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miércoles, 22 de agosto de 2018

Santa María Virgen, Reina



"La Coronación de la Virgen"
(Nicolás Rodríguez Juárez)

         La razón de la majestad de María Santísima, por la cual Ella es Reina de cielos y tierra, es la participación, por la gracia, a la majestad divina, participación por la cual la Virgen es convertida en Madre de Dios[1]. Es decir, su maternidad divina, maternidad por la cual la Virgen participa de la majestad de la naturaleza divina, es la razón por la cual la Virgen es Reina. Dios es majestuoso por naturaleza; Dios es Rey por naturaleza y la Virgen, al participar por la gracia –Ella es la Llena de gracia- de la naturaleza majestuosa de Dios, para ser la Madre de Dios, es Reina Ella también. Así como la asunción en la persona divina del Logos dada a la naturaleza humana de Cristo a través de la gracia es la más alta distinción que pueda ser dada a una naturaleza creada –distinción por la cual participa de la majestad divina-, así en la Virgen, el hecho de ser Ella la Madre de Dios, es la más alta distinción con la cual una persona creada puede recibir, distinción por la cual la Virgen participa de la majestad de la naturaleza divina[2].
         De esta manera la Madre de Dios es, junto al Verbo Encarnado, la obra más sublime de Dios, obra por la cual las naturalezas humanas de ambos participan, en grado infinito, de la majestad de la naturaleza divina. Ésa es la razón por la cual Jesucristo es Rey por naturaleza –su naturaleza humana está unida a la persona divina del Hijo de Dios, cuya naturaleza es divina, que es majestuosa- y la Virgen es Reina por participación –su naturaleza humana participa de la majestuosidad de la naturaleza divina desde su Inmaculada Concepción, por estar Ella destinada a ser la Madre de Dios-. Por su condición de Llena de gracia, la Virgen sobrepasa infinitamente a cualquier creatura en dignidad, majestad y nobleza, de ahí su condición de Reina inigualable[3].
         Y de la misma manera a como Jesucristo, por ser Dios, es Rey de todo lo creado, es decir, es Rey de cielos y tierra, así, de la misma manera, la Virgen es Reina de todo lo creado, es Reina de cielos y tierra, de ángeles y hombres y, por supuesto, es Reina de la Iglesia. La condición de la Virgen de ser “Reina” no es por lo tanto en un sentido meramente declarativo o algo añadido a Ella exteriormente, como sí lo es en el caso de los reyes de la tierra, en quienes el título de nobleza en grado supremo que los convierte en reyes es algo añadido a su naturaleza: la Virgen es Reina porque, desde su Inmaculada Concepción, es la Llena de gracia, es decir, es hecha partícipe de modo infinito, por la gracia, de la majestad divina de Dios Uno y Trino.
         Entonces, al igual que su Hijo y por esta participación en la majestad de la divina naturaleza desde su Inmaculada Concepción, la Virgen es Reina y lo es de tal manera, que no puede concebirse, ni antes ni después de Ella, una creatura que participe de tal grado infinito de la naturaleza humana.
         Ahora bien, el hecho de que la Virgen sea Reina, hace que Ella participe, del modo más íntimo y místico posible, de la vida y de los misterios de su Hijo. Es decir, la Reina Madre participa de un modo que no es meramente moral, extrínseco, sino sobrenatural, místico e intrínseco, de la vida de su Hijo Jesucristo, particularmente de su misterio pascual de Muerte y Resurrección. Esto significa que si su Hijo, aquí en la tierra, recibió por parte de los hombres, no una corona de oro, plata y diamantes, como mínimamente lo merecía por su condición de Hombre-Dios, sino una dolorosa corona de agudas, filosas y desgarradoras espinas, siendo su trono, dado también por los hombres, una cruz de madera y siendo su cetro tres gruesos clavos de hierro, también la Madre de Dios, como Reina y como partícipe mística y sobrenatural de la Pasión de su Hijo, recibió, no en su cuerpo pero sí en su espíritu, el dolor de la corona de espinas, el honor de la cruz y el poder de los tres clavos de hierro. Esto porque, como dijimos, la Virgen participó de la vida y de los misterios de su Hijo, que aquí en la tierra fue proclamado Rey, sí, pero con una corona de espinas, con un cetro formado por tres clavos y con un trono real compuesto por los maderos vertical y horizontal de la cruz.
         Ahora en el cielo y por toda la eternidad, continúa participando de majestad divina y recibe la veneración de los espíritus bienaventurados que se postran en adoración ante su Hijo, el Cordero de Dios.
         Nosotros, pobres pecadores, estamos llamados a ser también reyes en el Reino por la participación, en la tierra, a la gracia divina que nos dan los sacramentos y en el cielo, por la unión en la gloria a la Trinidad. Pero no alcanzaremos esta reyecía celestial si antes no participamos, aquí en la tierra, como la Virgen, de manera mística y sobrenatural, del misterio pascual de Jesús. En otras palabras, no recibiremos la corona de gloria, que nos convierte en reyes en la otra vida, si no pedimos llevar aquí, en la tierra, de modo sobrenatural, la corona de espinas de Jesús, su trono real que es la Santa Cruz y su cetro que son sus clavos. Si queremos ser coronados de gloria al morir, debemos pedir, con insistencia, ser coronados de espinas en esta vida terrena. Solo así, en el cielo, participaremos de la reyecía de los Reyes Católicos, la Virgen y Jesús.
        


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Mariology, Biblioteca Herder, Cap. XI, 219.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem.

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