Según el Manual del Legionario, “las características de la
devoción legionaria quedan reflejadas en sus oraciones”[1], y
esto se debe al principio: “lex credendi, lex orandi”: es decir, según como se
cree, es lo que se reza.
¿Cuáles son esas características?
Dice así el Manual: “(…) La Legión está cimentada en una
gran confianza en Dios y en el amor que Él nos tiene a nosotros, sus hijos”. El
legionario no solo se considera hijo de Dios, sino que vive como tal, como hijo
que es, al haber sido adoptado por Dios por la gracia bautismal. Vivir como
hijos quiere decir no solo saber que somos hijos, sino dirigirnos a Dios como
nuestro Padre celestial, de la misma manera a como un niño pequeño se dirige a
su padre terreno: en toda ocasión, en las situaciones más difíciles, y en las
situaciones más alegres; en todo momento, recurrir a Dios como se recurre a un
Padre amoroso, seguros de su amor y confiados en su misericordia, reposando
nuestras almas en el amor infinito, eterno, inagotable, incomprensible, que Él
tiene por todos y cada uno de nosotros.
Continúa el Manual afirmando que “Dios desea servirse de
nuestros esfuerzos para gloria suya y, a fin de que fructifiquen
constantemente, los quiere purificar”[2]. Esto
significa que Dios quiere que seamos sus instrumentos, para que lo
glorifiquemos con nuestro apostolado, y si Él permite, por ejemplo, que no veamos
frutos en este apostolado, es para “purificarnos”, para que el apostolado no
sea hecho para vanagloria nuestra, pensando que lo que se consigue es por
nosotros, sino por su gloria y para su gloria.
El Manual nos advierte, precisamente, acerca de los extremos
en los que podemos caer, cuando no confiamos en Dios como nuestro Padre: o un
excesivo activismo, que no deja lugar a la oración y que es consecuencia de
pensar que somos nosotros los que producimos fruto y no Dios, o bien el
aletargamiento o “apatía”, una especie de desgano que viene al alma cuando no
ve frutos inmediatos, y esto sucede cuando no se tiene en cuenta que es Dios
quien inicia la obra, poniendo en nosotros los buenos deseos y propósitos y, si
es Él quien inicia la obra, será Él quien la llevará a término, a su debido
tiempo, cuando Él lo considere oportuno. Dios está más interesado que nosotros
mismos en las obras de apostolado, porque Él, más que nosotros, quiere nuestra
propia santificación y también la santificación de nuestros prójimos, y para
eso se sirve de nosotros.
Pero para eso, debemos “compenetrar nuestra voluntad con la
de Dios”, dice el Manual, y para ello necesitamos una gran confianza filial en
Dios nuestro Padre. Solo si esta confianza filial es fuerte –asentada en
Cristo, que es la Roca-, solo así, Dios se servirá de nosotros para conquistar
el mundo, que yace bajo el poder del maligno, para gloria suya. Si falta esta
confianza en Dios, por parte del legionario, entonces sí toda la obra que Dios
quiere hacer por intermedio nuestro, se verá malograda[3]. Para
que esto no suceda, debemos abandonarnos en Dios, pero no en un Dios como lo
hacen otras religiones, sino en el Dios católico, que es el Dios que nos ha
adoptado como hijos suyos y que nos ama con amor de locura, con el mismo amor
con el que amó a su Hijo Jesucristo, con el Amor de la Cruz. En este sentido,
la Virgen[4] es
ejemplo inigualable de abandono filial en Dios y de cómo, por medio de este
abandono en Él, el alma no solo triunfa de sus enemigos, sino que Dios cumple
sus planes a la perfección.
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