Nuestra
Señora del Rosario se manifestó en San Nicolás de modo extraordinario, dejando
a una vidente varios mensajes, por medio de los cuales quiere transmitirnos el
urgente pedido de Dios Padre: la conversión del corazón.
Ser
devotos de la Virgen
del Rosario de San Nicolás –y de cualquier otra advocación, puesto que la Virgen, obviamente, es una
sola-, implica un verdadero esfuerzo y trabajo espiritual. Se equivoca quien
piensa que la devoción a María, y la Consagración a su Inmaculado Corazón, está
destinado solamente a quienes por la edad ya no tienen una ocupación activa en
la sociedad. Por el contrario, si la
Virgen se manifiesta de modo extraordinario, es para hacernos
dar cuenta de que todos los hombres, de toda edad y raza, de cualquier nación
de la tierra, debemos consagrarnos a Ella, puesto que es el refugio seguro ante
la ira del Padre, desencadenada por nuestro desprecio e indiferencia a su Hijo
Jesús y el don de su Amor, el Espíritu Santo.
¿Qué implica
entonces la Consagración
a la Virgen?
No se trata simplemente de asistir a Misa los días 25; no se trata de
simplemente encaminarse detrás de una procesión con su imagen; no se trata de
simplemente creer que se es devoto y por lo tanto, agradable a la Virgen, por el hecho de
cumplir con estas mínimas exigencias. La consagración a la Virgen implica un gran
esfuerzo de lucha espiritual, ante todo contra sí mismo, puesto que el propio
“yo”, el “ego” desmedido, crecido en la soberbia, es el principal enemigo de
nuestra santificación y por lo tanto de nuestra salvación.
¿Cuáles
son las exigencias de la consagración a María?
Ante
todo, oración, porque sin oración, no hay vida espiritual, no hay luz divina,
no hay crecimiento interior. La oración es un diálogo vivo con el Dios
Viviente, por medio del cual el alma recibe de Dios su Vida, que es al mismo
tiempo luz divina y alimento celestial. Si no hay oración, o si esta es débil y
cansina, fatigosa y mecánica, entonces toda la vida espiritual se reduce al mínimo
indispensable, como si comparáramos la vida de un vegetal con la vida de un
hombre. Y dentro de esta oración, además de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura,
ocupa un lugar imprescindible el rezo del Santo Rosario, por medio del cual la Virgen nos configura a su
Hijo Jesús, imprimiendo su vida y sus misterios en nuestros corazones.
Otra
exigencia de la consagración a la
Virgen es la asistencia a la
Santa Misa, al menos dominical, ya que si
el Rosario nos configura a Cristo, imprimiendo una imagen suya viva, la Eucaristía nos brinda
al mismo Cristo en Persona.
Como
consecuencia de estas dos oraciones, el alma se llena de aquello que constituye
–o debe constituir- su sustento principal: el amor, a Dios y al prójimo,
comenzando por aquel prójimo con el cual, por algún motivo, se encuentra
enfrentado conmigo. Este amor debe vivirse en relación a nuestro prójimo, en la
vida cotidiana, en las situaciones de todos los días, dentro y fuera del hogar:
la señal distintiva del cristiano es el amor fraterno, manifestado de múltiples
maneras: humildad, afabilidad, perdón de las faltas, suavidad, afecto, disimulo
de los defectos ajenos, caridad sobrenatural, sacrificio, ausencia de
maledicencia y de malos pensamientos hacia el prójimo.
Son tan
importantes el amor y la humildad, que se puede decir que quien no ama a su
prójimo, comenzando por el que es su enemigo, pensando, hablando y actuando con
malicia hacia él, demuestra un alto grado de soberbia, lo cual contradice la Consagración a la Virgen, y hace vana su
religión: “El que no refrena su lengua, no vale nada su religión”, dice el
Apóstol Santiago.
Revisemos
entonces nuestra vida espiritual, para que la consagración a la Virgen sea del agrado del
Sagrado Corazón de Jesús.
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