sábado, 1 de diciembre de 2018

Novena a la Inmaculada Concepción Día 2



         Una de las virtudes que más ama Dios en el alma es la humildad. A tal punto la ama, que en el Evangelio nos pide, explícitamente, que luchemos por adquirir esa virtud, para así imitarlo a Él: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. La humildad es una de las formas en las que la infinita perfección del Ser divino trinitario se expresa a través de la naturaleza humana; de ahí que ser humildes –que no significa pobreza material-implica no solo la imitación de Cristo –y por supuesto, también de la Virgen- sino que ante todo implica la participación en la perfección del Ser divino trinitario. Es decir, Jesús nos pide ser humildes no sólo por la virtud en sí misma, que es buena, sino por un motivo más elevado: porque así lo imitamos a Él, que es “manso y humilde de corazón” y al mismo tiempo, participamos de su naturaleza divina y de la perfección de su Ser divino trinitario. Por supuesto que también imitamos a la Virgen, porque después de Jesús, quien posee el más alto grado de humildad, más que todos los ángeles y santos juntos, es la Santísima Virgen. Así lo demuestra, por ejemplo, cuando el Arcángel Gabriel la saluda para anunciarle la Encarnación y la Virgen, lejos de ensoberbecerse por haber sido elegida para ser Madre de Dios, se llama a sí misma “esclava”: “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según su voluntad”.
Porque Dios ama la humildad –la cual, lo repetimos, no se refiere a la pobreza material-, es que elige a Bernardita Soubirous, quien era, por naturaleza, humilde, simple, sencilla, al punto que podía decirse que en ella no existía la malicia. Según Bernardita misma lo declaró, jamás dijo una mentira –por eso le parecía inconcebible que alguien dijera una mentira-, lo cual demuestra un alma que es transparente, pura y humilde, por la acción de la gracia. La Virgen no eligió a sabios doctores y teólogos para manifestar uno de los más grandiosos misterios y dogmas de su condición de ser la Madre de Dios, esto es, que Ella es la Inmaculada Concepción, sino que eligió a una niña, que apenas sabía leer y escribir y que sólo sabía las verdades elementales de la religión católica y el motivo por el cual la Virgen –y Dios mismo- eligió a Bernardita para transmitir al mundo tan importante revelación, es que Bernardita era humilde, sencilla, simple, inhabitada por la gracia desde su bautismo.
Puesto que estamos lejos de la humildad, no solo de Jesús y de la Virgen, sino de la humildad de Bernardita, debemos pedir, insistentemente, a la Virgen, Mediadora de todas las gracias, la gracia de no solo rechazar el más mínimo pensamiento de soberbia, sino de al menos desear ser humildes de corazón, para así imitar y participar de la humildad de los Corazones de Jesús y María. Si queremos estar unidos a Jesús y a María, recordemos las palabras de la Virgen en el Magníficat: “(Dios) rechaza a los soberbios y ensalza a los humildes”. Por último, si alguien pregunta cómo se llega a la humildad, los Padres del desierto dicen así: "A la humildad se llega por el temor de Dios (...) y al temor de Dios se llega alejándose de todo lo mundano y recordando, con todas las fuerzas, el día de la muerte y el Juicio de Dios" (cfr. Apotegmas de los Padres del Desierto, Editorial Lumen, Buenos Aires 1979, 62).



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