciones de sus consagrados, recordemos a la Virgen en sus apariciones en Fátima: la corona de espinas que rodea a su Inmaculado Corazón representa los pecados de sus hijos, y las espinas más gruesas, representan los pecados de los consagrados, entre ellos, los legionarios. La Virgen, entonces, sufre en su Corazón por las faltas de los legionarios, por pequeñas que sean, y si la Virgen sufre, también sufre la Legión, porque la Legión está en el Corazón de la Virgen. Entonces, cuando un miembro de la Legión falla en sus deberes y en sus obligaciones, no solo se resiente toda la Legión, sino que es la Virgen la que, en persona, sufre en su Inmaculado Corazón. Y si la Virgen sufre por la tibieza de sus hijos consagrados, los legionarios, el que pone remedio al dolor de su Madre es su Hijo, Jesucristo: “A los tibios los vomitaré de mi boca” (Ap 3, 16). Que María Santísima incendie nuestros corazones en el fuego de Amor que envuelve su Inmaculado Corazón, para que evitemos siempre la tibieza espiritual.




[1] Cfr. Capítulo XXX.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Porqué la Virgen en Fátima pide la Consagración a su Inmaculado Corazón


         En la Aparición del 13 de junio de 1917, la Virgen pide la Consagración a su Inmaculado Corazón: “Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien le abrazare prometo la salvación y serán queridas sus almas por Dios como flores puestas por mí para adornar su Trono”.
¿Por qué pide la Virgen en Fátima la Consagración a su Inmaculado Corazón? La respuesta la encontramos analizando lo que la Virgen le dijo a Sor Lucía en esa misma Aparición, luego de anunciarle que sus primos Jacinta y Francisco irían al cielo y ella quedaría en la tierra: “Nunca te dejaré. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios”[1]. Según lo que la Virgen le dijo a Sor Lucía, quienes quedamos en la tierra, necesitamos tres cosas, hasta llegar al cielo: compañía, un refugio y un camino, y todo eso nos lo proporciona el Inmaculado Corazón de María: “Nunca te dejaré. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios”.
         “Nunca te dejaré”: si no nos consagramos al Inmaculado Corazón de María, estamos solos, aun cuando estemos rodeados de muchas personas; si no nos consagramos a María, aun cuando vivamos en medio del ruido y de la música y del estruendo del mundo, estamos solos, y necesitamos de la compañía de la Virgen, y esa compañía la tenemos cuando nos consagramos a su Inmaculado Corazón, y eso es lo que la Virgen le quiere decir a Sor Lucía cuando le dice: “Nunca te dejaré”.
         “Mi Inmaculado Corazón será tu refugio”: este mundo, según el Evangelio, está “bajo el dominio del Maligno” (1 Jn 5, 19), y eso lo podemos ver a diario: violencias, guerras, injusticias, sectas, hambre, odio, usura, materialismo, mentiras, peleas, discordias, engaños, inmoralidades de todo tipo, etc. El mundo actual es como un inmenso alud de mal, que arrastra todo a su paso, y para cuya defensa, nada de lo que pueda hacer el hombre es útil. Solo el Inmaculado Corazón de María es el refugio seguro frente al horrible huracán de maldad y perversidad que azota sin compasión a toda la humanidad y que segundo a segundo parece aumentar de intensidad. Sólo la consagración al Inmaculado Corazón de María no solo nos librará de esta tormenta de oscuridad infernal, sino que nos alumbrará con la luz del Espíritu Santo, mientras el mundo se sumerge en las tinieblas más oscuras que jamás haya conocido la humanidad.
“Y el camino que te conducirá a Dios”: la humanidad, en nuestros días, transita múltiples caminos, anchos, pavimentados, lisos, en pendiente, fáciles de transitar, divertidos, coloridos, atractivos, que a la par que se los transitan, permiten dar rienda suelta a las pasiones. Sin embargo, esos caminos finalizan en el Abismo del cual no se sale. El Inmaculado Corazón de María, por el contrario, es el camino seguro que conduce a Dios, porque nada hay en María que no sea de Dios y para Dios, y es por eso que, quien se adentra en el Inmaculado Corazón de María, se adentra en el Sagrado Corazón de Jesús, que es el Corazón mismo de Dios, y es por eso que, consagrarse al Inmaculado Corazón de María, es equivalente a consagrarse al Corazón mismo de su Hijo Jesús, que es el Corazón de Dios.
Estas son las razones por las cuales la Virgen, en Fátima, pide que, los que estamos aún en la tierra, peregrinando hacia la eternidad, debemos consagrarnos a su Inmaculado Corazón.




[1] http://www.corazones.org/maria/fatima/apariciones_nuestra_senora_fatima.html

martes, 24 de septiembre de 2013

Nuestra Señora del Rosario de San Nicolás nos pide que nos consagremos a su Inmaculado Corazón

         

       ¿Cuál es la razón última de una manifestación tan extraordinaria como la de la Virgen en San Nicolás?
La Virgen vino a San Nicolás a pedirnos que nos consagremos a su Corazón Inmaculado, y es lo que Ella dice explícitamente: “Gladys, no desaparecerá jamás, la presencia de la Madre de Cristo, en este lugar. Desde aquí pido a mis hijos: La Consagración a Mi Corazón. Esa Consagración, que no requiere papeles ni fórmulas, porque esa Consagración irá directamente a Mi Corazón; será única y exclusivamente para Mi Corazón y será recibida por Mi Corazón. Debéis tener mucho amor y devoción a María; oración constante del Santo Rosario y participación diaria en la Santa Eucaristía. En el amor a la Madre, hallaréis el Amor al Hijo; en la oración a la Madre, estaréis en unión con el Hijo y en la Santa Eucaristía, os encontraréis con el Hijo. Bendito sea Jesucristo”[1].
La Virgen, que se manifiesta y se hace presente en San Nicolás, de parte de Dios Padre, quiere que nos consagremos a su Inmaculado Corazón, morada de Dios Espíritu Santo, para que por medio del Amor Divino amemos y conozcamos a su Hijo Jesús. La consagración a la Virgen tiene por único objetivo el que conozcamos y amemos a Jesús, su Hijo, nuestro Redentor y Salvador. Ahora bien, las apariciones de la Virgen en San Nicolás, y su pedido de consagración, no persiguen un mero aumento de la devoción entre los fieles católicos, ni tampoco deben entenderse como un mero pedido del cielo al pueblo fiel para que simplemente “rece más”: la totalidad de las manifestaciones, y el pedido especial de consagración al Inmaculado Corazón de María, se enmarcan y entienden en su plenitud a la luz de las palabras que Dios pronuncia en el Génesis cuando, dirigiéndose a la Antigua Serpiente, el Ángel caído, le anuncia el estado de enemistad permanente e irreversible entre los hijos de María y los hijos de las tinieblas: “Pondré enemistad entre ti y la Mujer, y entre tu estirpe y la suya” (Gn 13, 14). La urgencia del pedido de la Virgen se entiende todavía más, si se considera que la Nueva Era tiene por objetivo declarado la iniciación y consagración luciferina de la humanidad. La consagración al Inmaculado Corazón de María, por lo tanto, no se limita a un grupo de señoras piadosas, integrantes de cofradías disminuidas en número: la consagración a la Virgen debe ser hecha por la totalidad de los fieles que integran la Iglesia, para que desde la Iglesia se extienda a toda la humanidad el triunfo de los Corazones de Jesús y María.
“Desde aquí pido a mis hijos: La Consagración a Mi Corazón”. El pedido de la Virgen es urgente; tanto más, cuanto que cada día que pasa, las tinieblas parecen cobrar cada vez más fuerza, aunque no debemos jamás dudar del triunfo de la Virgen y de Jesús, triunfo que se da a través del Corazón de María, anunciado también en el Génesis, aunque precedido de tribulaciones: “Ella te aplastará la cabeza, mientras tú acecharás su calcañar” (Gn 13, 15).



[1] Mensaje 1426.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¿Qué quiere decir “consagrarse a la Virgen”?



         Consagrarse a la Virgen quiere decir entregarle a la Virgen nuestro modo de pensar, de desear, de obrar, y el fin de la consagración es hacer la Voluntad de Dios. A partir de la Consagración, toda nuestra vida queda “marianizada”, queda bajo la protección maternal de la Virgen María.
         Esto quiere decir que, a partir de la Consagración -luego de realizar las cuatro semanas de preparación, según el método de San Luis María Grignon de Montfort-, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras palabras, nuestras obras, ya no son más los nuestros, sino los de la Virgen.
         ¿Cómo se traduce esto en la vida de todos los días? Dependerá de nuestro deber de estado.
         Para los hijos, será tratar a los padres y a los hermanos tal como la Virgen trataba a sus padres y a su hermana, Saromé; para los padres, será tratar a sus hijos tal como la Virgen trataba a su Hijo Jesús; para todos, será amar a Dios y al prójimo como la Virgen amaba a Jesús, que era al mismo tiempo su Dios y su Hijo.
El que se consagra a la Virgen recibe el signo de la Cruz en su frente, en su corazón y en sus manos, porque los pensamientos, los deseos, las palabras y las obras de la Virgen son  los mismos de Cristo,: en su frente, para que todos sus pensamientos sean santificados por la Cruz; en el corazón, para que no entre ningún otro deseo que no sean los de Cristo crucificado; en las manos, para que sus obras no sean más las de la tierra, sino las obras de Cristo, que son obras de amor, de bien y de paz.
Esto quiere decir rechazar todo tipo de pensamiento, deseo y obra malos y oscuros, como la venganza, el enojo, el rencor, el resentimiento, de impureza, de pereza, de rebelión, de negación de la Cruz, porque todas esas cosas, oscuras y malas, no provienen nunca del Espíritu de Dios, ni conducen a Él, sino que vienen del mal espíritu, del Dragón del Apocalipsis, el demonio; pero no solo quiere decir rechazar todas estas cosas malas, sino ante todo tener los pensamientos, los deseos y las obras de perdón, de reconciliación, de paz, de amistad, de pureza, de sacrificio, de obediencia, de amor a la Cruz, de oración y de adoración, que vienen del Espíritu de Dios, a través de María Santísima, que es Madre y Mediadora de todas las gracias.
En todo momento, el consagrado debe preguntarse interiormente: “¿Qué pensaría la Virgen en mi lugar?”; “¿Cómo obraría la Virgen en esta situación?”; “¿Cuáles serían los sentimientos de la Virgen en esta situación?”, y acomodar sus pensamientos, sus deseos y sus obras, a los pensamientos, deseos y obras de la Virgen, que son los de Jesús.
Por último, nos consagramos a la Virgen porque Ella pidió la consagración a su Corazón Inmaculado en Fátima y en muchos otros lugares, y lo hacemos para cumplir más prontamente y a la perfección la Voluntad de Dios en nuestras vidas, porque el fin de nuestro paso por la tierra es hacer su Voluntad, que siempre es santa, y que quiere que todos nos salvemos, que todos vayamos al Cielo. La mejor manera de cumplir la Voluntad de Dios en nuestras vidas, es consagrándonos a la Virgen, porque así nos unimos a Ella, que dijo “Fiat”, “Sí”, “Cúmplase”, a la Voluntad de Dios, en el anuncio del Ángel: “Hágase en mí según tu Palabra”. Con la consagración, le decimos “Sí” a la Voluntad de Dios sobre nuestras vidas, con el mismo “Sí” de María.

martes, 5 de abril de 2011

Angelus Eucarístico


Angelus Eucarístico

“El sacerdote del Señor pronunció las palabras de la consagración/

Y el Espíritu Santo fecundó el seno de la Iglesia,/

Prolongando la Encarnación del Verbo/

En la Eucaristía/.


Ave, Iglesia Santa y Pura, Llena eres del Espíritu de Dios,/

Bendita eres para la humanidad toda/

Porque Bendito es Jesús Eucaristía,/

El fruto de tu seno virgen,/

El altar eucarístico/.

Santa Madre Iglesia,/

Ruega por nosotros, pecadores,/

Ahora, y úngenos en la hora de la muerte. Amén/.


He aquí la Iglesia del Señor,/

La Palabra de Dios obre en Mí la conversión/

Del pan en el Cuerpo/

Y del vino en la Sangre/

Del Señor/.


Ave, Iglesia Santa y Pura, …


Y el Verbo de Dios prolongó su encarnación

en la Eucaristía

Y habitó y habitará entre los hombres/

Hasta el fin de los tiempos/.


Ave, Iglesia Santa y Pura, …

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo/

Como era en el principio,

Ahora y siempre,

Por los siglos de los siglos. Amén. (Tres veces)


Oremos. Te suplicamos, Señor, derrames tu gracia en nuestras almas, para que, habiendo conocido por la voz del sacerdote en la consagración, la Presencia de Tu Hijo en el Sacramento de la Eucaristía, seamos llevados, por los méritos de su Pasión y Muerte en cruz renovados incruentamente en el altar, a la gloria de la Resurrección. Por Cristo Nuestro Señor. Amén”.