Según
la Tradición, la Virgen María no murió sino que, una vez llegado el término de
su vida terrestre, se durmió –por eso esa fiesta se llama también “De la
Dormición de la Virgen”- y, al despertar, se despertó en el cielo, rodeada de
ángeles que la acompañaban hasta la Presencia de su Hijo Jesús, quien con los
brazos abiertos y con todo el amor de su Sagrado Corazón, la recibió en su
Reino. Es decir, según la Tradición, la Virgen no murió, por lo que su cuerpo
inmaculado no sufrió ni la rigidez cadavérica, ni tampoco siquiera la más
ligera corrupción, tal como sucede con todos los cadáveres. La Virgen no
experimentó la muerte, porque a través de Ella vino Aquel que es la Vida
Increada y Causa de toda vida creada. La Virgen no experimentó la muerte, porque
a través de Ella vino Aquel que venció a la muerte para siempre con su muerte
en cruz, dando muerte a la muerte y concediéndonos a cambio su Vida eterna. La
Virgen no experimentó la muerte, porque no podía morir Aquella que había
alojado en su seno al Dios Victorioso e Invencible, que con su muerte en cruz
dio muerte al autor de la muerte, el Demonio, y al Pecado, consecuencia del
alejamiento de Dios de parte del hombre.
Pero
la Virgen no solo no experimentó la muerte, sino que recibió la vida eterna,
gloriosa, de Jesús resucitado: Ella ya poseía esa vida aun en la tierra, porque
su alma Purísima, exenta del pecado, estaba inhabitada por el Espíritu Santo,
que la colmaba en todo momento con su gracia. Pero ahora, en el momento de su
Dormición, toda la gracia que colmaba su alma se derramó sobre su cuerpo
inmaculado, de manera que ahora toda Ella, en cuerpo y alma, estaba cubierta de
la gloria de Dios, siendo Asunta en cuerpo y alma glorificados. Es decir, la
Virgen no solo no murió, sino que fue colmada, en su alma y en su cuerpo, con
la gloria de Dios, y así fue Asunta a los cielos.
Ahora
bien, la Asunción de la Virgen a los cielos es una señal de esperanza para
nosotros, sus hijos, que vivimos en el tiempo, sujetos al pecado y a su ley, la
muerte, porque así como la Virgen es nuestra Madre y fue Asunta a los cielos,
así nosotros, que somos sus hijos pecadores, esperamos algún día ser asuntos al
cielo en cuerpo y alma, como Ella. Para eso, debemos implorar constantemente
por su intercesión, pidiéndole que no permita que nuestras almas se vean
despojadas de la gracia, la misma gracia que, en la otra vida y en el Reino de
los cielos, es la gloria divina que envuelve cuerpo y alma. Vivamos en esta
vida unidos de tal manera a Nuestra Madre del cielo para que, algún día,
también nosotros vivamos para siempre, en el Reino de los cielos, con el cuerpo y el alma glorificados.
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