El legionario debe participar de la Santa Misa en unión con
María[1], y
con la misma disposición que María, uniéndose en espíritu y en corazón al
ofrecimiento que María hace de sí misma y al ofrecimiento que Ella hace de su Hijo
Jesús al Padre, por la salvación del mundo. Así, el legionario debe participar
de la Santa Misa como un lugar privilegiado para su condición de verdadero hijo
de María, pues la Misa es el renovación incruenta del Santo Sacrificio de la
Cruz, y fue en la Cruz en donde María, por pedido de Jesús, nos adoptó como
hijos de su Inmaculado Corazón. Fue al pie de la Cruz que nos convertimos, de
hijos de las tinieblas, a hijos de la luz, hijos de Dios adoptivos, y fue allí
en donde María nos adoptó como hijos suyos muy amados, por eso la Misa,
renovación del Sacrificio de la Cruz, es el lugar de privilegio para el
legionario, para experimentar la maternidad amorosa de la Madre de Dios.
Dice así el Manual del Legionario: “Juntamente con María,
estuvieron sobre el Calvario los representantes de cierta legión –el centurión
y su cohorte- desempeñando un papel lamentable en el ofrecimiento de la
Víctima, aunque ciertamente no sabían que estaban crucificando al Señor de la
Gloria (1 Cor 2, 8).
Aquí
nos vemos representados nosotros, legionarios, antes de pertenecer a María,
como hijos de la luz; éramos hijos de las tinieblas y por eso crucificamos, con
nuestros pecados, al Hijo de Dios (y lo continuamos haciendo, misteriosamente,
cada vez que pecamos).
Sin
embargo, al pie de la cruz, se da la conversión de los legionarios y su
adopción por parte de María, como hijos de su Inmaculado Corazón: “Pero, aun
así, sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San Bernardo: “¡Contemplad
y ved qué penetrante es la mirada de la fe! ¡Qué ojos de lince tiene! Reparadlo
bien: con la fe supo el centurión ver la Vida en la muerte y, en su último
aliento al Espíritu soberano!”. Contemplando a su Víctima sin vida ni figura,
le proclamaron los legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt 27, 54).
Entonces,
San Bernardo y el Manual del Legionario, nos animan a que, con los ojos de la
fe, veamos a Jesús, Víctima Inocente por nuestros pecados, en la Santa Misa, y consideremos la inmensidad del Amor que Jesús
tuvo por nosotros, porque mientras que al soldado que le traspasó el Corazón,
cayó sobre su rostro la Sangre y el Agua del Sagrado Corazón, convirtiendo su
corazón y despertándolo a la fe, porque lo proclamó Hijo de Dios, en cambio nosotros
recibimos muchísimo más, porque no nos caen su Sangre y Agua sobre el rostro,
como al soldado romano, sino que comulgamos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad, y su Sangre así se derrama en nuestras almas, colmándonos de su
gracia y de su Espíritu Santo. Por eso, en la Santa Misa, si el soldado romano que le traspasó el
Corazón lo reconoció como Hijo de Dios, también nosotros, al contemplar la
Hostia consagrada cuando el sacerdote ministerial la eleve, debemos decir,
desde lo más profundo del corazón: “Jesús en la Eucaristía es el Hijo de Dios”
y recibirlo en la comunión con un profundo acto de amor, de acción de gracias y
de adoración.
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