martes, 14 de agosto de 2012

La Virgen asunta a los cielos quiere a todos sus hijos con Ella



         En la Asunción de la Virgen, la Iglesia ve el más completo triunfo de la gracia divina en la naturaleza humana, ya que María es Asunta por ser Ella la Inmaculada y la Llena de gracia.
         En los instantes previos a la Asunción, todo el cuerpo de María Santísima es invadido por la luz de la gracia, la cual, a medida que invade el cuerpo, lo va transfigurando por la gloria divina, y es así como el cuerpo material y terreno de María Virgen se convierte en un cuerpo glorificado, que trasluce la luz de la gloria divina con un resplandor más intenso que el mismo sol.
         La glorificación del cuerpo de María Santísima no es más que la consecuencia de ser Ella la inhabitada por el Espíritu Santo, la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, gracia que al llegar al término de su vida terrena, irrumpe desde su alma hacia el cuerpo, derramándose sobre él como una cascada inagotable de luz y de gracia. El tránsito de esta vida a la otra no se dio en María como en todos los mortales, por ser Ella la Inmaculada Concepción: en vez de sufrir la muerte, la Virgen se duerme, y al despertar, su cuerpo está ya lleno de la gloria divina, irradiando la luz eterna del Ser divino que la inhabita desde su Concepción sin mancha.
         Es Jesús, Rey de gloria eterna y Dios de infinita majestad, quien concede a su Madre todos estos beneficios, ya desde su nacimiento como Inmaculada Concepción, hasta su asunción y posterior coronación en los cielos como Reina y Señora de todo lo creado.
         Es esto entonces lo que la Iglesia y los hijos de la Iglesia celebramos en la Asunción de la Virgen: su glorificación y su feliz entrada en la eternidad, para reinar con su Hijo Jesús para siempre. Pero la Virgen Madre es Asunta en cuerpo y alma a los cielos, no para quedarse Ella sola allá arriba: quiere que todos sus hijos, al término de su vida terrena, sean llevados a la vida eterna, para ser glorificados al igual que Ella.
         En la Asunción de la Virgen entonces el cristiano ve no solo la glorificación de su Madre celestial, sino el modelo y el anticipo de su propia glorificación, asunción y coronación por Jesucristo en Persona.
         En la Asunción de la Virgen, el cristiano ve entonces el modelo de su vida y el sentido de su vida: el modelo, porque como hijo, debe imitar a su Madre; el sentido, porque esta vida terrena adquiere un único sentido, que es el Reino de los cielos.
         Ahora bien, si estamos en esta vida para imitar a la Virgen, y si el sentido de nuestra vida es ganar la vida eterna en los cielos, ¿no parece un despropósito que criaturas llenas de limitaciones y defectos, de imperfecciones y de pecado y de malicia en el corazón -como dice Jesús, “es del corazón del hombre de donde salen todas las cosas malas”-, aspiremos a imitar a María Santísima, a Ella, que es Inmaculada, concebida sin pecado original, y Llena del Espíritu Santo?
         La imitación de la Virgen no solo no es un despropósito, sino que está al alcance de todo cristiano que desee, desde el fondo de su corazón y con todas sus fuerzas, amar a Dios Trino en el tiempo y por toda la eternidad, y es posible por la gracia recibida en los sacramentos, principalmente la confesión y la Eucaristía. Por los sacramentos, nos viene la vida de la gracia, vida que contiene, ya en el tiempo, el germen de la glorificación que habrá de recibirse un día en la eternidad.
         Quien vive la vida de la gracia, quien no solo evita el mal, el pecado, en cualquiera de sus formas, sino que se preocupa por vivir en gracia y acrecentarla con actos de fe en Jesucristo y de amor a Dios Trino y al prójimo, puede decirse que vive, ya en el tiempo, en medio de las tribulaciones de la vida presente, en forma anticipada, su propia asunción y glorificación a los cielos.
         La fiesta de la Asunción de la Virgen no debe quedar entonces en una mera festividad religiosa; no debe limitarse a cumplir los requisitos para ganar las indulgencias; no debe quedarse en el cumplimiento del precepto: la fiesta de la Asunción de la Virgen debe constituir el punto de partida de la resolución más trascendental que persona alguna pueda hacer en esta vida: la consagración a la Virgen y su imitación por medio de la vida de la gracia, evitando, aún a costa de la propia vida, el mal y el pecado, para ser llevado a los cielos en cuerpo y alma, para amar y adorar, en compañía de María Asunta, a Dios Trinidad por la eternidad.    

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