"La Coronación de la Virgen"
(Nicolás Rodríguez Juárez)
La razón de la majestad de María Santísima, por la cual Ella
es Reina de cielos y tierra, es la participación, por la gracia, a la majestad
divina, participación por la cual la Virgen es convertida en Madre de Dios[1].
Es decir, su maternidad divina, maternidad por la cual la Virgen participa de
la majestad de la naturaleza divina, es la razón por la cual la Virgen es
Reina. Dios es majestuoso por naturaleza; Dios es Rey por naturaleza y la
Virgen, al participar por la gracia –Ella es la Llena de gracia- de la
naturaleza majestuosa de Dios, para ser la Madre de Dios, es Reina Ella
también. Así como la asunción en la persona divina del Logos dada a la
naturaleza humana de Cristo a través de la gracia es la más alta distinción que
pueda ser dada a una naturaleza creada –distinción por la cual participa de la
majestad divina-, así en la Virgen, el hecho de ser Ella la Madre de Dios, es
la más alta distinción con la cual una persona creada puede recibir, distinción
por la cual la Virgen participa de la majestad de la naturaleza divina[2].
De esta manera la Madre de Dios es, junto al Verbo
Encarnado, la obra más sublime de Dios, obra por la cual las naturalezas
humanas de ambos participan, en grado infinito, de la majestad de la naturaleza
divina. Ésa es la razón por la cual Jesucristo es Rey por naturaleza –su naturaleza
humana está unida a la persona divina del Hijo de Dios, cuya naturaleza es divina,
que es majestuosa- y la Virgen es Reina por participación –su naturaleza humana
participa de la majestuosidad de la naturaleza divina desde su Inmaculada
Concepción, por estar Ella destinada a ser la Madre de Dios-. Por su condición
de Llena de gracia, la Virgen sobrepasa infinitamente a cualquier creatura en
dignidad, majestad y nobleza, de ahí su condición de Reina inigualable[3].
Y de la misma manera a como Jesucristo, por ser Dios, es Rey
de todo lo creado, es decir, es Rey de cielos y tierra, así, de la misma
manera, la Virgen es Reina de todo lo creado, es Reina de cielos y tierra, de
ángeles y hombres y, por supuesto, es Reina de la Iglesia. La condición de la Virgen
de ser “Reina” no es por lo tanto en un sentido meramente declarativo o algo
añadido a Ella exteriormente, como sí lo es en el caso de los reyes de la
tierra, en quienes el título de nobleza en grado supremo que los convierte en
reyes es algo añadido a su naturaleza: la Virgen es Reina porque, desde su
Inmaculada Concepción, es la Llena de gracia, es decir, es hecha partícipe de
modo infinito, por la gracia, de la majestad divina de Dios Uno y Trino.
Entonces, al igual que su Hijo y por esta participación en
la majestad de la divina naturaleza desde su Inmaculada Concepción, la Virgen
es Reina y lo es de tal manera, que no puede concebirse, ni antes ni después de
Ella, una creatura que participe de tal grado infinito de la naturaleza humana.
Ahora bien, el hecho de que la Virgen sea Reina, hace que
Ella participe, del modo más íntimo y místico posible, de la vida y de los
misterios de su Hijo. Es decir, la Reina Madre participa de un modo que no es
meramente moral, extrínseco, sino sobrenatural, místico e intrínseco, de la
vida de su Hijo Jesucristo, particularmente de su misterio pascual de Muerte y
Resurrección. Esto significa que si su Hijo, aquí en la tierra, recibió por
parte de los hombres, no una corona de oro, plata y diamantes, como mínimamente
lo merecía por su condición de Hombre-Dios, sino una dolorosa corona de agudas,
filosas y desgarradoras espinas, siendo su trono, dado también por los hombres,
una cruz de madera y siendo su cetro tres gruesos clavos de hierro, también la
Madre de Dios, como Reina y como partícipe mística y sobrenatural de la Pasión
de su Hijo, recibió, no en su cuerpo pero sí en su espíritu, el dolor de la corona
de espinas, el honor de la cruz y el poder de los tres clavos de hierro. Esto porque,
como dijimos, la Virgen participó de la vida y de los misterios de su Hijo, que
aquí en la tierra fue proclamado Rey, sí, pero con una corona de espinas, con
un cetro formado por tres clavos y con un trono real compuesto por los maderos
vertical y horizontal de la cruz.
Ahora en el cielo y por toda la eternidad, continúa
participando de majestad divina y recibe la veneración de los espíritus
bienaventurados que se postran en adoración ante su Hijo, el Cordero de Dios.
Nosotros, pobres pecadores, estamos llamados a ser también
reyes en el Reino por la participación, en la tierra, a la gracia divina que
nos dan los sacramentos y en el cielo, por la unión en la gloria a la Trinidad.
Pero no alcanzaremos esta reyecía celestial si antes no participamos, aquí en
la tierra, como la Virgen, de manera mística y sobrenatural, del misterio pascual
de Jesús. En otras palabras, no recibiremos la corona de gloria, que nos
convierte en reyes en la otra vida, si no pedimos llevar aquí, en la tierra, de
modo sobrenatural, la corona de espinas de Jesús, su trono real que es la Santa
Cruz y su cetro que son sus clavos. Si queremos ser coronados de gloria al
morir, debemos pedir, con insistencia, ser coronados de espinas en esta vida
terrena. Solo así, en el cielo, participaremos de la reyecía de los Reyes
Católicos, la Virgen y Jesús.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Mariology, Biblioteca Herder, Cap. XI, 219.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem.
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