En los años inmediatamente anteriores a las apariciones de
la Madre de Dios al indio Juan Diego en su advocación de “Nuestra Señora de
Guadalupe”, la situación en el orden espiritual en tierras mexicanas no podía
ser peor, puesto que los pueblos indígenas pacíficos estaban sojuzgados por los
mayas y los aztecas, pueblos sanguinarios que hacían la guerra para esclavizar
a los otros y para tener ofrendas humanas para sus dioses.
Teniendo en cuenta que San Pablo dice que “los dioses de los
gentiles son demonios”, y considerando que las ofrendas de víctimas humanas, de
práctica común entre los mayas y aztecas, constituyen una característica
central de la adoración pagana al demonio, se llega a la conclusión de que una
inmensa mayoría de pueblos indígenas, al momento de las apariciones de la
Virgen de Guadalupe, vivía dominada en el terror por los adoradores del diablo.
La situación tampoco era distinta más hacia el sur, puesto que
los incas, constructores de un enorme imperio, también hacían sacrificios
humanos.
Por este motivo, la aparición de la Virgen como Nuestra
Señora de Guadalupe, es un claro signo del cielo, indicativo de que no iba a
permitir que los pueblos indígenas pacíficos continuaran siendo esclavizados,
torturados, asesinados, y dados en sacrificio humano a los demonios. La Virgen
de Guadalupe, que en el Génesis aparece como la que aplasta la cabeza de la
serpiente antigua, Satanás, y que en el Apocalipsis aparece como la “Mujer
revestida de sol”, es decir, revestida de la gloria divina, al aparecer en
estas tierras americanas, inicia la derrota de los pueblos sanguinarios,
adoradores del demonio, convirtiendo los corazones de los indígenas: está
comprobado que más de ocho millones de indígenas se convirtieron en los tiempos
inmediatamente posteriores a sus apariciones a Juan Diego. Su condición de
Madre de Dios y de Vencedora del infierno le valió el ser nombrada “Emperatriz
de América”.
Lamentablemente, en el día de hoy, tanto en México, como en
Argentina, y en toda América Latina, se ha producido un rebrote del satanismo,
de la brujería, de la magia, del esoterismo y del ocultismo, y tanto es así,
que las sectas satánicas, las sectas wiccanas o paganas, y las sectas
ocultistas, han registrado un aumento sin precedentes en todo el mundo de habla
hispana.
Enormes sectores de la población hispanoamericana, sean
habitantes de las grandes ciudades o de las zonas rurales, se han volcado en
masa a la adivinación, al tarot, a la lectura de cristales, al espiritismo, al
vudú, a la macumba, a la santería cubana, y a la práctica de toda clase de
abominables ritos mágicos, satánicos y ocultistas. Estas masas ingentes de
personas de toda clase social y raza, no acuden más a Jesucristo como a su
Dios, ni a la Virgen como a la Medianera de todas las gracias, ni a San Miguel
Arcángel como Príncipe de la Milicia celestial, puesto a las órdenes de Dios
para que proteja a los hombres del Ángel caído, ni recurre a los santos, quienes
con su fidelidad a la gracia han vencido para siempre al más inmundo de los
seres, el demonio. Por el contrario, esta enorme cantidad de gente, cuya gran
mayoría pertenece a su vez a la religión católica, al menos nominalmente, se
han entregado en los brazos del Enemigo de las almas, rindiéndole culto y
proporcionándole todo tipo de cultos abominables.
Las consecuencias de tamaña abominación se ven visiblemente
y se sufren en la sociedad: la inseguridad, la proliferación de la miseria
humana, económica y moral, la extrema fealdad y suciedad de las modernas urbes,
son sólo datos externos que confirman no sólo la ausencia de Dios –Dios no
puede estar en una sociedad que lo aborrece y cuyo corazón está volcado a su
enemigo-, sino la presencia activa del siniestro Ángel de las tinieblas,
Satanás.
La Sagrada Escritura es muy clara respecto a quienes cometen
tan abominable pecado, la adoración idolátrica y falsa del Demonio: “Afuera (de
la Jerusalén celestial) quedarán los perros y los hechiceros, los lujuriosos,
los asesinos, los idólatras y todos aquellos que aman y practican la falsedad”
(Ap 22:15).
“Afuera (de la
Jerusalén celestial) los perros y los hechiceros”. Como cristianos católicos,
no podemos ser indiferentes al estado de condenación en el que se encuentran
cientos de millones de adoradores del demonio, y al destino de eterno dolor al
que se dirigen, por lo que es nuestro deber rezar por ellos. Por eso, le
pedimos a la Virgen de Guadalupe: “Nuestra Señora de Guadalupe, que aplastas la
cabeza de la serpiente con la fuerza de la Cruz de tu Hijo, ¡ven a nuestras
tierras americanas y vence a la idolatría! ¡Mira a tus hijos de América, que
se han extraviado en las tinieblas del neo-paganismo; interviene, Virgen
Santísima de Guadalupe, Emperatriz de América, para que tus hijos americanos
regresen a la fe en el Único Dios y Redentor, Cristo Jesús, Vencedor victorioso
del infierno y del pecado! ¡Ven, oh Virgen Madre, conmueve los corazones de tus
extraviados hijos, y concédeles la gracia del arrepentimiento y de la
contrición del corazón, antes de que sea demasiado tarde!
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