Cuando la Virgen se le apareció a Santa Bernardita, en una
de las apariciones, ante la pregunta de Santa Bernardita acerca de quién era
Ella, la Virgen le dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Esto ya fue, en sí
mismo, una prueba de que las apariciones eran reales y no fábulas de Santa
Bernardita, porque siendo ella casi analfabeta, no tenía modo de saber ni
siquiera que existían las palabras “Inmaculada Concepción”.
Ahora bien, la Virgen, que es la Inmaculada Concepción, es
nuestra Madre del cielo, lo cual quiere decir que, como hijos suyos, y como
forma de honrarla y homenajearla, debemos buscar de imitarla. Podría parecernos
algo imposible, puesto que Ella es Concebida sin pecado original y nosotros
somos “nada más pecado”, además de ser la Virgen la Llena de gracia, mientras
que nosotros estamos llenos solamente de pecado.
¿Cómo podemos imitar a la Virgen? Por medio de dos
sacramentos, la Confesión y la Comunión. Por la Confesión, nuestras almas se
convierten en “inmaculadas”, es decir, sin mancha de pecado, y por la Comunión,
nuestras almas se convierten en “llenas de gracia”, porque recibimos a Aquel
que es la Gracia Increada, Cristo Jesús.
Al recordar a la Virgen en su advocación de la Inmaculada
Concepción, no debemos pensar que es una devoción que no tiene nada que ver con
nuestra vida espiritual de todos los días. Por el contrario, la Virgen se
manifiesta como Inmaculada Concepción, para que también nosotros seamos
inmaculados por la gracia del Sacramento de la confesión y llenos de la Gracia
de Dios, por la Eucaristía.
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