“Mirad y ved si hay dolor más grande que el mío”, dice el libro de las Lamentaciones (1, 12), y también lo dice la Virgen María, al pie de la cruz, viendo agonizar y morir a su Hijo. Puede decirse que el dolor de la Virgen es infinito, puesto que el dolor de la pérdida de un ser querido es tanto más grande cuanto más grande es el amor que se le tiene a quien se pierde.
La Virgen ama a su Hijo, el Hombre-Dios, con un amor infinito, con un amor que es el Amor mismo de Dios, y por eso su dolor, al verlo muerto en la cruz, no tiene medida, como no tiene medida su amor.
Pero el dolor, en la Virgen –así como en su Hijo Jesucristo- es un dolor santificante, y a la vez que produce hondo pesar y amargura, es el inicio de una alegría nueva para los hombres, porque en la Virgen y en Jesucristo, el dolor, el pesar, la muerte, han sido redimidos y santificados, y convertidos en causa de salvación.
Jesús y la Virgen son el Nuevo Adán y la Nueva Eva que redimen a la humanidad, asumiendo sus penas, sus dolores, sus tristezas, y también sus alegrías.
En el dolor del Corazón Inmaculado de María Santísima está contenido, literalmente, todo el dolor del mundo, porque todos los dolores de los hombres, luego de la muerte de su Hijo, son llevados a su Corazón de Madre, para ser purificados en la contemplación de Cristo muerto en la cruz, y para volverse, de esta manera, fuente de santificación.
Es por esto que el cristiano no puede nunca desesperarse en el dolor, o sufrir como si el dolor no tuviera sentido; a partir de que el dolor ha sido asumido por Cristo y redimido por Él, y co-redimido por María Santísima, el dolor adquiere un nuevo sentido, un sentido que antes no lo tenía, un sentido de trascendencia y de eternidad: si antes era castigo, como consecuencia del pecado, ahora se vuelve don del cielo, venido de lo alto, desde el seno mismo de Dios Trinidad.
El dolor, que ingresa en el mundo y en el hombre como consecuencia de su rebelión en el Paraíso, ahora, al ser sufrido por Jesús y por la Virgen, se vuelve camino de retorno al Padre y fuente de salvación y de alegría eterna.
No puede, por lo tanto, el cristiano, vivir su dolor aislado de la cruz, sin hacerlo partícipe de los dolores de la Virgen y Jesús. Si el cristiano asocia su dolor –físico, moral, espiritual- al dolor de la Virgen al pie de la cruz, al dolor de Cristo crucificado, no solo no sufre en vano, sino que hace que su dolor adquiera un significado completamente nuevo, insospechado, y es el de su propia santificación, y la santificación de sus seres queridos, y de muchas almas, y esto porque no sufre solo, sino con la Virgen de los Dolores, Co-rredentora de la humanidad.
De esto se deduce, entre otras cosas, el grave daño que supone la eutanasia, por un doble camino: porque es un suicidio asistido, y porque priva al alma de abrirse paso al cielo por medio de su dolor.
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