La
Virgen, luego de Asunción, fue coronada por Nuestro Señor Jesucristo con la
corona de luz y de gloria divina, quedando así constituida en Reina de cielos y
tierra y Reina de ángeles y hombres. Ella es la “Mujer del Apocalipsis”,
revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de estrellas en la
cabeza: el sol con el que está revestida la Virgen es la gloria de su Hijo
Jesús, a Quien Ella, por su pureza y humildad, mereció llevarlo en su seno
virginal; la luna bajo sus pies, significa que, en cuanto Reina, todo el
universo visible y el invisible, le están sometidos, luego de su Hijo Jesús,
Rey de cielos y tierra y de quien la Virgen participa su realeza; la corona de
doce estrellas simboliza la corona de luz y gloria celestial con la que la
Santísima Trinidad premió a la Virgen y Madre de Dios.
Sin embargo, esta corona de luz y gloria no la recibió María
en el cielo sin antes participar, en la tierra, de la corona de espinas de su
Hijo Jesús, no de manera física, sino de manera mística que no significa que
sea menos real. En efecto, la Virgen, aquí en la tierra, participó de la Pasión
redentora de su Hijo Jesús, sufriendo sus mismos dolores, aunque no
físicamente, pero sí moral y espiritualmente. Esto quiere decir que también
sufrió la coronación de espinas de Jesús, con la misma intensidad de dolores,
aunque Ella no recibió la coronación físicamente, y así como la corona de
espinas del Redentor, se convirtió en corona de gloria en los cielos, que lo
revestía de su carácter de Rey de cielos y tierra, así también sucedió con la
Virgen, quien luego de sufrir místicamente la coronación de espinas de Jesús en
la tierra, mereció, luego de su Dormición y Asunción en cuerpo y alma a los
cielos, la corona de luz y gloria que la entronizaba como Reina y Emperatriz de
todo lo creado, de ángeles y hombres, de cielos y tierra. Y así como ante esta
Reina admirable, los ángeles del cielo, los santos y los justos en la tierra
doblan sus cabezas en respetuosa y amorosa reverencia, así también los demonios
del infierno tiemblan de terror y espanto y huyen ante el solo hecho de ser
pronunciado el nombre impuesto por la Trinidad: Reina y Emperatriz de cielos y
tierra, de ángeles y hombres.
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