En
este día se celebra la “dedicación” o consagración que la Virgen, desde muy
pequeña, hizo de sí misma a Dios, ya que al Señor la Llena de gracia, la
Inhabitada por el Espíritu Santo y la Inmaculada Concepción, no había en su
mente otra Verdad que no fuera la de Dios y no había en su Corazón Purísimo
otro amor que no fuera el Amor de Dios. Con esta consagración, realizada a los
tres años de edad y en plena conciencia, la Virgen cumplía, desde muy
pequeñita, el anhelo ardiente de su alma, el de vivir en el Amor de Dios, por
Dios y para Dios. Según una tradición, basada en un evangelio apócrifo, la Niña
María Virgen, al cumplir los tres años de edad, fue llevada al Templo por sus
padres, Joaquín y Ana, para ser instruida, junto a otras doncellas y piadosas
mujeres, en sus deberes para con Dios y para crecer en un ambiente de
recogimiento, silencio, y profunda oración y adoración al Dios Verdadero[1].
Puesto
que la Virgen era, desde su Inmaculada Concepción, el templo viviente del
Espíritu de Dios y estaba destinada a ser el Tabernáculo Purísimo y el Sagrario
y Custodia Viviente de Dios Hijo encarnado, su Presentación en el Templo no era
otra cosa que el cumplimiento de la Voluntad de Dios Trino en su vida, ya que
había sido elegida por Dios Padre, como hija predilecta suya, para ser Madre de
Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, por cuyo poder divino habría de
concebir virginalmente al Verbo de Dios.
Con
su consagración, la Virgen se convierte así en modelo insuperable para toda
alma que, habiendo sido elegida por la eternidad por el Amor de Dios para
servirlo en la vida religiosa, decide ingresar en la misma apartándose del
mundo y así dedicarse a una vida de oración, contemplación, amor y adoración a
Dios Trino, manifestado en Cristo Jesús.
Pero
además la Virgen es modelo para todo cristiano que, desde su condición de vida
como laico que vive en el mundo “pero no es del mundo”, consagra su vida y su
corazón a Dios y, de modo similar a la Virgen, convierte su cuerpo en templo del
Espíritu Santo por la gracia santificante y su corazón en altar, sagrario y
custodia viviente de Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la
Eucaristía.
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