El Manual del Legionario afirma que la prueba de que la
Verdadera Devoción viene del Cielo, son las abundantes gracias que reciben
quienes viven esta Devoción no de manera superficial, sino con profundidad
sobrenatural[1].
Citando a San Luis María Grignon de Montfort, el Manual
afirma que las promesas vinculadas a la Devoción se cumplen indefectiblemente
si es que la Devoción es vivida con espíritu sobrenatural.
Quienes dan testimonio de esto son aquellos para quienes la
Devoción no es algo superficial, sino que la practican con el espíritu filial
de los hijos de Dios. En estos últimos no se dan engaños de la imaginación o
del sentimiento, sino que en sus espíritus la gracia se hace sentir con la
firmeza, la dulzura y la iluminación interior que solo Dios puede proporcionar.
La Verdadera Devoción, dice el Manual, “profundiza la vida
interior, sellándola con el distintivo de generosa entrega y pureza de
intención”. Es decir, quien vive la Devoción con espíritu sobrenatural y
filial, experimenta un crecimiento de su vida interior de tal magnitud, que el
alma percibe que quien la guía es el Espíritu Santo y no el propio “yo”. El alma
posee “la dulce certeza de que ha encontrado el camino seguro en esta vida”[2].
Por supuesto que tal alma, imbuida de la humildad de Jesús y María, no se
enorgullece por estos dones, puesto que sabe que no son suyos y tampoco los
anda proclamando a viva voz para que todos se enteren de los progresos de su
vida espiritual; antes bien, un alma que así avanza en la vida espiritual,
mantiene en reserva y en secreto, conocido solo por Dios, acerca de tales
avances. Quien vive la Verdadera Devoción con espíritu de hijos de la Madre del
cielo, mira esta vida sobrenaturalmente –es decir, considera la vida terrena
como lo que es, un simple pasaje a la vida eterna y un período de prueba y de
lucha para conseguir el Reino de los cielos-; posee un fervor y una piedad que
sobrepasan sus capacidades naturales, puesto que se ve inflamada por un amor
celestial hacia Dios Trino y todo lo que a Él se refiere; su fe es firme,
profunda, arraigada y no vacila ante las tribulaciones y pruebas de la vida,
antes bien, se afianza cada vez más; hace que el alma sea confiable y se pueda
contar con ella para las más diversas empresas, porque la fortaleza y la luz
que posee no son de ella, sino del Espíritu Santo. Pero no solo posee fortaleza
y firmeza, sino que también experimenta un crecimiento en la caridad, esto es,
el amor sobrenatural, de modo que quien trata con estas almas, parece que trataran
con el mismo Cristo o con la misma Virgen, tal es el grado de amor que prodigan
a sus prójimos. Otras virtudes adornan a estas almas: la ternura, la sabiduría
y, ante todo, la humildad[3],
que la hace considerarse indigna de tantas mercedes y la hace consciente que no
provienen de sí misma, sino de Dios. Estas son las gracias extraordinarias de
las que hace referencia el Manual, cuando dice que quienes practican la
Verdadera Devoción con espíritu filial, experimentan una abundancia de gracias
inefables.
Quien se entrega voluntariamente como esclavo de amor a
Jesús por medio de María, se despoja de sí mismo y así recibe el ciento por uno[4],
puesto que su “yo”, afectado por la concupiscencia, fruto del pecado original,
se ve derrotado y en su lugar se coloca Cristo, de manera que en dicha alma se
cumplen las palabras de la Escritura: “No soy yo, sino Cristo, quien vive en mí”.
Y así, glorifica a Dios y al mismo tiempo, sale vencedor en su lucha contra los
enemigos del alma, tal como lo dice el Cardenal Newman, citado por el Manual: “Cuando
servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos, entonces somos
vencedores”.