(Ciclo C – 2019-2020)
Guiada por su sabiduría
sobrenatural y bi-milenaria, la Santa Madre Iglesia coloca la Solemnidad litúrgica
de Santa María Madre de Dios en el preciso instante en el que, apenas
finalizado el año civil, comienza un nuevo año civil y esto no es una
casualidad, sino que está hecho así a propósito, es decir, a sabiendas. En otras
palabras, no es una coincidencia de la casualidad que la Iglesia celebre la
Solemnidad de Santa María Madre de Dios justo en el momento en el que el mundo,
literalmente hablando, deja atrás un año y comienza otro. Un significado es que
el tiempo litúrgico penetra y hace partícipe, al tiempo mundano, de la
eternidad de Dios, por medio de la solemnidad litúrgica. Esto sucede porque la
Iglesia no es indiferente ante la historia humana y por eso está presente
incluso cuando los hombres ni siquiera piensan en lo sagrado, como lo es el
festejar el paso del tiempo.
La razón de la presencia
de la solemnidad de Santa María Madre de Dios al inicio del año nuevo no es
solo que los católicos no mundanicen el tiempo, impregnado de la eternidad de
Dios desde la Encarnación del Verbo, sino que además de eso, consagren el
tiempo nuevo que se inicia al Inmaculado Corazón de María.
El evento sobrenatural
más grande de la historia humana, la Encarnación del Verbo, hace que el tiempo
humano, la historia humana –su pasado, presente y futuro-, que se mide en
segundos, horas, días y años, haya quedado “impregnado”, por así decirlo, por
la eternidad de Dios, puesto que el Verbo Encarnado es Dios Eterno ingresado en
el tiempo, que a partir de la Encarnación hace que las coordenadas tiempo y
espacio, en vez de dirigirse “linealmente”, es decir, en sentido horizontal,
comiencen una nueva trayectoria, ascendente, hacia la eternidad de Dios.
La Encarnación del Verbo
determina que la historia humana adquiera un nuevo sentido y si antes podía
graficarse a esta en sentido lineal y horizontal, a partir de la Encarnación de
la Palabra de Dios, puede y debe graficarse en el nuevo sentido que adquiere,
el sentido ascendente, porque el tiempo y el espacio quedan, como dijimos, “impregnados”
por la eternidad de Dios.
Dios Trino es el Dueño total
y absoluto no solo de la humanidad, sino de la historia humana y es por esta
razón que se encarna, para dirigir a la historia y a la humanidad hacia sí.
Sólo por este motivo el
tiempo –y por añadidura, el festejo de su paso, que es en lo que consiste la
celebración del año nuevo-, debería bastar para ser considerado como “sagrado”,
porque en absoluto es lo mismo que el Verbo se encarne o no se encarne. Al encarnarse
en el seno purísimo de María Virgen, el Verbo de Dios ha hecho partícipe al
tiempo y a la historia de su eternidad y su santidad. Con esto bastaría, por lo
tanto, para que el hombre, al festejar el paso del tiempo, no lo haga mundana y
terrenalmente, sino con un sentido de eternidad: cada segundo que pasa es un
segundo menos que nos acerca a la eternidad plena de Dios Trinidad; cada “año
nuevo” que el hombre festeja, es un año menos que nos separa del Gran Día, el
Día del Juicio Final, el Día en el que el Juez glorioso y supremo, Cristo
Jesús, habrá de juzgar a la humanidad para dar a cada uno lo que merece, según
sus obras. Lo volvemos a decir: con esto debería bastar para que el hombre no
celebre el paso del tiempo de modo pagano y mundano, sino con un sentido
cristiano y trascendente, mirando a la eternidad que se aproxima cada vez más.
Ahora bien, la Iglesia le
añade otro motivo más para que el festejo del fin de año y de inicio de año
esté centrado en Cristo Jesús y el modo por el cual lo hace es colocando la
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en el primer segundo del tiempo nuevo
que se inicia.
En el mismo segundo en el
que el hombre festeja el cambio de año, la Iglesia coloca esta solemnidad para
que el hombre consagre, al Inmaculado Corazón de María, el tiempo nuevo que se
inicia, para que cada segundo, cada hora, cada día, queden bajo el amparo y la
protección de la Madre de Dios.
Como dice la Santísima Virgen al Padre Gobbi,
muchos cristianos –muchos católicos-, a pesar de vivir en países prósperos y en
libertad religiosa, como los países capitalistas –a diferencia de los
cristianos perseguidos, aquellos que viven bajo la opresión de regímenes
comunistas como Cuba, China, Venezuela, etc.-, a pesar de esta abundancia
material, viven sin embargo una “indigencia espiritual, totalmente sumergidos
en sus intereses terrenales”[1]
y muestra de esta indigencia espiritual, consecuencia de haber dejado de lado
al Hombre-Dios Jesucristo, es la forma de festejar, pagana y mundana, el paso
del tiempo. De esta manera, estos cristianos –siempre según la Virgen- “cierran
conscientemente sus almas a la gran misericordia”[2] del Hijo de la Virgen, el
Hombre-Dios Jesucristo.
La anti-cristiana
cosmovisión marxista[3],
según la cual el pobre material –el obrero, el asalariado- es el centro de la
historia, ha transmitido sus errores a una parte importante de la Iglesia y es
así como han surgido teorías y teologías que dejan de lado al Hombre-Dios para
colocar en su lugar –impíamente- al hombre, constituyéndolo al hombre en objeto
de auto-adoración o de adoración de sí mismo. Según estas teorías, el Reino de
Dios sería una impostación mundana, terrena e intra-histórica, sin miras de
trascendencia y por supuesto sin su realización en la eternidad. Siguiendo a
estas cosmovisiones anti-cristianas, el hombre –más que el hombre, el pobre
material- constituiría la salvación, el estado ideal de santidad intra-mundana
que no necesita de un Salvador como Jesucristo, ni tampoco de su gracia
santificante: la salvación está en salir del estado de pobreza.
Pero ni el pobre es el
centro de la historia, ni la pobreza el objetivo del hombre: la salvación
consiste en quitar el pecado del alma por la gracia de Jesucristo y convertir
el corazón a Jesús Eucaristía y es para ayudar a esta conversión eucarística que
la Iglesia pone, al inicio del año civil, la Solemnidad de Santa María, Madre
de Dios, para que el hombre se consagre a su Inmaculado Corazón y deposite en
sus manos maternales el tiempo nuevo que se inicia. Iniciemos entonces el nuevo
año elevando los ojos del alma a la Madre de Dios y, unidos a Ella por la fe y
el amor, encomendemos el año nuevo a su maternal protección, para que, adorando
a su Hijo en el tiempo, lo continuemos adorando en la eternidad.
[1] Stefano Gobbi, A los Sacerdotes, hijos
predilectos de la Santísima Virgen, Mensaje del 31 de Diciembre de 1975,
última noche del año, Editorial Nuestra Señora de Fátima, Argentina 1992, 179.
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