La misericordia, la caridad, la compasión para con el prójimo y el amor para con Dios, son la esencia de la religión católica. Es por eso que la Iglesia recomienda a sus hijos vivir esa misericordia y esa caridad con obras concretas dirigidas al prójimo. Para eso, la Iglesia se basa en la parábola de Jesús, en donde Jesús se pone en la persona del prójimo: “Tuve hambre, sed, era forastero, estuve encarcelado… todo lo que hicisteis o dejasteis hacer con uno de estos pequeños, conMigo lo hicisteis o lo dejasteis de hacer” (cfr. Mt 23, 37-40).
Sin caridad, sin misericordia, la religión se vuelve un instrumento desafinado, una sombra sin luz, una parodia de la verdadera religión, una piedra lanzada al rostro, en vez de la mano tendida en ayuda, un insulto a Dios, en vez de la alabanza y la adoración, un sepulcro que aloja restos en descomposición, y no vida nueva en el Espíritu.
¿Dónde aprender la misericordia para con nuestro prójimo? Por supuesto que en el mismo Jesús, que da una muestra máxima de misericordia en la cruz, donando su vida por nosotros. También de los santos, como por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta, que puede decirse que fue una prolongación de la misericordia misma de Jesús en la tierra.
Pero la primera en obrar la misericordia, y no con un prójimo cualquiera, sino con su Hijo, que era Dios encarnado, es la Virgen María[1].
María obró con su Hijo Jesús todas las obras de misericordia: le dio de comer y de beber, lo nutrió con su substancia materna, lo alojó en un hospedaje especialísimo, su seno virgen materno, allí el peregrino en la tierra, el Verbo Eterno del Padre, recibió hospedaje por nueve meses, lo vistió, al nacer, con pañales, y para afrontar dignamente la Pasión, le tejió una túnica inconsútil, y al encarnarse, le proveyó un vestido especialísimo, una naturaleza humana; para que pudiera entregarse como Pan de Vida eterna, lo alimentó como Madre amorosa durante treinta años, con alimentos caseros, los mejores que hay, y más cuando son preparados por una Madre; cuando estuvo perdido en el templo, lo buscó y lo encontró, cuando estuvo encarcelado y cuando era conducido al patíbulo, lo reconfortó con su Presencia de Madre amorosa y dedicada. Incluso obró con su hijo la piadosa tarea de sepultar a los muertos, y nada menos que con el Hijo de su Corazón: después de muerto en la cruz, Ella lo llevó, con los discípulos, al sepulcro de piedra, y lo lloró con un llanto amargo e insondable por tres días.
María es la fuente de la misericordia, es la Madre de la Divina Misericordia, porque de Ella nació Dios Hijo encarnado, que es la encarnación de la Misericordia y del Amor divino. María es también nuestro modelo y nuestra Maestra de Misericordia, porque nos enseña a ser misericordiosos para con el prójimo más necesitado, así como Ella fue misericordiosa para con su Hijo Jesús, que era Dios, pero también bebé recién nacido, niño, joven, adulto, y fue el Hombre-Dios agonizante en la cruz, que recibió de María Santísima los últimos cuidados y las últimas atenciones, antes de morir.
La esencia de la religión católica es el amor a Dios y al prójimo, amor que se proclama no desde el ambón ni con palabras, sino con obras, como las obras que Ella hizo con su Hijo Jesús, y aunque no deben ser obradas esperando ninguna recompensa, María y Jesús recompensan a quienes las obren.
[1] Cfr. Laureano Castán Lacoma, Las Bienaventuranzas de María, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid4 1976, 157ss.
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