sábado, 5 de septiembre de 2015

La participación del Legionario en la Santa Misa


         El legionario debe participar de la Santa Misa en unión con María[1], y con la misma disposición que María, uniéndose en espíritu y en corazón al ofrecimiento que María hace de sí misma y al ofrecimiento que Ella hace de su Hijo Jesús al Padre, por la salvación del mundo. Así, el legionario debe participar de la Santa Misa como un lugar privilegiado para su condición de verdadero hijo de María, pues la Misa es el renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, y fue en la Cruz en donde María, por pedido de Jesús, nos adoptó como hijos de su Inmaculado Corazón. Fue al pie de la Cruz que nos convertimos, de hijos de las tinieblas, a hijos de la luz, hijos de Dios adoptivos, y fue allí en donde María nos adoptó como hijos suyos muy amados, por eso la Misa, renovación del Sacrificio de la Cruz, es el lugar de privilegio para el legionario, para experimentar la maternidad amorosa de la Madre de Dios.
         Dice así el Manual del Legionario: “Juntamente con María, estuvieron sobre el Calvario los representantes de cierta legión –el centurión y su cohorte- desempeñando un papel lamentable en el ofrecimiento de la Víctima, aunque ciertamente no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria (1 Cor 2, 8).
Aquí nos vemos representados nosotros, legionarios, antes de pertenecer a María, como hijos de la luz; éramos hijos de las tinieblas y por eso crucificamos, con nuestros pecados, al Hijo de Dios (y lo continuamos haciendo, misteriosamente, cada vez que pecamos).
Sin embargo, al pie de la cruz, se da la conversión de los legionarios y su adopción por parte de María, como hijos de su Inmaculado Corazón: “Pero, aun así, sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San Bernardo: “¡Contemplad y ved qué penetrante es la mirada de la fe! ¡Qué ojos de lince tiene! Reparadlo bien: con la fe supo el centurión ver la Vida en la muerte y, en su último aliento al Espíritu soberano!”. Contemplando a su Víctima sin vida ni figura, le proclamaron los legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt 27, 54).
Entonces, San Bernardo y el Manual del Legionario, nos animan a que, con los ojos de la fe, veamos a Jesús, Víctima Inocente por nuestros pecados, en la Santa Misa, y  consideremos la inmensidad del Amor que Jesús tuvo por nosotros, porque mientras que al soldado que le traspasó el Corazón, cayó sobre su rostro la Sangre y el Agua del Sagrado Corazón, convirtiendo su corazón y despertándolo a la fe, porque lo proclamó Hijo de Dios, en cambio nosotros recibimos muchísimo más, porque no nos caen su Sangre y Agua sobre el rostro, como al soldado romano, sino que comulgamos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y su Sangre así se derrama en nuestras almas, colmándonos de su gracia y de su Espíritu Santo. Por eso, en la Santa Misa,  si el soldado romano que le traspasó el Corazón lo reconoció como Hijo de Dios, también nosotros, al contemplar la Hostia consagrada cuando el sacerdote ministerial la eleve, debemos decir, desde lo más profundo del corazón: “Jesús en la Eucaristía es el Hijo de Dios” y recibirlo en la comunión con un profundo acto de amor, de acción de gracias y de adoración.



[1] Cfr. Manual del Legionario, 3.

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