(Ciclo B – 2015)
Hacia el final del año civil y en el comienzo exacto del
Nuevo Año, la Iglesia coloca una de sus solemnidades más importantes y
significativas: la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Debemos preguntarnos
el motivo: si es coincidencia o casualidad –es decir, si la Solemnidad está
puesta en esta fecha por la Iglesia sin un motivo especial- o si, por el
contrario, guiada por el Espíritu Santo y asistida por la Sabiduría Divina, la
Santa Madre Iglesia tiene una razón especial para colocar en este momento de
fin de un año y de inicio de otro, una Solemnidad tan importante. Y la
respuesta es que la Iglesia, Madre y Maestra de Sabiduría, guiada e iluminada
por el Espíritu Santo y asistida por la Divina Sabiduría, no hace nada al azar,
y si ha puesto en esta fecha la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, es
porque tiene alguna razón. ¿Cuál es?
Para entender el porqué, debemos primero considerar quién es
el Hijo de la Madre de Dios, Cristo. Cristo es Dios. Y puesto que Cristo es
Dios, Él, el Hijo de la Virgen, es “su misma eternidad” y Él, siendo Dios
Eterno, ingresó en nuestro tiempo, en nuestra historia humana, encarnándose en
el seno virgen de María, para redimirnos, es decir, para salvarnos, para
destruir y vencer para siempre, con su sacrificio en cruz, a los tres grandes
enemigos de la humanidad: el demonio, el pecado y la muerte. Jesús, el Hijo de
María, Dios Hijo, siendo Dios Eterno, procedente del seno del Eterno Padre, al
encarnarse en el seno virginal de María Santísima, asumió nuestra naturaleza
humana en unidad de Persona: quiere decir que Él, siendo Dios, se hizo hombre,
sin dejar de ser Dios, para que nosotros nos hiciéramos Dios por participación,
por medio de la participación en la vida divina, a través de la gracia.
Pero el hecho de que Dios Hijo se haya encarnado y haya
asumido nuestra naturaleza humana, significa que ha santificado toda nuestra
naturaleza humana -con excepción del pecado, porque este ha sido precisamente
destruido con su Encarnación y Muerte en cruz- y es por eso que, lo que antes
era castigo divino por habernos apartado de Dios –la enfermedad, el dolor, la
muerte-, ahora, en Él, en Cristo Jesús, puesto que son realidades asumidas,
redimidas –esto es, santificadas- por Él, unidas a Él, se convierten en
sacrificios y ofrendas agradabilísimas a Dios. Así, para nosotros, los
cristianos, la enfermedad, el dolor y la muerte, si bien son realidades
dolorosas, en Cristo Jesús –ofrecidas a Él por manos de su Madre, la Virgen- adquieren
una nueva dimensión, una dimensión impensada, inimaginable, porque al unirlas a
estas realidades a su cruz, todas estas realidades nuestras humanas, dolorosas,
quedan santificadas por Él, porque Él, en cuanto Dios, “hace nuevas todas las
cosas” (Ap 21, 5; Is 43, 19), y a estas realidades las “hace
nuevas”, porque las convierte en eventos de santificación y de salvación.
Por la Encarnación del Hombre-Dios, entonces,
quedan santificadas y redimidas nuestras realidades humanas como la enfermedad,
el dolor y la muerte, y por supuesto que también la alegría y el gozo, porque
todo lo humano bueno, que puede ser asumido y rescatado, no solo es asumido y
rescatado por Jesucristo, sino que es elevado a evento de salvación.
Y
dentro de estas realidades humanas, asumidas por el Hombre-Dios en la
Encarnación y elevadas a eventos de salvación, está el tiempo, la historia,
tanto de la humanidad –de toda la humanidad, desde Adán y Eva hasta el último
hombre nacido en el Día del Juicio Final-, como el tiempo y la historia de cada
hombre, de cada ser humano, en particular. Al encarnarse, Jesús, Hombre-Dios,
Dios Eterno, ha asumido y santificado el tiempo, y ha orientado la historia
humana y la historia de cada hombre particular, hacia el vértice de la
eternidad trinitaria, de manera tal que los segundos, los minutos, las horas,
los días, los meses, los años, desde la Encarnación, han quedado “impregnados” –si
se puede decir así- de la eternidad divina, y han sido orientados hacia la
eternidad divina, por lo que la consumación del tiempo humano finaliza en la
eternidad del Ser trinitario.
Dicho
en otras palabras, desde la Encarnación del Verbo, toda la historia humana y el
tiempo humano, así como el tiempo y la historia personal de cada ser humano, no
se explican, ni en su origen ni en su fin, sin una relación directa con el Ser
trinitario divino. Esto quiere decir que cada segundo, cada minuto, cada hora,
cada día, cada año, todo el año, todos los años, vividos por el cristiano, le
pertenecen, no a él –al cristiano-, sino a Jesús, Dios Eterno, porque Él los ha
adquirido, los ha comprado, al precio altísimo de su Sangre, de su Santo
Sacrificio de la Cruz. Por la Encarnación del Verbo, cada segundo de nuestras
vidas –y por lo tanto, todo el año-, le pertenece a Jesucristo, Dios Eterno, y
a Él le debe estar dedicado y consagrado, cada segundo de nuestras vidas y, por
lo tanto, todo el año y todos los años que nos resten por vivir en esta vida
terrena, para así ser merecedores del feliz encuentro, cara a cara, en el Reino
de los cielos.
Ahora,
entonces, estamos en grado de comprender por qué la Iglesia coloca, hacia el
fin del año civil, y sobre todo, en el primerísimo instante del Año Nuevo que
se inicia, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios: la Iglesia quiere que,
al iniciar el Año Nuevo, los hijos de Dios consagren a Jesucristo, por medio de
la Virgen, todo el Año Nuevo que se inicia: todo, cada segundo, cada minuto,
cada hora, cada día, cada mes, todos los meses, para que todo el tiempo del Año
Nuevo sea vivido de cara a la feliz eternidad, la Eternidad personificada,
Cristo Jesús; la Iglesia coloca esta Solemnidad al inicio de un Nuevo Año, para
que todo el Año Nuevo sea consagrado a Jesucristo, por manos de la Virgen, para
que todo este nuevo tiempo que se inicia sea santo y santificado por Jesucristo,
y que ningún segundo –ni uno solo- escape de su santísima, amabilísima y adorabilísima
Voluntad. Ésta es la razón, entonces, de por qué la Iglesia coloca la
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, al inicio del Año Nuevo: para que lo
consagremos, por medio de sus manos y de su Inmaculado Corazón, a su Hijo, que
es la Divina Misericordia encarnada, para que cada segundo del Año Nuevo que
iniciamos, esté sumergido en el Amor Eterno de la insondable Misericordia
Divina.