Una de las características de la aparición –entre tantas- de
Nuestra Señora de Guadalupe, es que Ella se aparece a quien humanamente es el
más pequeño de todos, aunque también es el más devoto, el más ferviente –va a
misa todos los días- y el que más fe tiene en los sacramentos –cuando se le
aparece la Virgen, está en la tarea de buscar un sacerdote para que le dé la extremaunción
a su tío-. Es decir, visto humanamente, Juan Diego carecía de riquezas
materiales, de instrucción, de posición social. Sin embargo, tenía otros
grandes dones, que superaban con mucho a los que no tenía: como dijimos, era
ferviente, devoto y tenía mucha fe en la Iglesia y en los sacramentos. La prueba
es que siempre se dirigió al obispo como lo que es, el jefe de la iglesia
local, y con mucho respeto y atención; además, tenía una gran devoción por la
misa, a la que acudía todos los días y tenía una gran fe en los sacramentos,
sobre todo la Eucaristía. Insignificante en la escala social, pero grande
espiritual y sobrenaturalmente. Y la Virgen lo elige a él para aparecerse, en
una de las más grandes manifestaciones marianas de todos los tiempos: no elige
ni al obispo –aunque es testigo de su milagro- ni a los sacerdotes, ni a los
hombres de mayor posición social y de mayores riquezas terrenas: la Virgen lo
elige a él, a Juan Diego, un indígena de escasos conocimientos humanos y muy
pobre materialmente, aunque con grandes virtudes sobrenaturales, sobre todo
sabiduría celestial y fe.
Es a él –y en la persona de Juan Diego, a todos nosotros- a
quien la Virgen elige para decirle estas hermosas y consoladoras palabras: “Sábelo,
ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen
Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, del Creador de las
personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediatez, el Dueño del cielo, Dueño
de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten un templo, para en
él mostrar y dar todo mi amor, mi compasión, mi auxilio y mi salvación. Porque
en verdad soy vuestra madre compasiva, a ti, a todos vosotros juntos los
moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí
confíen; quiero oír ahí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores”[1]. Y
cuando Juan Diego, preocupado por la salud de su tío, decide ir por otro
camino, para así no encontrarse con la Virgen y poder llegar al sacerdote para
que le lleve la unción de los enfermos, la Virgen se le aparece y le dice: “Escucha,
y ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te asusta y
aflige. Que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni
ninguna otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No
estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No
estás por ventura en mi regazo? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que
ninguna otra cosa te aflija, ni te perturbe. No te apriete con pena la
enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya
sanó”.
Atesoremos las palabras de la Virgen dichas a Juan Diego;
las guardemos en la memoria, pero sobre todo en el corazón, porque a través de
él, son dichas para todos y cada uno de nosotros. Y le pidamos a la Virgen que,
si carecemos de las cualidades de Juan Diego, que Ella, como Madre amorosísima,
supla con su amor maternal nuestras carencias y nos lleve, como a Juan Diego, en
lo más profundo de su Corazón Inmaculado.
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