Natividad de María Santísima.
Hoy la Iglesia celebra la Sabiduría y el Amor creador de
Dios, plasmados en una creatura que sobrepasa a los ángeles y santos en
santidad, hermosura, humildad, belleza celestial y gloria divina, de grado tal,
que puede decirse que solo es superada por Dios Hijo encarnado, Cristo Jesús.
Esta creatura, en la que está incoada la Nueva Humanidad redimida por la Sangre
y la gracia del Cordero, es la Virgen y Madre de Dios, María Santísima.
Como Iglesia, celebramos el Nacimiento de Aquella que habría
de ser Virgen y Madre de Dios y para ello es que fue concebida como Inmaculada
Concepción, es decir, sin la mancha del pecado original, pero no solo, sino
también inhabitada por el Espíritu Santo, que colmó su cuerpo purísimo y su
alma bienaventurada desde el instante mismo de su concepción sin mancha.
Como Iglesia, celebramos el Nacimiento de la Mujer del
Génesis, Aquella que habría de aplastar la cabeza de la Serpiente Antigua, al
ser hecha partícipe, por su humildad incomparable, de la omnipotencia divina.
Como Iglesia, celebramos el Nacimiento de la Mujer del
Calvario, Aquella que, al pie de la Cruz, y en medio de los dolores inenarrables
de su Inmaculado Corazón, provocados por la participación mística de los
dolores de su Hijo crucificado, habría de ser Nuestra Madre celestial, por
encargo directo y explícito de Dios Hijo y como don incomprensible de su Sagrado
Corazón, puesto que el Amor que envolvía el Corazón de Jesús, no se conformaba
con entregar su Cuerpo y derramar hasta la última gota de su Sangre
Preciosísima por nuestra salvación, sino que, llevado por su extremo Amor por
todos y cada uno de nosotros, nos entregó a quien amaba con todo el Amor de su
Corazón, María Santísima, para que nos adoptara como hijos al pie de la Cruz. Así,
al pie del Árbol de la Vida, la Santa Cruz, la Nueva Eva engendraba, por la
gracia de Dios, a los nuevos hijos de Dios, los hijos nacidos por “el agua y el
Espíritu Santo”, el bautismo sacramental, reparando con esta estirpe “nacida de
lo alto” la desobediencia de la primera Eva y la rebelión de su estirpe, el
hombre viejo, el hombre caído por el pecado original.
Como
Iglesia, celebramos el Nacimiento de quien era reina por su ascendencia humana,
ya que provenía del linaje de Abraham y pertenecía a la tribu de Judá y a la
noble estirpe de David; pero sobre era Reina de cielos y tierras, por estar
destinada a ser la Virgen y Madre del Rey de reyes y Señor de señores, Cristo
Jesús, cuyo nacimiento virginal de María Santísima iluminó las tinieblas de
muerte en la que estábamos inmersos desde el pecado de Adán y Eva. Por María
Santísima vino al mundo y a nuestras almas la Luz Eterna, Cristo Jesús, Luz
Increada que proviene de la Luz Increada que es el Padre, Luz que además de
iluminar y disipar las tinieblas del error, del pecado y de la ignorancia,
derrota y vence para siempre a las tinieblas vivientes, los ángeles caídos -que
nos dominaban desde la falta original cometida por los primeros padres-, nos
comunica la Vida eterna y el Amor Eterno de Dios Uno y Trino, divinizando
nuestras almas y convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios.
Hoy
celebramos el Nacimiento de la gloriosísima siempre Virgen María, en cuyo seno
virginal y purísimo habría de ser concebido el Redentor del mundo, siendo por ello
bendito el fruto de su vientre purísimo y causa de nuestra alegría, pues a
través de su parto virginal, nacería quien habría de iluminar al mundo entero
con la luz divina que brota de su Ser divino trinitario, Cristo Jesús.
Hoy
celebramos el Nacimiento de la Madre de Dios, que es la Causa de nuestra
alegría, porque gracias a su “Sí” a la voluntad del Padre, que quería que su
Hijo Dios se encarnara en su seno virginal por el poder del Amor Divino, el
Espíritu Santo, nació Aquel que es llamado “Sol de justicia”, Dios Hijo
encarnado, Jesucristo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que con
su santo sacrificio en la Cruz no solo habría de destruir de una vez y para
siempre la maldición que pesaba sobre la humanidad entera, sino que habría de
concedernos dones que ni siquiera somos capaces de imaginar, como su filiación
divina por el Bautismo sacramental, su Cuerpo y su Sangre por la Eucaristía y
el Espíritu Suyo y del Padre por la Confirmación. Por María, habría de nacer
Aquel que no solo derrotaría con su sacrificio en cruz al pecado, a la muerte y
al infierno, sino que nos donaría su gracia, su vida divina y el seno del Padre
eterno, infinitamente más hermoso que todos los cielos eternos juntos.
Hoy
celebramos con gozo y alegría inefables el Nacimiento de quien es Nuestra
celestial Abogada e Intercesora, Nuestra Corredentora, la Medianera de todas
las gracias, por quien nos vienen todos los dones y gracias más que suficientes
para llevar una vida santa en esta tierra, uniéndonos en cuerpo y alma a la
Pasión y Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, para así obtener luego la vida de la
gloria eterna en el Reino de los cielos.
Esa
es la razón por la cual es un día de Fiesta para la Iglesia toda, porque ha
nacido la Virgen y Madre de Dios, cuya “existencia gloriosa ilumina a toda la
Iglesia”[1] y
es por eso que cantamos, con todo el amor del que son capaces nuestros corazones
y “celebramos con nuestras mentes las glorias de Cristo”[2],
Nuestro Salvador, que por María vino al mundo por Primera Vez, y por María habrá
de venir en su Segunda Venida.
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