Luego de ser asunta a los cielos, la Virgen recibe, de parte de la Trinidad, la corona de luz y de gloria que la constituye como Reina de todo lo creado. La Virgen es Reina en el cielo porque su Hijo es Rey, ya que es Él quien le otorga la realeza y la corona. María Reina, con corona de luz y de gloria, está anunciada en el Apocalipsis: Ella es la “mujer que aparece en el cielo vestida de sol, con la luna a los pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza” (cfr. Ap 12, 1). El hecho de que sean los elementos creados celestes –sol, luna, estrellas- los que la adornen, sumados a los ángeles que la honran –tal como aparece en la tilma de Juan Diego, como la Virgen de Guadalupe-, indica que la Virgen en el cielo, como Reina, tiene poder y majestad sobre toda la creación, visible e invisible, los ángeles.
María es Reina y recibe una corona de luz y de gloria en el cielo, porque su Hijo es Rey y porque Él recibió primero, en su Resurrección y Ascensión, la misma corona de luz y gloria.
Pero tanto Jesús como la Virgen, para recibir esta corona de luz y la condición de reyes soberanos, tuvieron que pasar previamente por la amargura, el dolor y la humillación de la Pasión.
Así como no hay resurrección sin cruz, así tampoco hay corona de luz y de gloria sin la corona de espinas. Si bien la Virgen no fue coronada materialmente de espinas, movida por el amor a su Hijo, experimentó en Ella cada una de sus espinas, y sufrió con Jesús cada uno de sus dolores, por lo que se puede decir que María llevó espiritualmente la corona de espinas, redimiendo junto a Jesús los malos pensamientos de los hombres: de soberbia, de rencor, de odio, de venganza, de vanagloria, de placer desenfrenado.
Al contemplar a María Reina, coronada con una corona de luz, pensemos que esa corona se la dio Dios Padre, por sus méritos de Corredentora junto a su Hijo Jesús, y pensemos también que nosotros en cambio le dimos, con nuestros malos pensamientos, con nuestros malos deseos, los dolores de las espinas de su Hijo Jesús. Si Dios Padre la coronó de gloria en el cielo, nosotros punzamos la cabeza de María con nuestros pecados, con nuestros malos sentimientos para con el prójimo. Pensemos en esto, y hagamos el propósito de nunca más volver a punzar la cabeza de la Virgen, y pidamos en cambio la gracia de tener los mismos pensamientos y los mismos deseos que tienen Jesús crucificado y coronado de espinas, y la Virgen al pie de la cruz.
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