Nuestro
Señor le reveló a Santa Brígida de Suecia los Siete Dolores de su Madre: el Primer
Dolor, sufrido en el momento de la profecía de Simeón (cfr. Lc 2, 22-35), cuando le fue profetizado
a la Virgen que ese Niño que Ella llevaba en sus brazos y que era la vida de su
Corazón, habría de sufrir la amargura de la Pasión y Muerte en Cruz, porque así
habría de salvarnos a nosotros, los hombres pecadores. En recuerdo de este
dolor, debemos pedir a la Virgen el verdadero dolor de los pecados, el dolor
que nos lleva a preferir morir antes que cometer un pecado mortal o venial
deliberado.
El
Segundo Dolor de María Santísima se produjo en la Huida a Egipto (Mt 2, 13-15), no solo por lo que el
destierro significa y por lo peligroso del camino, sino al enterarse del motivo
de esta huida, y es que su Hijo era buscado por el malvado rey Herodes quien,
sintiéndose amenazado en su poder, quería encontrarlo y darle muerte. María
Santísima experimenta el agudísimo dolor que atraviesa como un puñal su Corazón
Inmaculado, al saber que su Hijo está en peligro de muerte y es por eso que,
bajo las indicaciones del Ángel a San José, debe emprender con él y con el
Niño, la huida a Egipto. Se cumplen así las palabras del Apocalipsis: “A la
Mujer –la Virgen- le fueron dadas dos alas con las que huyó al desierto con su
Hijo, para ponerlo a salvo del Dragón”. Por este dolor, provocado por mis
pecados, pedimos la gracia de perseverar en la confianza, en el amor a Dios y
en su gracia, aún –y sobre todo- en los momentos más difíciles de nuestra vida.
El
Tercer Dolor lo experimentó María Santísima cuando el Niño se perdió en el
Templo (Lc 2, 41 -50), pues tanto
José como María, al momento de regresar, pensaban cada uno que el Niño estaría
con el otro, emprendiendo la marcha de regreso a Nazareth, sin el Niño. Al darse
cuenta de que Jesús no estaba con ellos, emprendieron el regreso a Jerusalén,
buscándolo por tres días, y encontrándolo finalmente en el Templo, en medio de
los Doctores de la Ley, respondiendo a sus preguntas. Por este dolor de María
Virgen, pidamos la gracia de que, si hemos perdido de vista a Jesús a causa de
nuestros extravíos, llevados de la mano de María, lo encontremos en el Templo,
en el Sagrario, en la Eucaristía, en donde Jesús responderá a todas las
preguntas, sobre todo lo concerniente al sentido de nuestra vida, que es la
salvación eterna del alma.
El
Cuarto Dolor lo sufrió María en su encuentro con Jesús camino del Calvario, en
lo que es la Cuarta Estación del Vía Crucis: la Virgen y Madre puede acercarse,
por breves instantes, a su Hijo Jesús, que ha caído bajo el peso de la Cruz, y
aunque el encuentro es breve, el intercambio de miradas entre Jesús y su Madre,
llena de consuelo a Jesús en medio del dolor, pues el amor maternal de María le
hace olvidar, aunque sea por brevísimos segundos, el inmenso dolor y amargura
de la Pasión, colmando su Sagrado Corazón de dicha inefable. Del mismo modo,
María Santísima, Nuestra Madre del cielo, está al lado nuestro en esta vida
terrena, en la que llevando la cruz de cada día, nos dirigimos al Calvario,
para que muera el hombre viejo y así poder nacer a la vida del hombre nuevo, la
vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.
El
Quinto Dolor lo experimenta María Santísima en el momento en el que su
amadísimo Hijo Jesús muere en la Cruz (Jn
19, 17-39): luego de acompañarlo durante todo el Via Crucis y luego de permanecer a su lado, al pie de la cruz, la
Virgen sufre un dolor tan intenso, que al tiempo que parece desgarrarle el
Corazón, parece también quitarle a Ella la vida, porque Jesús era el Amor de su
Corazón y la Vida de su alma. La Virgen experimenta, místicamente, la muerte,
al participar de la muerte de Jesús en la cruz. Y en ningún momento no solo no se
rebela, sino que ofrece este dolor que es igual a siete espadas clavadas en su
Corazón –es el cumplimiento de la profecía de Simeón-, a Dios Padre, por
nuestra conversión y salvación, y por eso se convierte en Corredentora. Por este
dolor de la Virgen, causado por nuestros pecados, debemos pedir la gracia de
detestar el pecado y de amar la vida de la gracia.
El
Sexto Dolor lo sufre María al recibir el Cuerpo de Jesús al ser bajado de la
Cruz (Mc 15, 42-46): la Virgen llora
en silencio, al abrazar el Cuerpo muerto, frío, sin vida, de Jesús, y es tanta
la cantidad de lágrimas que brotan de sus ojos, que con esas lágrimas limpia el
Rostro de Jesús, cubierto de tierra, barro, sudor y sangre y todo a causa de
nuestros pecados. Al contemplar a la Piedad, le pidamos a la Virgen participar
del dolor de su Corazón y que nos conceda sus lágrimas, para llorar por
nuestros pecados, prometiéndole a Nuestra Madre del cielo que solo por no verla
llorar, evitaremos el pecado, causa de su dolor, y acudiremos a la Confesión
Sacramental con premura, si hemos tenido el infortunio de caer, para así
concederle un consuelo a su Inmaculado Corazón.
El
Séptimo Dolor lo experimenta la Virgen cuando, después de bajarlo de la cruz y
llevarlo en procesión, debe separarse de su Hijo, dejándolo en el Sepulcro (Jn 19, 38-42). Por este dolor, sufrido
en la espera de la Resurrección de su Hijo, pidámosle a la Virgen que nos
alcance la gracia de desear siempre unirnos al Cuerpo glorioso y resucitado de
Jesús en la Eucaristía.
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